CAPÍTULO 10

La agente de la brigada especial

A las seis en punto de aquel atardecer de martes de finales de mayo, James Bond castigaba su voluminoso Bentley en el descenso del trecho recto que hay en la carretera de Dover antes de entrar en Maidstone.

Aunque conducía a mucha velocidad y con concentración, una parte de su mente repasaba los momentos transcurridos desde que había abandonado la oficina de M, cuatro horas y media antes.

Después de darle una breve descripción del caso a su secretaria y tomar un almuerzo rápido a solas en la cafetería, había urgido al taller que por el amor de Dios se apresurase a acabar con el coche y se lo entregara en su apartamento, con el depósito lleno, antes de las cuatro de la tarde. Luego había tomado un taxi para bajar hasta Scotland Yard, donde tenía una cita con el subdirector Vallance a las tres menos cuarto.

Los patios y la calle sin salida de Scotland Yard le habían recordado, como siempre, una prisión sin tejados. La iluminación cenital de tubos fluorescentes del frío corredor decoloraba las mejillas del sargento de policía, que le preguntó qué asunto lo llevaba allí y lo observó mientras firmaba la pequeña hoja de papel verde manzana. Lo mismo hacía con el rostro del agente de policía que lo guió por una corta escalera y a lo largo del desierto pasillo flanqueado por hileras de puertas anónimas, hasta la sala de espera.

Una mujer silenciosa de mediana edad, que tenía los resignados ojos de alguien que ya lo había visto todo, entró y dijo que el subdirector lo atendería dentro de cinco minutos. Bond se había acercado a la ventana para mirar hacia el patio gris que había abajo. Un agente que parecía desnudo sin su casco, había salido del edificio y atravesado el patio mientras mordía un panecillo abierto por la mitad y con algo en medio. Reinaba un profundo silencio, y el tráfico de Whitehall y el Embankment sonaba lejano. Bond se sentía como desanimado. Se estaba enredando con departamentos que le eran extraños. Quedaría desconectado de su gente y de las rutinas de su propio servicio. En aquella sala de espera ya se sentía fuera de su ambiente. Sólo los delincuentes y los informadores aguardaban en aquella habitación, o las personas influyentes que intentaban en vano librarse de una multa de tráfico o deseaban persuadir a Vallance de que sus hijos no eran realmente homosexuales[27]. Nadie podía hallarse en la sala de espera de la brigada especial por un motivo trivial. O bien pretendía denunciar a alguien, o iba para defenderse.

Al fin, la mujer acudió a buscarlo. Apagó el cigarrillo en la tapa de la lata de cigarrillos Player, que hace las veces de cenicero en todas las salas de espera de los departamentos gubernamentales, y la siguió al otro lado del corredor.

Después de la lobreguez de la sala de espera, el irrazonable fuego del hogar de la gran sala alegre parecía una trampa, algo así como el cigarrillo ofrecido por un agente de la Gestapo.

Bond había necesitado cinco minutos completos para sacudirse de encima la depresión y darse cuenta de que Ronnie Vallance se sentía aliviado al verlo, que no estaba interesado en los celos interdepartamentales y que sólo deseaba que Bond protegiera el Moonraker y sacara a uno de sus mejores oficiales de lo que podría ser un mal asunto.

Vallance era un hombre de enorme tacto. Durante los primeros minutos habló sólo de M. Y lo hizo con conocimiento íntimo y sinceridad. Sin mencionar siquiera el caso, se había ganado la amistad y cooperación de Bond.

Mientras cambiaba de un carril a otro por las atestadas calles de Maidstone, reflexionó que ese don que poseía Vallance tenía su origen en veinte años de evitar meterse en el terreno del MI5, de trabajar con la división uniformada de la policía y de habérselas con políticos ignorantes y diplomáticos extranjeros ultrajados.

Cuando Bond lo había dejado tras un cuarto de hora de intensa conversación, cada uno de ellos sabía que había ganado un nuevo aliado. Vallance había calibrado a Bond y sabía que Gala Brand recibiría toda la ayuda que él fuera capaz de prestarle y toda la protección que necesitara. También le inspiró respeto la manera profesional con que abordaba la misión y su ausencia de rivalidad con la brigada especial. En cuanto a Bond, experimentaba un profundo respeto por lo que había sabido de la agente de Vallance, y sintió que ya no estaba indemne y que tenía a Vallance y a la totalidad de su departamento detrás de sí.

