CAPÍTULO 24
Hora cero
—Entonces, ¿estamos todos de acuerdo?
—Sí, Sir Hugo —respondió el ministro de Suministros. Bond reconoció su gallarda silueta de actitud segura—. Esos son los parámetros. Esta mañana, mi gente los ha comprobado por su cuenta con el Ministerio del Aire.
—En tal caso, si me permite el privilegio…
Drax alzó la hoja de papel y comenzó a volverse hacia la cúpula de lanzamiento.
—Quieto, sir Hugo. Justo así, por favor. Con el brazo en el aire.
Los flashes destellaron, la batería de cámaras zumbó y chasqueó por última vez, y Drax giró sobre sí mismo y recorrió los pocos metros que lo separaban de la cúpula. A Bond le pareció que avanzaba mirándolo a los ojos a través de la rejilla situada sobre la puerta del pozo.
La multitud de reporteros y fotógrafos se dispersó, y sus integrantes avanzaron a toda prisa por la pista de cemento, dejando tras ellos sólo un grupo de funcionarios que charlaban nerviosamente en espera de que Drax volviera a salir.
Bond miró su reloj. Eran las doce menos cuarto. «Date prisa, maldito», pensó.
Por centésima vez repitió para sí las cifras que Gala le había hecho memorizar durante las horas de apreturas y dolor que habían seguido a su penosa prueba con el vapor, y por centésima vez movió las extremidades para mantener la circulación sanguínea.
—Prepárate —le susurró a la joven al oído—. ¿Estás bien?
Pudo sentir que la muchacha sonreía.
—Estoy bien.
Gala se obligó a no pensar en sus piernas cubiertas de ampollas y en el veloz descenso por la superficie rugosa del conducto de ventilación.
Oyeron el entrechocar metálico de la puerta, al que siguió el chasquido de la cerradura y, precedida por cinco guardias, la silueta de Drax apareció avanzando a grandes zancadas autoritarias hacia el grupo de funcionarios, con la hoja de cifras falsas en la mano.
Bond consultó el reloj. Las doce menos trece minutos.
—Ahora —susurró.
—Buena suerte —respondió ella con otro susurro.
Deslizamiento, raspaduras, desgarramientos. Sus hombros que se expandían con cuidado para contraerse luego; ampollas, pies ensangrentados buscando a tientas los cortantes tocones metálicos. Mientras su cuerpo tumefacto descendía por los doce metros de conducto, Bond rezaba para que la muchacha tuviera la fortaleza necesaria para resistir aquello cuando lo siguiera.
Al final, una caída libre de tres metros que le laceró la columna, una patada a la rejilla, y se encontró sobre el piso de acero; corrió hacia las escaleras, dejando un rastro de huellas rojas y un reguero de gotas de sangre que caían de sus hombros en carne viva.
Las luces de arco habían sido apagadas, pero la luz diurna entraba a raudales por el techo abierto, y el azul del cielo, aunado al intenso brillo del sol, le dio a Bond la sensación de estar corriendo por dentro de un enorme zafiro.
La gran aguja mortal del centro podría haber estado hecha de vidrio. Mientras sudaba y jadeaba al subir por la interminable escalera de hierro, alzó la vista: le resultaba difícil distinguir dónde acababa la afilada punta del cohete y comenzaba el cielo.
Por debajo del tenso silencio que envolvía al brillante proyectil, podía oír un tictac rápido, mortal, el apresurado avance de diminutos piececillos metálicos en algún punto del interior del Moonraker. Llenaba la gran cámara de acero como un corazón latiente propio de un relato de Poe, y Bond supo que en cuanto Drax presionara el interruptor del puesto de lanzamiento que enviaría la onda de radio que atravesaría los doscientos metros que lo separaban del cohete, el tictac cesaría de modo repentino, se oiría como un suave gemido, una nubecilla de vapor surgiría de las turbinas, y a continuación el rugiente chorro de llamas que haría elevarse lentamente el cohete, el cual saldría majestuosamente para iniciar la gigantesca aceleración.
