CAPÍTULO 14
Dedos inquietos
Algo más de media hora antes, Gala Brand había apagado su cigarrillo de después de desayunar, apurado el resto del café, salido de su dormitorio y atravesado el terreno, con todo el aspecto de la secretaria personal con su inmaculada camisa blanca y la falda plisada azul oscuro.
A las ocho y media en punto estaba en su oficina. Sobre el escritorio encontró un fajo de teletipos del Ministerio del Aire, y su primer acto fue transferir un resumen del contenido de los mismos a un mapa meteorológico, trasponer la puerta de comunicación con la oficina de Drax y pinchar el mapa en el panel que colgaba en el ángulo de la pared contigua a la de vidrio, ahora en blanco. Luego pulsó el interruptor que iluminaba el mapa de pared, realizó algunos cálculos basados en las columnas de números que se hicieron visibles con la luz y anotó los resultados en el diagrama que había pinchado en el panel.
Había hecho lo mismo con cifras del Ministerio del Aire que se hacían cada vez más precisas a medida que se acercaba el día del lanzamiento de prueba, cada día desde que concluyeron las instalaciones y se emprendió la construcción del cohete dentro del pozo, y se había especializado tanto que ahora llevaba en la memoria las calibraciones de los giróscopos para casi cualquier variación meteorológica que se produjera a diversas altitudes.
Por eso le irritaba aún más que Drax pareciese no aceptar sus cifras. Cada día, cuando a las nueve en punto sonaba el timbre de advertencia y él descendía por la empinada escalera de hierro y entraba en su oficina, el primer acto era llamar al insufrible doctor Walter, y juntos calculaban de nuevo todas sus cifras y anotaban los resultados en la fina libreta negra que Drax llevaba siempre en el bolsillo trasero del pantalón. Sabía que esta era una rutina invariable y se había cansado de observarla a través del discreto agujero que había practicado, con el fin de poder enviarle a Vallance una relación semanal de los visitantes de Drax, en la fina pared que separaba ambas oficinas. El método era poco profesional pero resultaba eficaz, y poco a poco ella había trazado un cuadro completo de la rutina diaria que llegó a resultarle tan irritante. La irritaba por dos razones. Porque significaba que Drax no confiaba en sus cálculos y porque minaba su posibilidad de desempeñar algún papel, por modesto que fuera, en el lanzamiento final del cohete.
Resultaba natural que a lo largo de los meses hubiese acabado por sumergirse tanto en su tapadera como en su verdadera profesión. Para que la tapadera fuera completa, era fundamental que su personalidad estuviese tan realmente disociada como resultara posible. Y ahora, mientras espiaba, sondeaba y husmeaba la atmósfera que rodeaba a Drax para informar a su jefe de Londres, se sentía apasionadamente comprometida con el éxito del Moonraker, y su dedicación al servicio del cohete se había vuelto tan absoluta como la de cualquier otra persona de las instalaciones.
Y el resto de sus cometidos como secretaria de Drax se le hacía insufriblemente aburrido. Cada día había una abundante correspondencia dirigida al domicilio de Drax en Londres, que le hacía llegar el ministerio; y aquella mañana había encontrado el habitual montoncito de alrededor de quince sobres que la esperaba sobre el escritorio. Serían cartas de tres tipos: unas de solicitud, otras de maniáticos de los cohetes, y unas terceras profesionales, del agente de bolsa de Drax y de otros agentes comerciales. A estas, Drax les dedicaría réplicas breves, y el resto del día lo pasaría ella mecanografiando y archivando.
