CAPÍTULO 3
«Belly Strippers», etc.
—¿Que hace trampas jugando a las cartas?
M frunció el entrecejo.
—Es lo que acabo de decir —respondió con tono seco—. ¿No le resulta extraño que un multimillonario haga trampas con las cartas?
Bond sonrió con aire de disculpa.
—No demasiado, señor —dijo—. He conocido a personas muy ricas que se hacen trampa a sí mismas haciendo solitarios. Aunque, desde luego, eso no encaja del todo con la imagen que tenía de Drax. Es un poco decepcionante.
—A eso me refería —comentó M—. ¿Por qué lo hace? Y no olvide que las trampas con las cartas aún pueden perjudicar seriamente a un hombre. En lo que llamamos sociedad, es casi el único delito que todavía puede acabar con alguien, quienquiera que sea. Drax lo hace tan bien que hasta ahora nadie lo ha descubierto.
»De hecho, dudo de que alguien haya podido sospechar de él, excepto Basildon. Es el presidente del Blades. Vino a hablar conmigo. Tiene la vaga idea de que yo estoy relacionado de alguna manera con Inteligencia, y en el pasado le eché una mano con ocasión de uno o dos problemas menores. Me pidió consejo. Dijo que no quería líos en el club, por supuesto, pero que por encima de todo quería evitar que Drax quedara como un estúpido. Lo admira tanto como lo admiramos todos los demás, y le aterroriza que pueda producirse un incidente. No hay modo de evitar que un escándalo de esa naturaleza trascienda al exterior. Muchos miembros del Parlamento lo son también del club, y pronto se hablaría del asunto en los corrillos. Entonces los reporteros de chismes se harían con la noticia. Drax tendría que dejar el Blades, y a continuación alguno de sus amigos presentaría una demanda por calumnias.
»Sería como revivir el asunto Tranby Croft[16]. Al menos eso piensa Basildon, y debo admitir que también yo lo veo de ese modo.
»En cualquier caso —añadió M con decisión—, he accedido a ayudarlo. —Miró a Bond a los ojos—. Y aquí es donde entra usted. Es el mejor jugador de cartas del Servicio Secreto, o —sonrió irónicamente— debería serlo después de los trabajos que ha realizado en casinos, y recuerdo que gastamos muchísimo dinero para que hiciera un curso de tahúr antes de que fuera tras aquellos rumanos de Montecarlo, antes de la guerra.
Bond sonrió con aire ceñudo.
—Steffi Sposito —dijo con voz queda—. Ese era el tipo. Estadounidense. Me hizo trabajar diez horas al día durante una semana, aprendiendo una cosa llamada Riffle Stack[17], y cómo repartir las cartas segundas, últimas e intermedias. Por entonces escribí un largo informe al respecto. Debe de estar sepultado en los archivos.
Aquel tipo conocía todos los trucos del juego. Cómo encerar los ases de modo que la baraja se separara sobre ellos; cómo marcar los bordes de las cartas altas por la parte de atrás con una navaja; el recortado de los cantos; los Arm Pressure Holdouts: unos dispositivos mecánicos que se colocan dentro de la manga y que sirven las cartas que uno quiere. La técnica de Belly Strippers, que consiste en recortarle a la baraja menos de medio milímetro de ambos lados, pero dejando una pequeña protuberancia en los naipes que interesan, como los ases, por ejemplo. Los shiners, pequeños espejos que se colocan en anillos o se encajan en la cazoleta de una pipa. De hecho, fue su comentario acerca de lectores luminosos lo que me ayudó en el trabajo de Montecarlo. El crupier usaba una tinta invisible que el equipo podía ver con gafas especiales.
Pero Steffi era un tipo maravilloso. Nos lo consiguió Scotland Yard. Podía mezclar la baraja una vez y luego cortar por los cuatro ases. Magia pura.