Bond salió de Scotland Yard con la sensación de que había logrado el primer principio de Clausewitz[28]: había garantizado la seguridad de su base.

La visita que hizo al Ministerio de Suministros no había añadido nada a lo que ya sabía sobre el caso. Estudió el historial de Tallon y sus informes. El primero era bastante sencillo —toda una vida en inteligencia militar y seguridad en campaña—, y los segundos presentaban un cuadro de instalaciones técnicas muy activas y bien dirigidas: uno o dos casos de embriaguez, un robo insignificante, varias enemistades personales que habían desembocado en peleas y algún derramamiento de sangre leve, pero por lo demás las referencias eran de un equipo de hombres leales y muy trabajadores.

Luego había pasado una media hora insuficiente en la sala de explotación del ministerio, con el profesor Train, un hombre gordo y desaliñado de aspecto mediocre, aspirante al premio Nobel de Física del año anterior y uno de los más grandes especialistas del mundo en misiles teledirigidos.

El profesor Train se había encaminado hacia una hilera de enormes mapas de pared y había tirado de la cuerda de uno de ellos para desenrollarlo. Bond se encontró ante un diagrama a escala, de tres metros de ancho, de algo que se parecía a una V2[29] con grandes aletas.

—Bien —dijo el profesor Train—, usted no sabe nada sobre cohetes, así que le expondré este asunto en términos sencillos, sin llenarle la cabeza con un montón de cosas sobre los grados de expansión de las toberas, la velocidad de chorro y la elipse de Kepler. El Moonraker, como decidió llamarlo Drax, es un cohete monoetápico. Gasta todo el combustible para salir disparado al aire y luego busca el objetivo. La trayectoria de la V2 se parecía más a la de un proyectil disparado por un cañón. En el punto máximo de su trayectoria de trescientos veinte kilómetros, alcanzaba una cota de ascenso de unos ciento diez kilómetros de altura. Estaba alimentado por una mezcla muy combustible de alcohol y oxígeno líquido rebajada con agua para que no quemara el acero poco resistente, que era lo único que tenían para el motor. Se dispone de combustibles mucho más potentes, pero hasta ahora no habíamos podido conseguir mucho con ellos por esa misma razón, porque su temperatura de combustión es tan elevada que quemaría hasta el más resistente de los motores.

El profesor hizo una pausa y apoyó un dedo sobre el pecho de Bond.

—Todo lo que tiene que recordar de este cohete, mi querido señor, es que gracias a la columbita de Drax, que tiene una temperatura de fusión de alrededor de 3500 grados centígrados, cuando la de los motores de la V2 era de 1300, podemos usar un supercombustible sin quemar el motor. De hecho —miró a Bond como si este debiera sentirse impresionado—, estamos usando flúor e hidrógeno.

—Ah, ¿de verdad? —respondió Bond con reverencia.

El profesor le dirigió una mirada penetrante.

—Así que esperamos conseguir una velocidad de dos mil cuatrocientos kilómetros por hora y un alcance vertical de unos mil seiscientos kilómetros. Esto debería dar un alcance operacional de unos seiscientos cincuenta kilómetros, con lo cual todas las capitales europeas quedarían dentro del radio de alcance de Inglaterra. Algo muy útil —añadió con sequedad— en determinadas circunstancias. Pero, para los científicos, es sobre todo algo deseable como primer paso para salir de la Tierra. ¿Alguna pregunta?

—¿Cómo funciona? —preguntó Bond, respetuoso.

El profesor hizo un gesto brusco hacia el diagrama.

—Comencemos por el morro —dijo—. Primero viene la cabeza explosiva. Para el lanzamiento de prueba contendrá instrumentos atmosféricos, radar y cosas por el estilo. Luego están los compases giroscópicos para hacerlo volar en línea recta, el giróscopo de cabeceo y guiñada, y el giróscopo de balanceo. A continuación hay varios instrumentos menores, servomotores, suministro energético. Y por último los grandes tanques, con trece mil seiscientos kilos de combustible.