Y entonces vio ante sus ojos el brazo de la grúa como una pata de araña plegada sobre sí contra la pared; la mano de Bond se posó sobre la palanca y el brazo comenzó a extenderse con lentitud abajo y afuera, hacia la cuadrada línea finísima que había sobre el relumbrante fuselaje del cohete, que era la puerta de acceso a la cámara de giróscopos.
Bond, sobre manos y rodillas, estaba gateando por el brazo incluso antes de que los acolchados de goma se adhiriesen al metal pulido. Nivelado con la superficie había un disco del tamaño de una moneda de chelín, exactamente como le había dicho Gala. Presión, chasquido, y la pequeña puerta se abrió sobre su duro muelle. Dentro. «Cuidado con hacerte un tajo en la cabeza». Los brillantes botones de debajo de las rosas de los vientos. «Gira. Vuelve a girar. Quieto. Eso es para el balanceo. Ahora el cabeceo y la guiñada. Gira. Vuelve a girar. Muy suavemente. Ahora, quieto». Un último cambio. Una mirada a su reloj. Faltaban cuatro minutos. «No te dejes llevar por el pánico. Vuelve a salir». El chasquido de la puerta. Una huida de gato. «No mires abajo. Haz retroceder la grúa». Un golpe metálico contra la pared. «Y ahora las escaleras…».
Tic-tac-tic-tac.
Cuando bajaba disparado, captó un atisbo del tenso y pálido semblante de Gala, quien mantenía abierta la puerta exterior de la oficina de Drax. ¡Dios, cómo le dolía el cuerpo! Un último salto y un desmañado giro a la derecha. Un golpe metálico cuando Gala cerró la puerta exterior. Un segundo golpe metálico, y ya estaban atravesando la oficina para meterse en la ducha; el agua comenzó a caer sobre sus cuerpos trémulos, que se aferraban el uno al otro.
A través de todo el ruido, por encima de los fuertes latidos de su corazón, Bond oyó un crepitar de electricidad estática, y la voz del locutor de la BBC llegó hasta ellos a través del aparato de radio de la oficina de Drax, a pocos centímetros de distancia de la delgada pared del cuarto de baño. Había sido Gala quien se había acordado de la radio de Drax, y encontró tiempo para accionar los interruptores mientras Bond manipulaba los giróscopos.
—… habrá un retraso de cinco minutos —dijo la voz jovial, emocionada—. Hemos persuadido a sir Hugo para que pronuncie unas palabras ante nuestros micrófonos. —Bond cerró la ducha y la voz llegó hasta ellos con mayor claridad—. Parece muy confiado. Ahora está diciéndole algo al ministro, al oído. Los dos se ríen. Imposible saber de qué o por qué. Ah, aquí llega mi compañero con el último informe meteorológico del Ministerio del Aire. Veamos, ¿qué tenemos aquí? Unas condiciones perfectas en todas las altitudes. Tendremos un buen espectáculo. Ciertamente, aquí hace un día fantástico. Espléndido. Los curiosos que vemos a lo lejos, junto al puesto de la guardia costera, van a quedar bronceados por el sol. Hay varios miles de personas. ¿Cómo dices? ¿Veinte mil? Bueno, la verdad es que lo parece, desde aquí. Y Walmer Beach hierve también de gente. Todo Kent parece estar ahí fuera. Me temo que vamos a acabar todos con una tortícolis terrible. Peor que en Wimbledon. Bien… Pero, bueno, ¿qué sucede junto al embarcadero? ¡Por todos los cielos, acaba de emerger un submarino! ¡Qué espectáculo! Diría que es uno de los más grandes. Y el equipo de sir Hugo también está ahí abajo. Alineados sobre el embarcadero, como si estuvieran en un desfile. Un magnífico cuerpo de guardia. Ahora suben a bordo. Una disciplina perfecta. Debe de ser una idea del Almirantazgo. Proporcionarles un palco de privilegio en medio del canal. Es un espectáculo espléndido. Me gustaría que estuvieran aquí para verlo. Ahora sir Hugo viene hacia nosotros. Dentro de un momento se dirigirá a todos ustedes. Es un hombre de aspecto excelente. Todos los presentes en el puesto de lanzamiento lo aclaman. Estoy seguro de que hoy todos nosotros tenemos deseos de aclamarlo. Entra en el puesto de lanzamiento. Puedo ver el sol destellando en el morro del Moonraker, muy a lo lejos detrás de él. Asoma apenas por lo alto de la cúpula. Ojalá alguien tuviera una cámara. Ya está aquí. —Se produjo una pausa—. Con ustedes, sir Hugo Drax.