—Parece un poco demasiado profesional para nuestro hombre —comentó M—. Esa clase de trabajo requiere horas de práctica al día, o un cómplice, y no puedo creer que lo encuentre en el Blades. No, no existe nada sensacional en sus trampas y, por lo que sé, podría tratarse de una fantástica racha de buena suerte. Es raro.
No se trata de un jugador particularmente bueno (por cierto, sólo juega al Bridge), pero con bastante frecuencia hace «declaraciones», «doblos» o finesses absolutamente excepcionales, del todo contrarias a las leyes de la probabilidad. O a las convenciones del bridge. Pero le salen bien.
Siempre gana, y en el Blades se apuesta fuerte. No ha perdido un solo balance semanal desde que ingresó, hace un año. En el club tenemos a dos o tres de los mejores jugadores del mundo, y ninguno de ellos ha logrado una marca semejante durante doce meses seguidos. Se empieza a hablar del asunto, por ahora en tono de broma, pero creo que Basildon tiene toda la razón cuando dice que hay que hacer algo al respecto. ¿Qué sistema cree usted que emplea Drax?
Bond estaba deseando irse a almorzar. El jefe de Estado Mayor debía de haber renunciado a su compañía hacía ya media hora. Podría haber hablado con M durante horas acerca de las trampas con las cartas y M, que nunca parecía interesado en comer ni en dormir, lo habría escuchado y recordado todo después. Pero Bond tenía apetito.
—Suponiendo que no sea un profesional, señor, y no pueda manipular las cartas de ninguna manera, existen sólo dos posibilidades. O bien mira las cartas, o tiene un sistema de señales con su pareja de juego. ¿Juega a menudo con el mismo hombre?
—Siempre se deciden las parejas por corte de baraja después de cada partida —explicó M—. A menos que haya un reto. Y en las noches de invitados, los lunes y los jueves, uno forma siempre pareja con su huésped. Drax trae casi siempre a un hombre llamado Meyer, su agente de la bolsa de metales. Es un tipo agradable. Judío. Muy buen jugador.
—Tal vez podría decirle qué método emplea si lo observara —dijo Bond.
—Eso iba a proponerle yo —asintió M—. ¿Qué le parecería acompañarme esta noche? En cualquier caso, cenará bien. Lo veré allí en torno a las seis. Le ganaré un poco de dinero al belote, y luego miraremos durante un rato las partidas de bridge. Después de cenar, jugaremos una o dos partidas con Drax y su amigo. Siempre están allí los lunes. ¿De acuerdo? ¿Está seguro de que no lo aparto de su trabajo?
—No, señor —replicó Bond con una sonrisa—. Y me gustará mucho acompañarlo. Será como una fiesta de trabajo. Y si Drax hace trampas, le daré a entender que lo he descubierto, y eso debería servirle de advertencia para que deje de hacerlo. No me gustaría verlo metido en un lío. ¿Eso es todo, señor?
—Sí, James —respondió M—. Y gracias por su ayuda. Drax tiene que ser un condenado estúpido. Resulta obvio que está un poco chalado. Pero no es el hombre quien me preocupa. No me gustaría correr el riesgo de que algo salga mal con ese cohete suyo. Y Drax, más o menos, es el Moonraker. Bueno, nos veremos a las seis. No se tome molestias con el vestuario. Algunos visten de etiqueta, y otros no. Esta noche, nosotros no lo haremos. Será mejor que vaya a lijarse las puntas de los dedos, o lo que quiera que hagan ustedes los fulleros.
Bond respondió a M con una sonrisa y se puso de pie. Parecía que iba a ser una velada prometedora. Mientras avanzaba hacia la puerta y salía, reflexionó que por fin acababa de mantener con M una reunión que no proyectaba sombras oscuras.
La secretaria de M todavía se hallaba ante su escritorio. Junto a la máquina de escribir había un plato de bocadillos de pan inglés y un vaso de leche. Le echó a Bond una mirada inquisitiva, pero en el rostro de él no había ninguna expresión que pudiera interpretarse.
