CAPÍTULO 11

La agente de policía Brand

Cinco minutos más tarde, Bond estaba presentándole su pase del ministerio al hombre uniformado que estaba de guardia ante la entrada de la alta valla de alambre.

El sargento de la RAF se lo devolvió y se cuadró militarmente.

—Sir Hugo está esperándolo, señor. En la casa grande que se encuentra en el bosque, por allí —indicó, mientras señalaba hacia unas luces que se veían a unos cien metros de distancia, en dirección a los acantilados.

Lo oyó telefonear al siguiente puesto de guardia. Hizo avanzar el coche lentamente por la nueva carretera asfaltada que se había abierto a través del campo por detrás de Kingsdown. Podía oír el lejano tronar del mar al pie de los altos acantilados, y desde algún lugar cercano le llegaba como un gemido de maquinaria que se hizo más sonoro a medida que se acercaba a los árboles.

Allí fue detenido otra vez por un guardia de paisano ante una segunda valla de alambre, a través de la cual una verja de cinco barrotes permitía acceder al interior del bosque; y cuando el hombre le hacía una seña para que pasara, oyó los lejanos ladridos de los perros de policía que sugerían la presencia de algún tipo de patrulla nocturna. Todas estas precauciones parecían eficientes. Bond decidió que no tendría que preocuparse por problemas de seguridad externa.

Una vez se hubo adentrado entre los árboles, el coche comenzó a rodar por una larga pista de cemento cuyos límites, con la luz insuficiente que había, quedaban incluso fuera del alcance de los enormes haces gemelos de los faros Marchal de su automóvil. A unos cien metros a su izquierda, en la linde del bosque, se veían las luces de una casa grande medio oculta tras un muro de un metro ochenta de ancho que se alzaba desde la superficie de cemento casi hasta la altura de la casa. Bond aminoró hasta la velocidad del paso de un hombre y giró hacia el mar, alejándose de la casa, y hacia una silueta oscura que de pronto brilló de color blanco en los giratorios haces del barco-faro de South Goodwin, que quedaba muy lejos canal adentro. Las luces del coche trazaban un sendero por la pista hasta donde, casi al borde del acantilado y a unos ochocientos metros de distancia, una cúpula ancha y baja se alzaba hasta una altura de alrededor de quince metros del cemento. Parecía ser la parte superior de un observatorio, y Bond pudo distinguir el reborde de una juntura que iba de este a oeste atravesando la cúpula.

Hizo girar el coche para regresar y pasó lentamente entre lo que supuso que era un muro blindado y el frente de la casa. Cuando aparcaba ante esta última, la puerta se abrió y por ella salió un criado con chaqueta blanca. Abrió la portezuela del coche con movimientos elegantes.

—Buenas noches, señor. Por aquí, por favor.

Hablaba con rigidez y con un leve acento extranjero. Bond lo siguió al interior de la casa y a través de un acogedor vestíbulo hasta una puerta a la que el criado llamó con unos golpecitos.

—Adelante.

Bond sonrió para sí ante el tono áspero de la voz que recordaba bien y ante el matiz autoritario que se percibía en aquella sola palabra.

Al otro extremo de la larga, brillante, chillona sala de estar, Drax se encontraba de pie con la espalda vuelta hacia una repisa de chimenea vacía, una figura corpulenta vestida con una bata de terciopelo color ciruela que desentonaba con el cabello rojizo que caía sobre su rostro. Cerca de él había otras tres personas de pie: dos hombres y una mujer.

—Ah, mi querido amigo —dijo Drax, vocinglero, avanzando a grandes zancadas para recibirlo y estrecharle cordialmente la mano—. Así que volvemos a encontrarnos. ¡Y tan pronto! No me di cuenta de que era usted un maldito espía de mi ministerio, o habría tenido más cuidado antes de jugar a las cartas con usted. ¿Ya se ha gastado mi dinero? —preguntó, mientras lo conducía hacia la chimenea.

—Todavía no —respondió Bond con una sonrisa—. Aún no he visto de qué color es.

—Por supuesto. Se paga los sábados. Tal vez reciba el cheque a tiempo para celebrar nuestro pequeño espectáculo de fuegos artificiales, ¿no? Vamos a ver. —Condujo a Bond hasta la mujer y la presentó—: Esta es mi secretaria, la señorita Brand.

Bond posó la vista sobre un par de ojos de mirada muy firme.

—Buenas noches —la saludó, con una sonrisa muy cordial.

No hubo sonrisa de respuesta en los ojos que lo miraban con total calma. Ni presión de respuesta en la mano que él estrechó.

—Mucho gusto —dijo ella con indiferencia, casi con hostilidad, le pareció a Bond.