Así pues, era natural que su única obligación relacionada con el cohete destacara mucho en la aburrida jornada; y aquella mañana, mientras comprobaba y volvía a comprobar su plan de vuelo, estaba más que decidida a que sus cálculos fuesen aceptados cuando llegara el gran día. Y sin embargo, se decía a menudo, tal vez no cabía duda de que lo serían. Quizá los cálculos diarios que llevaban a cabo Drax y Walter antes de hacer las entradas en la libreta negra, no eran más que una comprobación de los realizados por ella. Ciertamente, Drax nunca había expresado dudas en cuanto al plan meteorológico ni a las calibraciones de los giróscopos que ella sentaba. Y cuando un día le preguntó directamente si sus cálculos eran correctos, le contestó con evidente sinceridad: «Excelentes, querida. Son de gran valor. No podríamos trabajar sin ellos».
Gala Brand regresó a su propia oficina y comenzó a abrir las cartas. Sólo quedaba trazar dos planes de vuelo más para el jueves y el viernes y luego, con sus cálculos o con otros —los que había en el bolsillo de Drax—, los giróscopos serían finalmente calibrados y el interruptor accionado para iniciar la ignición.
Se miró distraídamente las uñas de las manos y luego las tendió ambas ante sí con los dorsos vueltos hacia sus ojos. ¿Cuántas veces, durante el curso de entrenamiento en la Escuela de Policía, la habían enviado fuera junto con otras alumnas y le habían dicho que no regresara sin un bolso, una polvera, una estilográfica, incluso un reloj de pulsera? ¿Cuántas veces, durante los cursos, el instructor se había vuelto con rapidez y la había cogido por la muñeca, diciendo:
«Vamos, vamos, señorita. Eso parecía un elefante buscando un terrón de azúcar en el bolsillo de su cuidador. Vuelva a intentarlo».
Flexionó los dedos con tranquilidad y luego, ya tomada una decisión, volvió a ocuparse de la pila de cartas.
Pocos minutos antes de las nueve, sonó el timbre y oyó que Drax llegaba a la oficina. Un momento más tarde, volvía a abrir la doble puerta y llamaba a Walter. A eso siguió el habitual murmullo de voces cuyas palabras quedaban ahogadas por el suave zumbido del sistema de ventilación.
Dispuso las cartas en sus tres montones y se inclinó hacia delante, relajada, con los codos apoyados en el escritorio y el mentón descansando sobre las manos.
Capitán de fragata Bond. James Bond. Sin duda era un hombre joven, presumido, como había tantos en el Servicio Secreto. ¿Y por qué lo habían enviado a él en lugar de a alguien con quien ella pudiera trabajar, uno de sus amigos de la brigada especial, o incluso alguien del MI5? El mensaje del subdirector decía que no había nadie más disponible en tan poco tiempo y que este era uno de los hombres estrella del Servicio Secreto, que contaba con la total confianza de la brigada especial y con el visto bueno del MI5. Incluso el primer ministro había tenido que autorizarlo a operar, sólo en esta misión, dentro de Inglaterra. Pero ¿de qué utilidad podría ser aquel hombre en el poco tiempo que quedaba?
Probablemente dispararía bien, seguro que hablaba otros idiomas y era capaz de hacer un montón de trucos que podrían resultar útiles en el extranjero. Pero ¿qué podría hacer provechoso aquí, sin ninguna espía hermosa a la que hacer el amor? Porque ciertamente era muy apuesto. (Gala metió la mano automáticamente en su bolso para sacar la polvera. Se examinó en el pequeño espejo y se retocó la nariz con la borla). Bastante parecido a Hoagy Carmichael[35], en cierto sentido. El cabello negro que le caía sobre la ceja derecha. Más o menos la misma estructura ósea. Pero en su boca había un rictus un tanto cruel, y los ojos eran fríos. ¿Eran grises o azules? La noche pasada le había resultado difícil determinarlo. Bueno, en cualquier caso ella lo había puesto en su sitio y le demostró que no se sentía impresionada por los apuestos jóvenes del Servicio Secreto, por muy romántico que fuese su aspecto. En la brigada especial había hombres igual de guapos, y aquellos eran detectives reales, no simples personas inventadas por Phillip Oppenheim[36], con coches veloces, cigarrillos especiales con bandas doradas y pistolas en fundas sobaqueras, tal como había advertido (e incluso lo rozó ligeramente para cerciorarse).