—Supongo que ha renunciado a mí —comentó Bond.
—Hace casi una hora —asintió la señorita Moneypenny con tono de reproche—. Son las dos y media. Regresará en cualquier momento.
—Bajaré a la cafetería antes de que cierre —dijo él—. Dile que la próxima vez el almuerzo correrá de mi cuenta.
Dirigió una sonrisa a la secretaria, salió de la oficina y avanzó pasillo adelante hacia el ascensor.
En la cafetería del edificio quedaban sólo unas pocas personas. Bond se sentó solo y almorzó un lenguado a la parrilla, una ensalada mixta grande con aliño de mostaza, un trozo de queso con tostadas y media jarra de burdeos blanco. Acabó con dos tazas de café y regresó a la oficina a las tres. Con la mitad de la atención centrada en el problema de M, leyó rápidamente el resto del expediente de la OTAN, se despidió de su secretaria después de decirle dónde estaría aquella noche, y a las cuatro y media recogía su coche en el aparcamiento del personal situado en la parte trasera del edificio.
—El sobrealimentador hace un poco de ruido, señor —le advirtió el exmecánico de la RAF, que consideraba el Bentley de Bond como de su propiedad—. Tráigalo mañana, si no va a necesitarlo a la hora del almuerzo.
—Gracias —respondió Bond—, lo haré.
Sacó el coche silenciosamente, entró en el parque y lo atravesó hasta Regent Street, con el tubo de escape de cinco centímetros burbujeando sonoramente tras él.
Llegó a su casa en quince minutos. Dejó el coche bajo los plátanos de la pequeña plaza y entró en la planta baja de la vivienda reformada estilo Regencia[18]. Se encaminó hacia la sala de estar forrada de libros y, tras buscar por unos momentos, sacó el Scarne on Cards de su estante y lo dejó sobre el ornado escritorio estilo Imperio, cerca de la amplia ventana.
Luego fue al pequeño dormitorio forrado con papel de pared Colé blanco y dorado, y en cuyas ventanas colgaban cortinas de tono rojo oscuro, se desvistió y dejó la ropa, más o menos ordenadamente, sobre el cobertor azul oscuro de la cama de matrimonio. A continuación entró en el baño y se dio una ducha rápida. Antes de salir del baño se examinó la cara en el espejo, y decidió que no tenía ninguna intención de sacrificar su prejuicio de toda una vida afeitándose dos veces en un día.
Desde el espejo, los ojos azul grisáceo le devolvieron una mirada que tenía aquella luz adicional típica de los momentos en que su mente se concentraba en un problema que le interesaba. En el rostro delgado y duro se veía una expresión competitiva, ávida. Hubo una cierta rapidez y resolución en la forma en que se pasó los dedos por la mandíbula, y en el impaciente gesto del cepillo de pelo destinado a echar atrás el mechón de cabello negro que le caía hasta poco más de un centímetro por encima de la ceja derecha. Le cruzó por la mente el pensamiento de que, a medida que el bronceado se desvanecía, la cicatriz que le bajaba por la mejilla derecha y que había destacado de tan blanca, comenzaba a ser menos evidente; de inmediato bajó los ojos hacia su cuerpo desnudo y comprobó que la casi indecente zona blanca dejada por el pantalón de baño se veía menos nítidamente definida. Sonrió ante algún recuerdo y regresó al dormitorio.
Diez minutos más tarde, vestido con una gruesa camisa de seda blanca, pantalones azul oscuro de sarga, calcetines del mismo color, y mocasines negros bien lustrados, se encontraba sentado ante su escritorio con una baraja en una mano, y la fantástica guía de trampas de Scarne abierta ante sí.
Durante media hora, mientras repasaba con rapidez el capítulo de «Métodos», practicó la vital «Presa de Mecánico» —tres dedos rodeando las cartas a lo largo y el índice sobre el ancho superior—, el Palming y la «Anulación del Corte». Sus manos realizaban automáticamente estas maniobras básicas mientras los ojos leían, y se alegró de ver que sus dedos eran flexibles y seguros, y de que las cartas no hacían ningún ruido, ni siquiera con la difícil Annulment con una sola mano.
