CAPÍTULO 1
Burocracia secreta
Los dos calibre treinta y ocho rugieron simultáneamente.
Las paredes de la habitación subterránea recibieron el impacto sonoro y lo hicieron rebotar de un lado a otro entre ellas hasta que reinó el silencio. James Bond observó cómo el humo era absorbido desde los extremos de la habitación hacia el centro por el extractor del techo. El recuerdo que tenía de cómo su mano derecha había desenfundado y disparado con un solo gesto de barrido desde la izquierda, le infundía confianza. Deslizó lateralmente el tambor de su Colt Detective Special y esperó, con el revólver apuntando al suelo, mientras el instructor recorría los veinte metros que los separaban, por la galería de tiro a media luz.
Bond vio que el instructor sonreía.
—No le creo —dijo—. Esta vez le he dado.
El instructor llegó hasta él.
—Yo estoy en el hospital, pero usted está muerto, señor —declaró.
En una mano llevaba un blanco en forma de silueta de la mitad superior de un hombre. En la otra, una fotografía polaroid tamaño postal. Le entregó a Bond esta última, y ambos se encaminaron hacia una mesa que tenían detrás de sí, sobre la que había una lámpara de pantalla verde y una lupa grande.
Bond empuñó la lupa y se inclinó sobre la fotografía. Era una instantánea de él, tomada con flash. En torno a su mano derecha se veía un borroso destello de luz blanca. Enfocó cuidadosamente el lado izquierdo de su chaqueta oscura con la lupa. En el centro de su corazón había un diminuto punto de luz.
Sin decir una sola palabra, el instructor colocó la blanca silueta grande de hombre bajo la lámpara. Su corazón era el centro del blanco de unos siete centímetros y medio. Justo debajo del mismo y a poco más de un centímetro a la derecha, estaba el orificio que había hecho la bala de Bond.
—Ha atravesado la pared estomacal por la izquierda y salido por la espalda —dijo el instructor, satisfecho. Sacó un lápiz e hizo una suma en un lateral del blanco—. Veinte disparos, y calculo que me debe setenta y seis, señor —declaró con tono impasible.
Bond se echó a reír. Contó algunas monedas.
—Doblo las apuestas para el próximo lunes —dijo.
—Por mí, está bien —respondió el instructor—, pero no podrá derrotar a la máquina, señor. Y si quiere entrar en el equipo que competirá en el Dewar Trophy, deberíamos darles un descanso a los treinta y ocho y dedicar algún tiempo a las Remington. Ese nuevo cartucho del veintidós largo que acaban de sacar va a significar al menos 7900 en 8000, para ganar. La mayoría de sus proyectiles tienen que entrar dentro del círculo central, y no es más grande que una moneda de un chelín cuando se la tiene debajo de la nariz. A cien metros, desaparece.
—Al demonio con el Dewar Trophy —dijo Bond—. Lo que quiero es su dinero. —Sacudió el arma para extraer las balas que no había disparado, las dejó caer en la mano y las depositó, junto con el revólver, sobre la mesa—. Nos vemos el lunes que viene. ¿A la misma hora?
—Las diez está bien, señor.
Al tiempo que hacía bajar los dos picaportes de la puerta de hierro, el instructor sonrió, contemplando la espalda de Bond mientras este desaparecía por las empinadas escaleras de cemento que ascendían hasta la planta baja. Estaba complacido con la puntería de Bond, pero no se le habría ni ocurrido decirle que era el mejor tirador del Servicio Secreto. Sólo a M le estaba permitido saber eso, y a su jefe de Estado Mayor, a quien se le diría que añadiera las calificaciones de ese día en el expediente confidencial del agente.