En fin, suponía que tendría que representar algún tipo de pantomima de que trabajaba con él, de que le seguía la corriente, aunque sólo Dios sabía en qué dirección. Si ella había estado allí desde que se empezaron a construir las instalaciones sin detectar nada, ¿qué podía esperar descubrir ese Bond en un par de días? Por supuesto que había una o dos cosas que no acababa de entender. ¿Debía hablarle de Krebs, por ejemplo? Lo primero que había que hacer era procurar que no le estropeara su propia tapadera haciendo alguna estupidez. Tendría que mostrarse serena, firme y extremadamente cuidadosa. Pero eso no significaba, decidió cuando sonó el intercomunicador y recogió las cartas y la libreta de taquigrafía, que no pudiera mostrarse amistosa. Dentro de ciertos límites, claro está.
Con la segunda decisión tomada, abrió la puerta de comunicación y entró en la oficina de sir Hugo Drax.
Cuando regresó a su despacho media hora más tarde, encontró a Bond retrepado en su silla con el Whitaker’s Almanack abierto sobre el escritorio ante sí. Ella frunció los labios. Bond se levantó y la saludó con un alegre «buenos días». Gala respondió con un breve movimiento de cabeza, rodeó el escritorio y se sentó. Desplazó cuidadosamente el almanaque a un lado y colocó en su sitio las cartas y la libreta de notas.
—Podría tener una silla de más para las visitas —comentó Bond con una sonrisa que ella definió como impertinente—, y algo mejor para leer que libros de referencia.
Gala hizo caso omiso del comentario.
—Sir Hugo quiere verlo —informó—. Ahora mismo iba a ver si ya se había levantado.
—Mentirosa —dijo Bond—. Me ha oído salir a las siete y media. La he visto espiando entre las cortinas.
—No he hecho nada parecido —contestó, enfurruñada—. ¿Por qué iba a interesarme por un coche que pase?
—Ya le he dicho que usted oyó el coche —respondió Bond, que aprovechó su ventaja—. Y, por cierto, no debería rascarse la cabeza con el extremo redondo del lápiz cuando está tomando un dictado. Ninguna de las buenas secretarias personales hace eso.
Bond dirigió una mirada significativa hacia un punto inmediato a la jamba de la puerta y se encogió de hombros.
Las defensas de Gala se derrumbaron. «Condenado tipo», pensó. Le dedicó una sonrisa reticente.
—Bueno —dijo—. Vayamos, no podemos pasarnos toda la mañana jugando a los acertijos. De hecho, quiere vernos a los dos juntos y no le gusta que lo hagan esperar.
Se levantó, avanzó hacia la puerta de comunicación y la abrió. Bond la siguió y cerró la puerta a sus espaldas.
Drax se encontraba de pie y miraba el mapa de la pared iluminada. Se volvió cuando entraron.
—Ah, ya ha llegado —dijo al tiempo que dedicaba a Bond una mirada penetrante—. Pensaba que tal vez nos había abandonado. Los guardias informaron que había salido a las siete y media.
—Tenía que hacer una llamada telefónica —respondió Bond—. Espero no haber molestado a nadie.
—Hay un teléfono en mi estudio —precisó Drax con aspereza—. A Tallon le parecía bastante bueno.
—Ah, pobre Tallon —comentó Bond, evasivo.
En la voz de Drax había una nota de perdonavidas que le desagradaba particularmente, y de manera instintiva hacía que deseara bajarle los humos. En esta ocasión tuvo éxito.
Drax le echó una dura mirada que encubrió con una corta carcajada y un encogimiento de hombros.
—Haga lo que le plazca —dijo—. Tiene que hacer su trabajo. Siempre y cuando no altere la rutina de las instalaciones. Debe recordar —añadió con tono más razonable— que todos mis hombres están nerviosos como gatos en este momento, y no puedo permitir que se inquieten por sucesos misteriosos. Espero que hoy no quiera hacerles un montón de preguntas. Preferiría que no tuvieran nada más de lo que preocuparse. Aún no se han recobrado de lo sucedido el lunes. La señorita Brand puede contárselo todo acerca de ellos, y creo que todos sus expedientes están en la habitación de Tallon. ¿Les ha echado ya un vistazo?