A las cinco y media, dejó la baraja con un golpe sobre el escritorio y cerró el libro.
Entró en su dormitorio, llenó de cigarrillos la ancha pitillera negra y se la metió en el bolsillo trasero del pantalón; se puso una corbata negra de punto de seda y una chaqueta, y comprobó que llevaba el talonario de cheques dentro de la billetera.
Se detuvo un momento, pensando. A continuación seleccionó dos pañuelos de seda, los arrugó con cuidado e introdujo uno en cada bolsillo lateral de la chaqueta.
Encendió un cigarrillo, regresó a la sala de estar, se sentó otra vez ante el escritorio y dedicó diez minutos a relajarse mirando por la ventana hacia la plaza desierta, mientras pensaba en la velada que estaba a punto de comenzar y en el Blades, probablemente el club privado más famoso del mundo.
La fecha exacta de la fundación del Blades es incierta. La segunda mitad del siglo XVIII fue testigo de la apertura de muchas cafeterías y salas de juego, y locales y propietarios cambiaban a menudo en función de las variaciones de la moda y la fortuna. El «White’s» se fundó en 1755, el «Almack’s» en 1764, y el «Brook’s» en 1774, y fue en ese mismo año cuando el «Scavoir Vivre», que sería luego la cuna del «Blades», abrió sus puertas en Park Street, una tranquila travesía de St. Jame’s Street.
El Scavoir Vivre era demasiado exclusivo para mantenerse con vida, y se boicoteó a sí mismo a base de bolas negras en las votaciones de solicitud de ingreso, hasta que murió al cabo de un año. Luego, en 1776, Horace Walpole escribió: «Ha abierto un nuevo club en una travesía de St. James Street, que se enorgullece de superar a todos sus predecesores», y en 1778 aparece por primera vez el nombre de «Blades» en una carta de Gibbon, el historiador, que lo unía al nombre de su fundador, un alemán de apellido Longchamp que por entonces dirigía el Jockey Club de Newmarket.
Desde el principio, parece que el Blades fue todo un éxito, y en 1782, el duque de Wirtenberg escribía con entusiasmo a su hermano menor: «¡Este es, sin duda, el “as de los clubes”! Ha habido cuatro o cinco mesas de quince funcionando al mismo tiempo, con whist y belote, y después toda una mesa de Hazard. He visto hasta dos al mismo tiempo. Dos cofres con 4000 paquetes de guineas cada uno apenas bastaron para contener el dinero que circuló en una noche».
La mención del Hazard aporta tal vez una pista acerca de la prosperidad del club. El permiso para este juego peligroso, pero popular, tiene que haberlo dado la junta en contra de sus propias reglas que especificaban que «no se admitirá ningún juego en la Casa de la Sociedad excepto el ajedrez, el whist, el belote, el cribbage, el cuatrillo, el tresillo y el tredville».
En cualquier caso, el club continuó floreciendo y se mantiene hasta hoy como el hogar de algunas de las apuestas «corteses» más altas del mundo. No es tan aristocrático como antes, la redistribución de la riqueza se ha encargado de que cambie, pero continúa siendo el club más exclusivo de Londres. El número de miembros está restringido a doscientos, y cada candidato debe reunir dos requisitos para ser elegido: comportarse como un caballero y ser capaz de presentar cien mil libras esterlinas en metálico o en obligaciones o acciones de alta rentabilidad.