Bond empujó la puerta forrada de fieltro verde que había en lo alto de las escaleras del sótano, la traspuso y avanzó hacia el ascensor que lo llevaría al octavo piso del alto edificio gris cercano al Regent’s Park, sede del cuartel general del Servicio Secreto británico. Estaba satisfecho por su índice de aciertos de la mañana, pero no se sentía orgulloso. El dedo índice de la mano derecha se le contraía dentro del bolsillo mientras se preguntaba cómo conseguir la ínfima fracción de rapidez precisa para derrotar a la máquina, aquel cajón de trucos que presentaba el blanco sólo tres segundos, disparaba contra él con una calibre treinta y ocho descargada, proyectaba sobre él un finísimo rayo de luz y lo fotografiaba, todo eso mientras él disparaba desde el interior del círculo trazado con tiza en el suelo.
Las puertas del ascensor se abrieron con un suspiro, y Bond entró. El ascensorista percibió el olor a pólvora que desprendía. Siempre olían así cuando subían de la galería de tiro. A él le gustaba; le recordaba el ejército. Pulsó el botón del octavo piso y descansó el muñón de su brazo izquierdo sobre la palanca de control.
«Si la iluminación fuese mejor…», se dijo Bond. Pero M insistía en que todos los disparos debían efectuarse en unas condiciones medianamente malas. La luz mortecina y un blanco que disparase al tirador, era lo máximo que podía aproximarse a una réplica de las situaciones reales. «Acribillar a tiros un trozo de cartón no demuestra nada», era la única línea introductoria que figuraba en el Manual de defensa con armas de pequeño calibre.
El ascensor se detuvo con suavidad. Mientras entraba en el corredor verde amarillento clásico de los ministerios, y en el bullicioso mundo de jovencitas que transportaban expedientes, puertas que se abrían y cerraban, y timbres de teléfono que sonaban con sordina, Bond vació su mente de todo pensamiento referente al tiro al blanco y se preparó para las actividades de rutina de un día cualquiera en el cuartel general.
Avanzó hasta la última puerta de la derecha. Era tan anónima como todas las demás ante las que había pasado. Sin números. Si uno tenía algo que hacer en el piso octavo y su oficina no se encontraba situada en él, alguien iría a buscarlo, lo conduciría hasta la sala que quería visitar y luego lo dejaría en el ascensor cuando hubiese acabado.
Llamó a la puerta con unos discretos golpecitos y esperó. Consultó el reloj. Las once en punto. Los lunes eran un infierno. Dos días de órdenes escritas y expedientes que leer. Y los fines de semana eran días muy atareados en el extranjero. Los apartamentos vacíos podían ser desvalijados. Las personas eran fotografiadas en situaciones comprometidas. Los «accidentes» automovilísticos tenían mejor aspecto y se solventaban con mayor celeridad, en medio de la carnicería que cada fin de semana se organizaba en las carreteras. Las valijas de Washington, Estambul y Tokio habrían llegado y su contenido ya estaría clasificado. Tal vez hubiera algo para él entre todos los documentos.
La puerta se abrió y Bond disfrutó de su momento cotidiano de placer por tener una secretaria hermosa.
—Buenos días, Lil —saludó.
La cautelosa calidez de la sonrisa de bienvenida de ella descendió unos diez grados.
—Dame esa chaqueta —pidió la secretaria—. Huele a pólvora. Y no me llames Lil. Ya sabes que lo odio.
Bond se quitó la chaqueta y se la entregó.
—Cualquier ser a quien hayan bautizado con el nombre de Loelia Ponsonby debería habituarse a los sobrenombres.
Permaneció de pie junto a ella en la pequeña antesala, que la joven había logrado, de algún modo, que pareciese un poco más humana que una oficina tradicional, y observó cómo colgaba su chaqueta en la reja de hierro de la ventana abierta.
Era una muchacha alta y morena, con una belleza recatada e indómita, a quien la guerra y cinco años en el Servicio Secreto habían conferido un toque de severidad. A menos que se casara pronto, pensó Bond por centésima vez, o tuviera un amante, su frío aire de autoridad podría convertirse en el de una solterona, y Lil pasaría a engrosar el ejército de mujeres que se habían casado con una carrera profesional.