—No tengo la llave del archivador —respondió Bond, fiel a la verdad.
—Lo siento, es culpa mía —replicó Drax. Se encaminó a su escritorio y abrió un cajón del que sacó un pequeño manojo de llaves que le entregó—. Tendría que haberle dado esto anoche. El inspector que trabajó en el caso me pidió que se las entregara a usted. Lo siento.
—Muchas gracias —dijo Bond. Hizo una pausa—. Por cierto, ¿cuánto tiempo hace que Krebs trabaja con usted?
Formuló la pregunta como si hubiera seguido un impulso. En la habitación se produjo un instante de silencio.
—¿Krebs? —repitió Drax.
Pensativo, regresó a su escritorio y se sentó. Se metió la mano en un bolsillo del pantalón y sacó un paquete de cigarrillos rematados con corcho. Sus dedos romos rompieron con torpeza el envoltorio de celofán. Extrajo un cigarrillo, se lo metió en la boca bajo la franja de pelo rojizo y lo encendió.
Bond estaba sorprendido.
—No sabía que se pudiera fumar aquí abajo —comentó, al tiempo que sacaba su propia pitillera.
El cigarrillo de Drax, como una diminuta astilla blanca en medio del rojo rostro grande, se agitó arriba y abajo al responder él sin quitárselo de la boca.
—Aquí sí que se puede —replicó—. Estas habitaciones son herméticas. En las puertas hay burletes de goma. Tienen ventilación independiente. Los talleres y generadores deben mantenerse separados del pozo y, en cualquier caso —los labios sonrieron en torno al cigarrillo—, yo tengo que poder fumar.
Drax se quitó el cigarrillo de la boca y lo miró. Pareció tomar una decisión.
—Usted me ha preguntado por Krebs —dijo—. Bueno… —dirigió a Bond una mirada significativa—, que esto quede entre nosotros, pero no confío del todo en ese hombre. —Alzó una mano amonestadora—. No es por nada concreto, por supuesto, o lo habría hecho despedir, pero lo he encontrado fisgando por la casa, y una vez lo sorprendí en mi estudio registrando mis papeles personales. Me dio una explicación perfectamente válida y dejé pasar el incidente con sólo una advertencia. Pero, para serle sincero, abrigo sospechas con respecto a ese hombre. Por supuesto, no puede causar ningún daño. Forma parte del personal de la casa, y a ninguno de sus miembros se les permite entrar aquí, pero —dirigió una mirada franca a los ojos de Bond— yo me inclino a pensar que usted debería concentrarse en él. Ha sido brillante por su parte que lo haya detectado tan pronto —añadió con respeto—. ¿Qué le ha hecho fijarse en él?
—Bueno, nada del otro mundo —respondió Bond—. Tiene un aire furtivo. Pero lo que acaba de decirme es interesante, y sin duda lo mantendré vigilado.
Se volvió hacia Gala, que había permanecido en silencio desde que entraron en la sala.
—¿Y qué piensa usted de Krebs, señorita Brand? —preguntó con tono cortés.
La muchacha se dirigió a Drax.
—Yo no sé mucho de estas cosas, sir Hugo —respondió con una modestia y un toque de impulsividad que Bond admiró—. Pero no confío en absoluto en ese hombre. No tenía intención de decírselo, pero ha estado husmeando en mi habitación, ha abierto cartas y cosas así. Me consta que lo ha hecho.
Drax estaba conmocionado.
—¿De verdad que ha hecho eso? —dijo. Aplastó el cigarrillo en el cenicero y apagó los fragmentos de brasa uno a uno—. Vaya con Krebs —murmuró, sin alzar la vista.