Bond miró la chorreante cara de Gala. Empapados y sangrando, permanecían de pie el uno en brazos del otro, silenciosos y temblando ligeramente a causa de la tormenta de sus emociones. Tenían los ojos en blanco y eran insondables cuando se encontraron y se sostuvieron la mirada.
—Majestad, hombres y mujeres del Reino Unido. —La voz era un gruñido aterciopelado—. Estoy a punto de cambiar el curso de la historia de este país. —Una pausa—. Dentro de unos minutos, las vidas de todos ustedes se verán alteradas, y en algunos casos, ejem, de forma drástica, por el, eh, impacto del Moonraker. Me siento muy orgulloso y complacido por el hecho de que el destino me haya elegido a mí, entre todos mis compatriotas, para lanzar esta gran flecha de la venganza hacia los cielos, y así proclamar para el resto de los tiempos, y ante los ojos de todo el mundo, el poderío de mi patria. Espero que este evento constituya por siempre más una advertencia de que el destino de los enemigos de mi país será escrito con polvo, con cenizas, con lágrimas, y —otra pausa—, con sangre. Y ahora, gracias a todos por escucharme, y espero sinceramente que aquellos de entre ustedes que puedan hacerlo, les repitan mis palabras a sus hijos, si los tienen, esta noche.
Una salva de aplausos más bien vacilantes salió por el altavoz del aparato, y luego volvió a oírse la voz jovial del presentador.
—Y ese era sir Hugo Drax, dirigiéndoles unas palabras a ustedes antes de atravesar el puesto de lanzamiento hasta el interruptor de la pared que encenderá al Moonraker. Es la primera vez que habla en público. Muy, ejem…, franco. No tiene pelos en la lengua. De todas formas, casi todos nosotros diremos que no hay ningún mal en ello. Y ahora ha llegado el momento de que le ceda la palabra al experto, el capitán de escuadrilla Tandy, del Ministerio de Suministros, que les describirá el proceso de lanzamiento del Moonraker. Después oirán a Peter Trimble, que se encuentra a bordo de una de las patrullas de seguridad naval, la HMS Merganzer, quien les describirá la escena que rodea al blanco. El capitán de escuadrilla Tandy.
Bond miró su reloj.
—Falta sólo un minuto —le dijo a Gala—. ¡Dios, cómo me gustaría ponerle las manos encima a Drax! Toma —añadió mientras cogía la pastilla de jabón y arrancaba unos trozos—, métete esto en los oídos cuando llegue el momento. El ruido va a ser terrible, y no sé cuánto calor tendremos que soportar. No durará mucho, y las paredes de acero nos protegerán.
Gala lo miró y sonrió.
—Si tú me abrazas, no será demasiado malo —dijo.
—… y ahora, sir Hugo tiene la mano sobre el interruptor y está mirando el cronómetro.
—Diez —irrumpió otra voz, profunda y sonora como el tañido de una campana.
Bond abrió el grifo de la ducha y el agua comenzó a caer sobre sus cuerpos abrazados.
—Nueve —resonó la voz del cronometrador.
—… los operadores del radar están observando las pantallas. No se ve sino más que una masa de líneas onduladas…
—Ocho.
—… todos llevan tapones para los oídos. El blocao tendría que ser indestructible. Las paredes de cemento tienen tres metros y medio de espesor. Con techo en forma de pirámide de ocho metros de grosor en la punta…
—Siete.
—… primero, la onda de radio detendrá el mecanismo temporizador que hay junto a las turbinas. Encenderá el molinete, un elemento llameante como una rueda de fuegos artificiales…
—Seis.
—… la válvula se abrirá. El combustible líquido, una fórmula secreta, una sustancia fantástica… descenderá de los tanques de combustible…
—Cinco.
—… y será encendido por el molinete cuando el combustible llegue al motor del cohete…
—Cuatro.