Bond ya le había dicho todo eso, con frecuencia, y tanto él como los dos otros miembros de la Sección 00 habían procedido a numerosos ataques decididos contra su virtud. Ella había mostrado con todos la misma serena actitud maternal (que ellos, para salvar su ego, calificaban de frigidez) y, apenas un día después, les dispensaba pequeñas atenciones y los trataba con amabilidad para demostrar que en realidad era culpa de ella y que los perdonaba.
Lo que no sabían era que la joven casi se moría de preocupación cuando ellos estaban en peligro, y que los quería a todos por igual; pero que no tenía la más mínima intención de comprometerse emocionalmente con ningún hombre que pudiera morir a la semana siguiente. Y era cierto que un puesto en el Servicio Secreto era casi una forma de esclavitud. Si una era mujer, no le quedaba mucho tiempo libre para otro tipo de relaciones. Para un hombre resultaba más fácil. Tenían una excusa para vivir aventuras esporádicas. Para ellos, el matrimonio, los hijos y el hogar quedaban fuera de discusión si querían ser de alguna utilidad en el «trabajo de campo», como lo llamaban cariñosamente. Pero, en el caso de las mujeres, un desahogo externo al Servicio Secreto las convertía automáticamente en un «riesgo para la seguridad», y la conclusión final era que contaban con la alternativa de renunciar a su puesto en el servicio y llevar una vida normal, o ser la concubina perpetua a todos los niveles.
Loelia Ponsonby sabía que ya casi había llegado a la edad de tomar una decisión, y todos sus instintos le decían que presentara la dimisión. Pero a cada día que pasaba, el drama y el romance de su mundo de Cavell-Nightingale[1] la ligaba con mayor fuerza a la compañía de las otras muchachas del cuartel general, y cada día se le hacía más cuesta arriba traicionar, mediante la dimisión, a la figura paterna en que se había convertido El Servicio.
Entre tanto, era una de las jóvenes más envidiadas del edificio, miembro del pequeño grupo de secretarias principales que tenían acceso a los secretos mejor guardados del Servicio Secreto —«Las Perlas y Traje Sastre[2]», como las llamaban las otras muchachas a sus espaldas, como irónica referencia a su supuesta procedencia de «County» y «Kensington»—, y por lo que concernía al departamento de personal, dentro de veinte años su destino sería esa única línea dorada al final de la Lista de Honores de Año Nuevo, entre las medallas para funcionarios del Consejo de Pesca, de Correos, del Instituto de la Mujer, hacia el final de las OBE[3]: «Señorita Loelia Ponsonby, secretaria jefe del Ministerio de Defensa».
Se apartó de la ventana. Llevaba puesta una blusa a rayas rosa caramelo y blancas, y una falda lisa azul oscuro.
Bond sonrió mirándola a los ojos color gris.
—Sólo te llamo Lil los lunes —dijo—, y señorita Ponsonby el resto de la semana. Pero jamás te llamaré Loelia. Parece el nombre de un personaje de una indecente quintilla jocosa. ¿Algún mensaje?
—No —replicó ella con brusquedad. Luego se suavizó—. Pero hay un montón de papeles sobre tu escritorio. Nada urgente. Pero es una cantidad horrorosa. Ah, y los rumores de «radio tocador» dicen que 008 ha salido de una pieza. Está descansando en Berlín. ¿No es fantástico?
Bond la miró de inmediato.
—¿Cuándo te has enterado de eso?
—Hará una media hora —replicó ella.
Bond abrió la puerta que daba a la oficina grande donde estaban los tres escritorios y la cerró a sus espaldas. Avanzó hasta detenerse junto a la ventana y miró el verdor de finales de primavera que cubría los árboles de Regent’s Park. Así que Bill lo había conseguido, después de todo. Había ido a Peenemünde[4] y regresado. Eso de que estaba «descansando en Berlín» sonaba mal. Debía de estar en muy malas condiciones. Bueno, tendría que limitarse a esperar noticias procedentes de la única filtración del edificio, el lavabo de las chicas, conocido como «radio tocador», para impotente furia del personal de seguridad.