Se dijo que la habían elegido bien. Otra Loelia Ponsonby. Reservada, eficiente, leal, virginal. «Gracias al cielo —pensó—. Es una profesional».

—Mi mano derecha, el doctor Walter.

El delgado hombre de avanzada edad, con un par de ojos coléricos bajo una greña de pelo negro, pareció no advertir la mano tendida de Bond. Se puso en posición de firmes y le dedicó una rápida inclinación de cabeza.

—Walter —dijo con su fina boca colocada encima de la perilla negra, corrigiendo la pronunciación de Drax.

—Y mi… ¿cómo diría?… mi oficial subalterno. Lo que podríamos llamar mi ayudante de campo, Willy Krebs.

Bond sintió el contacto de una mano levemente húmeda y oyó la voz congraciadora:

—Encantado de conocerlo.

Bond alzó los ojos hacia el pálido rostro redondo, enfermizo, ahora surcado por una sonrisa teatral que desapareció casi en el instante en que Bond reparó en ella. Miró los ojos. Eran como dos inquietos botones negros que se apartaron de los de Bond.

Ambos hombres vestían inmaculados monos blancos, con cremalleras de plástico en muñecas, tobillos y espalda. Llevaban la cabeza afeitada, de modo que la piel brillaba a la luz, y habrían parecido seres de otro planeta de no haber sido por el bigote y la perilla negros y desgreñados del doctor Walter y por el pálido bigote ralo de Krebs. Ambos eran como caricaturas del científico loco y de una versión joven de Peter Lorre[30].

La colorida figura de ogro de Drax resultaba un contraste agradable en aquella gélida compañía, y Bond se sintió agradecido para con él por la alegre aspereza de su bienvenida y por el aparente deseo de enterrar el hacha de guerra y llevarse lo mejor posible con su nuevo oficial de seguridad.

Drax estaba muy en su papel de anfitrión. Se frotó las manos.

—A ver, Willy —dijo—, ¿qué tal si nos prepara uno de sus excelentes martinis seco? Excepto, por supuesto, para el doctor. No bebe ni fuma —le explicó a Bond mientras regresaba a su sitio junto a la repisa de la chimenea—. Apenas si respira. —Profirió una corta carcajada áspera como un ladrido—. No piensa en nada más que en el cohete. ¿No es cierto, amigo mío?

El doctor tenía la mirada petrificada ante sí.

—A usted le gusta bromear —respondió.

—Vamos, vamos —dijo Drax como si hablara con un niño—. Ya volverá más tarde con esos dichosos bordes de ataque. Todos están satisfechos con ellos menos usted. —Se volvió a mirar a Bond—. El doctor siempre está asustándonos —explicó con tono indulgente—. Siempre tiene pesadillas con respecto a algo.

»Ahora son los bordes de ataque de las aletas. Ya están tan afilados como la hoja de una navaja… apenas ofrecen alguna resistencia al aire. Y de repente, a él se le mete en la cabeza que van a fundirse. Por la fricción del aire. Por supuesto que todo es posible, pero se han probado a más de 3000 grados y, como yo le digo a él, si las aletas se funden, entonces se fundirá todo el cohete. Y eso sencillamente no va a suceder —añadió con una sonrisa ceñuda.

Krebs se les acercó con una bandeja de plata sobre la que descansaban cuatro copas llenas y una coctelera escarchada. El martini era excelente y Bond así lo comentó.

—Es usted muy amable —dijo Krebs, con una afectada sonrisa de satisfacción—. Sir Drax es muy exigente.

—Llénele la copa —dijo Drax—, y luego quizá a nuestro amigo le apetezca refrescarse. Cenamos a las ocho.

Mientras hablaba, se oyó el amortiguado aullido de una sirena y, casi de inmediato, el rumor de un grupo de hombres que corrían estrictamente al unísono por la pista de cemento exterior.

—Es el primer turno de la noche —explicó Drax—, los barracones están justo detrás de la casa. Deben de ser las ocho en punto. Aquí lo hacemos todo a la carrera —añadió con un brillo de satisfacción en los ojos—. Precisión. Por aquí hay muchos científicos, pero intentamos dirigir esto como si fueran unas instalaciones militares.

Willy, ocúpese del capitán de fragata. Nosotros iremos delante. Acompáñeme, querida.