Los atractivos del Blades, aparte del juego, son tan deseables, que la junta ha tenido que establecer una norma que obliga a todos los miembros a ganar o perder quinientas libras al año en el local del club, o de lo contrario, pagar una multa anual de doscientas cincuenta libras. La comida y los vinos son los mejores de Londres y no se cobran, pues el coste de todas los almuerzos y las cenas se deduce, según prorrateo, de los beneficios de los ganadores. Dado que cada semana cambian de manos unas cinco mil libras en las mesas de juego, este impuesto no resulta demasiado oneroso, y los perdedores tienen la satisfacción de recuperar algo del desastre; y esa costumbre explica la justicia de imponerles un impuesto a los que no juegan con frecuencia.
El servicio de un club es lo que determina su éxito o su fracaso, y los miembros del servicio del Blades no tienen igual. La media docena de camareras del comedor son de una belleza tan arrolladora, que se ha sabido que algunos miembros jóvenes las han llevado de matute a los bailes de debutantes de la clase alta y si, por la noche, alguna de las muchachas se deja persuadir para desviarse hacia uno de los doce dormitorios para socios que hay en la parte trasera del club, es algo que se considera como asunto privado que concierne a los miembros.
Hay uno o dos detalles refinados más que contribuyen al lujo del club. En el local sólo se paga con billetes y monedas completamente nuevos, y si un miembro se queda a pasar la noche, sus billetes y monedas se los lleva el ayuda de cámara, que, cuando por la mañana le lleva el té y el The Times, los reemplaza por otros nuevos. A la sala de lectura no entra ningún periódico que no haya sido planchado. Floris suministra jabones y lociones para lavabos y dormitorios; hay una línea directa entre Ladbroke’s[19] y la portería; el club tiene los mejores entoldados y palcos en las principales carreras de Lords, Henley y Wimbledon, y los miembros que viajan fuera del país son automáticamente miembros de los clubes más importantes de todas las capitales extranjeras.
En pocas palabras, ser miembro del Blades, a cambio de la cuota de ingreso de cien libras y la cuota anual de cincuenta libras, proporciona los lujos de la época victoriana, junto con la oportunidad de ganar o perder, rodeado de grandes comodidades, hasta veinte mil libras al año.
Al reflexionar sobre todo esto, Bond decidió que iba a disfrutar de la velada. Había jugado en el Blades sólo en una docena de ocasiones a lo largo de su vida, y la última vez se había pillado bien los dedos en una partida de poker; pero la perspectiva de algunas apuestas altas al bridge y el ir y venir de unos centenares de libras, no carentes de importancia para él, hacía que sus músculos se tensaran con expectación.
Y además, por supuesto, estaba aquel asuntillo de sir Hugo Drax, que podría darle un toque dramático adicional a la noche.
Ni siquiera se sintió inquieto ante el curioso augurio con el que se encontró cuando, con el coche, entró en Sloane Square desde King’s Road, con la mitad de la atención centrada en el tráfico y la otra mitad dedicada a explorar la velada que tenía por delante.
Faltaban pocos minutos para las seis de la tarde y la atmósfera estaba cargada de electricidad. El cielo amenazaba lluvia y había oscurecido de modo repentino. Al otro lado de la plaza, muy alto en el aire, un letrero luminoso de gruesas letras comenzó a encenderse y apagarse. La debilitación de las ondas lumínicas había dado lugar a que el tubo catódico activara el mecanismo que haría encenderse intermitentemente al letrero durante las horas de oscuridad hasta que, en torno a las seis de la mañana, las primeras luces del día volvieran a incidir sobre el tubo, lo que provocaría el apagado del circuito.
Sorprendido al ver las enormes palabras rojas, Bond aparcó el coche junto al bordillo, se apeó y cruzó al otro lado de la calle para ver mejor el gran letrero.
¡Ah! Era eso. Algunas de las letras habían quedado ocultas por un edificio cercano. Era sólo uno de esos anuncios de la Shell, «summer shell is here», era lo que decía.
Bond sonrió para sí, regresó al coche y continuó adelante.
Cuando vio el letrero por primera vez, medio oculto por el edificio, las enormes letras que destellaban contra el cielo del anochecer habían presentado un mensaje diferente.
Decían: «hell is here… hell is here… hell is here[20]».