Bond suspiró, se sentó ante su escritorio y atrajo hacia sí la bandeja de carpetas marrones que lucían la estrella roja de alto secreto. ¿Y qué se sabía de 0011? Hacía ya dos meses que se había desvanecido en la «Polvorienta media milla» de Singapur. No sabían ni una palabra desde entonces. Mientras que él, Bond, el número 007, el oficial más antiguo de los tres hombres del Servicio Secreto que se habían ganado el número doble cero, permanecía sentado ante su cómodo escritorio, dedicado al papeleo y a echarle los tejos a la secretaria de la sección.
Se encogió de hombros y abrió la primera carpeta con gesto resuelto. Dentro había un mapa detallado del sur de Polonia y de Alemania nororiental. Su rasgo distintivo era una meandrosa línea roja que conectaba Varsovia y Berlín. También había un memorando mecanografiado con el título: Vía principal: Una ruta de huida bien establecida desde Oriente a Occidente.
Bond sacó su pitillera negra de bronce de cañones y su encendedor Ronson ennegrecido por el óxido y los dejó a su lado sobre el escritorio. Encendió uno de los cigarrillos de mezcla macedonia con tres anillas doradas que Morlands, de Grosvenor Street, hacía para él; luego se acomodó en la silla giratoria acolchada y se inclinó sobre el escritorio para comenzar a leer.
Para Bond, era el típico comienzo de un día rutinario. Sólo dos o tres veces al año surgía una misión que requiriera sus particulares habilidades. Durante el resto del año no tenía más deberes que los de un acomodado veterano del servicio civil: horarios de trabajo elásticos entre las diez y las seis aproximadamente; almuerzo, por lo general en la cafetería del edificio; veladas jugando a las cartas en compañía de unos pocos amigos íntimos, o en el Cockford’s; o haciendo el amor, con una pasión más bien fría, con una de las tres mujeres casadas de similares inclinaciones; fines de semana jugando al golf con apuestas altas en los clubes de las cercanías de Londres.
No disfrutaba de vacaciones, pero por lo general le daban un permiso de quince días al final de cada misión, además de cualquier baja médica que pudiera ser necesaria. Ganaba mil quinientas libras esterlinas al año, el salario de un alto funcionario del servicio civil, y contaba con mil al año propias, libres de impuestos. Cuando estaba trabajando podía gastar cuanto quisiera, así que durante el resto del año podía vivir muy bien con las dos mil libras anuales netas que le quedaban.
Disponía de un apartamento pequeño pero cómodo en King’s Road, le servía una madura ama de llaves escocesa —un tesoro que se llamaba May— y conducía un Bentley coupé 4 ½ de 1930, con sobrealimentador que él mantenía expertamente a punto, de modo que podía correr a ciento sesenta kilómetros por hora cuando quería.
En estas cosas gastaba todos sus ingresos, y su ambición era tener la menor cantidad de dinero posible en el banco el día que lo mataran, como sabía que sucedería (al menos cuando estaba deprimido), antes de la edad límite, estipulada en los cuarenta y cinco años.
Dentro de ocho años más sería retirado automáticamente de la lista 00 y le asignarían un trabajo administrativo en el cuartel general. Al menos le quedaban ocho misiones duras. A lo mejor, dieciséis. Quizá veinticuatro. Demasiadas.