—… entre tanto, el peróxido y el permanganato se habrán mezclado, generarán vapor, las bombas de la turbina comenzarán a girar…
—Tres.
—… y bombearán el combustible ardiendo, que atravesará el motor y saldrá por la popa del cohete al interior del túnel de exhaustación. Un calor gigantesco… tres mil quinientos grados…
—Dos.
—… sir Hugo está a punto de pulsar el interruptor. Mira al exterior a través de la rendija. El sudor cubre su frente. Aquí reina un silencio absoluto. La tensión es tremenda.
—Uno.
Nada más que el ruido del agua que caía a chorro sobre los dos cuerpos abrazados.
—¡Ignición!
Al oír el grito, a Bond se le subió el corazón a la garganta. Sintió que Gala se estremecía. Silencio. Nada más que el ruido del agua…
—… sir Hugo ha abandonado el puesto de lanzamiento. Avanza con calma por el borde del acantilado. ¡Qué seguro se le ve! Ha subido al montacargas. Está bajando. Por supuesto, sin duda se dirige al submarino. La pantalla de televisión muestra que de la cola del cohete sale un poco de vapor. Unos segundos más y… Sí, ya se encuentra sobre el embarcadero. Mira hacia atrás y levanta un brazo en el aire. El buen sir Hu…
Un trueno suave llegó hasta Bond y Gala. Más fuerte. Más fuerte. Más fuerte. El suelo embaldosado comenzó a temblar bajo sus pies. Un alarido de huracán. Estaban siendo pulverizados por él. Las paredes trepidaban, desprendían vapor. Las piernas comenzaron a perder el control debajo de los cuerpos oscilantes. «Sujétala. Sujétala. ¡Párenlo! ¡¡Párenlo!! ¡¡¡paren ese ruido!!!».
¡Cristo!, iba a desmayarse. El agua estaba hirviendo. Tenía que cerrar el grifo. Ya lo tenía. No. La tubería estalló. Vapor, olor, hierro, pintura.
«¡Sácala de aquí! ¡¡Sácala de aquí!! ¡¡¡Sácala de aquí!!!».
Y luego se hizo el silencio. Un silencio que podía palparse, cogerse, abrazarse. Y se encontraron tendidos sobre el piso de la oficina de Drax. Sólo la luz del cuarto de baño continuaba encendida. Y el humo comenzó a disiparse. Y el asqueroso olor a hierro y pintura quemados era absorbido por el aparato de aire acondicionado. Y la pared de acero aparecía combada hacia ellos como una ampolla enorme. «Los ojos de Gala están abiertos y ella sonríe. Pero el cohete… ¿Qué ha sucedido? ¿Londres? ¿El Mar del Norte? La radio. Parece que está bien». Sacudió la cabeza y poco a poco se le pasó la sordera. Se acordó del jabón. Se lo quitó de los oídos.
—… roto la barrera del sonido. Está viajando en una línea recta perfecta por el centro de la pantalla de radar. Un lanzamiento impecable. Me temo que no han podido ustedes oír nada a causa del ruido. Ha sido tremendo. Primero, la gran lengua de llamas que salía del acantilado a través del pozo de escape, y luego deberían haber visto cómo ascendía lentamente el morro en lo alto de la cúpula abierta. Y luego, el gran lápiz plateado, vertical sobre la enorme columna de llamas y ascendiendo con lentitud por el aire, y las llamas cayendo a centenares de metros sobre el cemento. El rugido debe de haber estado a punto de reventarnos los micrófonos. Del acantilado han caído grandes trozos y el cemento parece una telaraña a causa de las grietas. Una vibración terrible. Y luego comenzó a subir más y más rápido. A ciento sesenta kilómetros por hora. A mil seiscientos. Y… —se interrumpió—. ¿Cómo dice? ¡¿De verdad?! ¡Y ahora se desplaza a dieciséis mil kilómetros por hora! Está ahí arriba, a ciento sesenta kilómetros de altura. Por supuesto, ya no podemos oírlo. Sólo pudimos ver su llama durante unos segundos, como una estrella. Sir Hugo debe de ser ahora un hombre orgulloso. Está ahí fuera, en el canal. El submarino ha salido disparado como un cohete, ajá, debe de estar navegando a más de treinta nudos. Deja tras de sí una estela enorme. Ahora está al este de las barcas-faro Goodwin. Avanza rumbo norte. Pronto se encontrará con los barcos patrulla. Habrán presenciado el lanzamiento y la caída. Ese viaje ha sido toda una sorpresa. Nadie aquí tenía ni idea. Incluso las autoridades navales parecen un poco perplejas. El comandante en jefe Nore ha hablado por teléfono. Por ahora, es cuanto podemos decirles desde aquí. Voy a pasar la transmisión a Peter Trimble, a bordo del HMS Merganzer, que se encuentra en algún punto de la costa este.