Cuando Bond atravesaba detrás de Krebs la misma puerta por la que había entrado, vio que los otros dos, con Drax a la cabeza, se dirigían hacia las puertas dobles del otro extremo de la habitación, que se habían abierto cuando Drax acabó de hablar. El criado de la chaqueta blanca se encontraba de pie ante ella. Mientras Bond salía al vestíbulo, se le ocurrió que Drax seguramente entraría en el comedor antes que la señorita Brand. Poderosa personalidad. Trataba a sus trabajadores como si fueran niños. Era obvio que se trataba de un líder nato. ¿De dónde había sacado ese don? ¿Del ejército? ¿O acaso se lo había fabricado con millones de libras? Bond seguía el cuello como de babosa de Krebs mientras se formulaba todas estas preguntas.

La cena fue deliciosa. Drax resultó ser un anfitrión complaciente, y en su propia mesa sus modales eran impecables. La mayor parte de su conversación consistió en hacer hablar al doctor Walter para información de Bond, y abarcó una amplia gama de cuestiones técnicas que Drax se tomaba grandes molestias en explicar brevemente después de agotarse cada tema. Bond se sintió impresionado por la confianza con que Drax abordaba cada problema abstruso a medida que surgía, y por su perfecta comprensión de los detalles. Poco a poco fue experimentando una admiración auténtica que se sobrepuso a su anterior desagrado. Se sentía más que inclinado a olvidar el asunto del Blades ahora que se encontraba ante el otro Drax, el líder creador e inspirador de una empresa notable.

Bond se encontraba sentado entre su anfitrión y la señorita Brand. Realizó varios intentos de entablar conversación con ella. Fracasó por completo. La joven le respondía con corteses monosílabos y apenas lo miraba a los ojos. Se sintió levemente irritado.

La encontraba muy atractiva desde el punto de vista físico, y le molestaba ser incapaz de provocar la más mínima reacción en ella. Tenía la sensación de que su gélida indiferencia era una actuación exagerada, y de que habría servido mucho mejor a la seguridad con una actitud distendida y amistosa, en lugar de con esa desmedida reticencia. Sentía el fuerte impulso de propinarle una fuerte patada en un tobillo.

La idea lo distrajo y se encontró observándola con ojos diferentes: como a una joven y no como a una oficial colega suya. Para empezar, y a cubierto de una larga discusión entre Drax y Walter en la que se le pidió que interviniera, respecto al cotejo entre los informes meteorológicos procedentes del ministerio del Aire y de Europa, comenzó a sumar sus impresiones acerca de ella.

Era mucho más atractiva de lo que había sugerido su fotografía, y resultaba difícil ver trazas de la severa competencia de una agente de policía en la seductora muchacha que tenía a su lado. Había un aire de autoridad en la definida línea del perfil, pero las largas pestañas negras sobre los ojos azul oscuro y la boca más bien ancha podrían haber sido pintados por Marie Laurencin[31]. Sin embargo, los labios eran demasiado llenos para un cuadro de Laurencin, y el cabello castaño oscuro, que se curvaba hacia dentro en la base del cuello, era propio de otra moda. Se percibía un indicio de sangre nórdica en los pómulos altos y la muy leve inclinación ascendente de los ojos, pero el tono cálido de su piel era por completo inglés. Había demasiado aplomo y autoridad en sus gestos y la manera en que erguía la cabeza, para que resultara un retrato muy convincente de secretaria. De hecho, casi parecía un miembro del equipo de Drax, y Bond advirtió que los hombres escuchaban con atención cuando ella respondía a las preguntas de su jefe.

Su vestido de noche, más bien severo, era de un tejido negro como el carbón, con mangas abullonadas hasta más abajo de los codos. El corpiño de tela vuelta sin costuras mostraba apenas la hinchazón de sus pechos, que eran espléndidos, como había deducido Bond por las medidas que figuraban en su hoja de servicio. En el pico del escote en V había prendido un camafeo azul brillante, una piedra tallada de Rassie, supuso Bond; barato, pero imaginativo. No lucía más joyas, aparte del medio círculo de diamantes pequeños de su anillo de prometida. Salvo el cálido rojo de labios, no llevaba otro maquillaje, y las uñas estaban cortadas rectas y tenían un brillo natural.

En conjunto, decidió, era una muchacha adorable, además de, debajo de su reserva, un ser muy apasionado. Y, reflexionó, podría ser una agente de policía y una experta en jiu-jitsu, pero también tenía un lunar en el seno derecho.

Con este pensamiento reconfortante, Bond centró toda su atención en la conversación que tenía lugar entre Drax y Walter, y no realizó ningún otro intento de entablar amistad con la muchacha.

La cena concluyó a las nueve.

—Ahora le presentaremos el Moonraker —anunció Drax levantándose bruscamente de la mesa—. Walter nos acompañará. Tiene muchas cosas que hacer. Venga con nosotros, mi querido Bond.