Cuando Bond acabó de memorizar los detalles de la «Vía principal», había ocho colillas de cigarrillo en el cenicero de vidrio. Cogió un lápiz rojo y ojeó por la lista de distribución de la cubierta. Comenzaba por «M», luego «J. de E. M.», y seguía con alrededor de una docena de letras y números y, al final, el «00». Ante este hizo una marca clara, firmó con la cifra 7 y arrojó la carpeta en la bandeja etiquetada con la palabra «Salida». Eran las doce en punto. Continuó con la siguiente carpeta de la pila y la abrió. Procedía de la División de Radio del Servicio de Inteligencia de la OTAN, «Sólo a título informativo», y se titulaba Signaturas de radio.
Bond atrajo hacia sí el resto de la pila y echó una mirada a las primeras páginas, donde estaban los títulos:
El inspectoscopio: una máquina para la detección de contrabando.
Filopon: un droga asesina japonesa.
Posibles puntos de escondite en los trenes. No. II. Alemania.
Los métodos de SMERSH. No. 6. Secuestros.
Ruta cinco hacia Pekín.
Vladivostock. Reconocimiento fotográfico hecho por el Thunderjet de Estados Unidos.
Bond no se sorprendió ante la curiosa mezcla que debía digerir. A la Sección 00 del Servicio Secreto no le concernían las operaciones en curso de otras secciones y puestos, sino sólo los antecedentes que pudieran resultar útiles o instructivos para los únicos tres hombres del servicio cuyos deberes incluían el asesinato…, a los que podría ordenárseles que mataran. No había ninguna urgencia para leer esos expedientes. No se requería ninguna acción por parte de él ni de sus dos colegas, excepto que cada uno de ellos anotara los números de los documentos que considerara que debían leer también los otros dos cuando regresaran al cuartel general. Cuando la Sección 00 hubiese acabado con este montón, los expedientes irían a parar a su destino final en «Archivos».
Bond volvió al documento de la OTAN.
»La forma casi inevitable —leyó— en que la personalidad se revela mediante detalles de las pautas de comportamiento, queda demostrada por las indelebles características del “pulso” de cada operador de radio. El “pulso”, o modo de pulsar para transmitir los mensajes, es identificable y reconocible para quienes tienen práctica en la recepción de mensajes. Para ilustrar esto, en 1943, la Oficina de Radio del Servicio de Inteligencia de Estados Unidos utilizó este hecho para determinar que la estación enemiga se encontraba en Chile y era operada por “Pedro”[5], un joven alemán. Cuando la policía chilena rodeó la estación, “Pedro” escapó. Un año más tarde, los escuchas expertos identificaron otro transmisor ilegal y pudieron reconocer a “Pedro” como su operador. Con el fin de disimular su “pulso”, estaba transmitiendo con la mano izquierda, pero el disimulo no resultó eficaz y fue capturado.
»La Investigación de Radio de la OTAN ha estado experimentando recientemente con una forma de “codificador” que puede sujetarse a la muñeca del operador con el objeto de interferir mínimamente con los centros nerviosos que controlan los músculos de la mano. Sin embargo…».
Sobre el escritorio de Bond había tres teléfonos. Uno negro para llamadas externas, uno verde para las internas, y uno rojo que sólo conectaba con M y con el jefe de Estado Mayor. Fue el ronroneo familiar del rojo el que rompió el silencio de la oficina.
Quien llamaba era el jefe de Estado Mayor.
—¿Puedes subir? —preguntó la voz agradable.
—¿M? —quiso saber Bond.
—Sí.
—¿Alguna pista?
—Sólo ha dicho que, si estabas por aquí, le gustaría verte.
—De acuerdo —respondió Bond, y colgó el receptor.
Recogió la chaqueta, le dijo a su secretaria que estaría con M y que no lo esperara, salió de la oficina y avanzó por el pasillo hasta el ascensor.
Mientras aguardaba a que llegase, pensó en las otras ocasiones en que, en medio de un día vacío, el teléfono rojo había roto repentinamente el silencio y lo había sacado de un mundo para enviarlo a otro. Se encogió de hombros: ¡Lunes! Debería haber esperado problemas.
El ascensor llegó.
—Noveno —dijo Bond, y entró.