Sólo los bombeantes pulmones indicaban que los dos cuerpos laxos que yacían en el creciente charco de agua que se formaba en el piso, estaban aún con vida, pero sus maltratados tímpanos estaban desesperadamente pendientes del breve crepitar de electricidad estática que les llegó del aparato metálico ampollado a causa del calor. Ahora conocerían el resultado de su trabajo.
—Les habla Peter Trimble. Es una hermosa mañana. Bueno, una hermosa tarde, aquí. Estamos justo al norte de Goodwin Sands. El agua está quieta como un espejo. No hay viento. El sol brilla con fuerza. Y se informa que el área del objetivo se encuentra despejada de tráfico marítimo. ¿Es así, capitán de fragata Edwards? Sí, el capitán dice que totalmente despejada. Aún no se ve nada en la pantalla del radar. No estoy autorizado a decirles a qué distancia comenzaremos a captar al cohete. Por cuestiones de seguridad, claro está. Pero lo veremos sólo por unos segundos, ¿no es cierto, capitán? Aunque el objetivo sí que aparece en la pantalla. No lo vemos desde el puente, por supuesto. Debe de estar a unos ciento doce kilómetros al norte de aquí. Pudimos ver al Moonraker cuando se elevaba. Un espectáculo majestuoso. El ruido fue como el de un trueno. Una larga llama salía de su cola. Debíamos de tenerlo a dieciséis kilómetros de distancia, pero era imposible pasar por alto la luz que despedía.
¿Sí, capitán? Ah, sí, ya veo. Bueno, esto es muy interesante. Se aproxima un submarino a toda máquina. Lo tenemos a sólo un kilómetro y medio de distancia. Supongo que debe de ser el submarino que según se dice sir Hugo ha abordado con sus hombres. A ninguno de los aquí presentes se le notificó nada al respecto. El capitán Edwards dice que no responde a la luz de señales. No enarbola ninguna bandera. Todo es muy misterioso. Ahora lo veo. Aparece muy nítido en mis binoculares. Hemos cambiado de rumbo para interceptarlo. El capitán dice que no es uno de los nuestros. Piensa que debe de ser extranjero. ¡Vaya! Ha izado la bandera. ¡¿Qué es eso?!
¡Dios bendito! El capitán dice que es ruso. ¿Será posible? Y ahora ha arriado la bandera y se sumerge. Una detonación. ¿La han oído? Les hemos disparado en la proa. Pero ha desaparecido. ¿Qué es eso? El operador del sonar dice que avanza aún más rápido bajo el agua. Veinticinco nudos. Impresionante. Bueno, en inmersión no puede ver gran cosa. Ahora se encuentra justo en el área del objetivo.
Pasan doce minutos del mediodía. El Moonraker debe de haber girado ya y estará descendiendo. Se encuentra a mil seiscientos kilómetros de altura. Desciende a dieciséis mil kilómetros por hora. Estará aquí de un momento a otro. Espero que no vaya a producirse una tragedia. Los rusos están en plena zona de peligro. El operador de radar alza ahora una mano. Eso significa que está a punto de aparecer. Ya llega, ya llega… ¡Oh! Ni siquiera un susurro, ¡Dios! ¿Qué es eso?
¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡Una explosión tremenda! Una nube de humo negro asciende por el aire. Hay una ola gigante que viene hacia nosotros. Una gran muralla de agua que cae sobre nosotros. Ahí va el submarino. ¡Dios! ¡Ha salido despedido fuera del agua! Viene hacia aquí, ¡viene hacia aquí!…