Sin dirigirles palabra a Krebs ni a la joven, abandonó el comedor a grandes zancadas. Bond y Walter lo siguieron.

Salieron de la casa y atravesaron la pista de cemento hacia la silueta distante que se encontraba al borde del acantilado. La luna había salido y la achaparrada cúpula brillaba bajo su luz a lo lejos.

A unos cien metros de distancia, Drax se detuvo.

—Le explicaré la disposición física del lugar —anunció—. Walter, vaya usted delante. Estarán esperando a que eche otra mirada a esas aletas. No se preocupe por ellas, mi querido amigo. Los de Aleaciones de Alta Resistencia saben lo que se hacen.

Bueno —prosiguió al tiempo que se volvía hacia Bond y hacía un gesto en dirección a la cúpula blanca como la leche—, ahí dentro está el Moonraker. Lo que usted ve es la tapa de un ancho pozo de unos doce metros de profundidad que se ha excavado en la creta. Las dos mitades de la cúpula se abren mediante un mecanismo hidráulico y se pliegan hacia atrás hasta quedar al mismo nivel que ese muro de seis metros.

Allí —señaló una silueta cuadrada que quedaba casi fuera de la vista en dirección a Deal— está el puesto de lanzamiento. Un bloque de cemento. Lleno de aparatos de seguimiento con radar, radar Doppler de velocidad y radar de planeo, por ejemplo. La información les llega a través de veinte canales de telemedida instalados en el morro del cohete. Hay también una pantalla grande de televisión, así que puede observarse el comportamiento del cohete dentro del pozo cuando las bombas han comenzado a funcionar. Se ha dispuesto otro aparato de televisión para seguir el comienzo del despegue.

Al lado del bloque hay un montacargas que baja por la cara del acantilado. Muchos aparatos los han traído por mar y luego se han subido hasta aquí en el montacargas. Eso que se oye, que parece un gemido, es la central eléctrica que hay allí —hizo un gesto vago en dirección a Dover—. Los barracones de los operarios y la casa están protegidos por un muro blindado, pero cuando hagamos el lanzamiento no habrá nadie en kilómetro y medio a la redonda, excepto los especialistas del ministerio y el equipo de la BBC, que estarán dentro del puesto de lanzamiento. Espero que resista la sacudida. Walter dice que el pozo y buena parte de la pista de cemento se fundirán a causa del calor.

Eso es todo. No hay nada más que necesite saber hasta que entremos. Acompáñeme.

Bond volvió a detectar el abrupto tono de mando. Lo siguió en silencio a través de la extensión de terreno iluminada por la luna, hasta que llegaron al muro que sustentaba la cúpula. Una bombilla roja desnuda brillaba sobre una puerta revestida con una plancha de acero que se habría en el muro. Iluminaba un cartel de gruesas letras que, en inglés y alemán, decía: Peligro de muerte. Prohibida la entrada cuando la luz roja esté encendida. Llame al timbre y espere.

Drax pulsó el botón que había debajo del cartel y se oyó el amortiguado timbre de llamada.

—Puede que alguien esté trabajando con oxiacetileno o realizando alguna otra tarea delicada —explicó—. Si se distrae durante una fracción de segundo porque alguien entra, podría producirse un error muy caro. Todos dejan las herramientas cuando suena el timbre, y vuelven a comenzar cuando ven de qué se trata. —Drax se apartó de la puerta y señaló hacia lo alto, donde se veía una hilera de rejillas de un metro veinte de ancho casi al final del muro—. Conductos de ventilación —explicó—. El aire acondicionado mantiene el interior a veintiún grados.

Abrió la puerta un hombre que llevaba una cachiporra en una mano y un revólver a la altura de la cadera. Bond siguió a Drax al interior de una pequeña antesala. No contenía nada más que un banco y una ordenada hilera de zapatillas de fieltro.

—Tiene que ponerse esto —dijo Drax mientras se sentaba y se quitaba los zapatos—. Podría resbalar y estrellarse contra alguien. Será mejor que también deje aquí su chaqueta. Veintiún grados es bastante calor.

—Gracias —respondió Bond, recordando que llevaba la Beretta en la sobaquera—. De hecho, yo no siento el calor.

Con la sensación de ser un visitante en una sala de operaciones, Bond siguió a Drax a través de una puerta de comunicación que los llevó a una pasarela de hierro y un tremendo resplandor de proyectores de haz, que hicieron que se llevara automáticamente una mano a los ojos y se aferrara con la otra a la barandilla que tenía ante sí.

Cuando apartó la mano de los ojos se encontró ante una escena de tal esplendor que durante varios minutos se quedó petrificado y sin habla, deslumbrado por la terrible belleza del arma más grandiosa de la tierra.