»En la cola tiene dos tanques pequeños para impulsar la turbina. Ciento ochenta kilos de peróxido de hidrógeno se mezclan con dieciocho kilos de permanganato potásico, y generan un vapor que hace funcionar las turbinas que tienen debajo. Esto acciona un conjunto de bombas centrífugas que hacen entrar el combustible principal en el motor del cohete, a una presión enorme. ¿Me sigue? —preguntó, mientras enarcaba una ceja dubitativa.

—Se parece mucho al principio del avión de reacción —dijo Bond.

El profesor pareció complacido.

—Más o menos —respondió—, pero el cohete lleva todo el combustible a bordo, en lugar de absorber el oxígeno exterior como el Comet. Bien —prosiguió—, el combustible se enciende en el motor y sale por detrás en un chorro continuo. Se parece bastante a lo que sería el retroceso continuado de un arma de fuego. Y este chorro proyecta el cohete al aire, como sucede en el caso de cualquier fuego artificial. Por supuesto, donde entra en juego la columbita es en la cola. Nos permite hacer un motor que no se funda con ese calor fantástico. Y luego —señaló—, esas son las aletas de cola que lo mantienen estabilizado al principio del lanzamiento. También están hechas de una aleación de columbita, o se desprenderían a causa de la colosal presión del aire. ¿Algo más?

—¿Cómo pueden estar seguros de que caerá donde ustedes quieren? —preguntó Bond—. ¿Qué impedirá que el viernes que viene caiga en La Haya?

—Los giróscopos se encargarán de eso. Pero, de hecho, el viernes no correremos ningún riesgo, y vamos a usar un dispositivo de guía por radar colocado en una balsa en medio del mar. En el morro del cohete habrá un transmisor de radar que captará el eco de nuestro dispositivo y se dirigirá automáticamente hacia él. Por supuesto —el profesor le dedicó una ancha sonrisa—, si alguna vez tuviéramos que usar el cohete en tiempos de guerra, sería de gran ayuda que hubiera un dispositivo de guía que transmitiera ondas desde el centro de Moscú, Varsovia, Praga, Montecarlo, o cualquier ciudad hacia la que quisiéramos lanzarlo. Probablemente dependería de su gente colocarlo en el lugar. Que tengan buena suerte.

Bond le dedicó una sonrisa ambigua.

—Una pregunta más —dijo—. Si usted se propusiera sabotear el cohete, ¿cuál sería la forma más fácil de hacerlo?

—Hay muchas —respondió alegremente el profesor—. Se puede echar arena en el combustible, arenisca en las bombas, practicar un agujero en cualquier punto del fuselaje o las aletas. Con esa potencia y a esas velocidades, el más mínimo fallo acabaría con él.

—Eso es muchísimo —comentó Bond—. Parece que usted tiene menos preocupaciones que yo acerca del Moonraker.

—Es una máquina maravillosa —respondió el profesor—. Volará sin problemas si nadie la manipula. Drax ha hecho un trabajo eficaz. Es un organizador magnífico. El equipo que ha reunido es brillante. Y esa gente haría cualquier cosa por él. Tienen muchísimo que agradecerle.

Bond cambió de marcha con un doble embrague como los corredores automovilistas e hizo girar al gran coche a la izquierda en la bifurcación de Charing; prefería la carretera despejada que pasa por Chilham y Canterbury a los embotellamientos de Ashford y Folkestone. El coche aceleró con un alarido hasta los ciento treinta kilómetros por hora en tercera y lo mantuvo con la misma marcha para tomar el viraje en horquilla que había en lo alto de la larga pendiente que ascendía hasta la carretera de Molash.

Y mientras metía la directa y escuchaba con satisfacción el tronar relajado del tubo de escape, se preguntó qué podía decirse de Drax. ¿Qué recibimiento iba a dispensarle Drax aquella noche? Según M, cuando oyó su nombre al otro lado del teléfono, guardó un momento de silencio.

«Ah, sí —había dicho luego—, ya lo conozco. No sabía que estuviera en esa profesión. Me interesaría echarle otro vistazo. Envíenlo. Espero que llegue a tiempo para cenar». Luego colgó.

La gente del ministerio tenía sus propios puntos de vista acerca de Drax. En sus tratos con él habían tenido la impresión de que se trataba de un hombre dedicado al Moonraker y completamente centrado en él, que no vivía para nada más que para el éxito del cohete, que llevaba a los hombres hasta el límite con sus exigencias, luchaba por las prioridades de materiales con otros departamentos y azuzaba al Ministerio de Suministros para que acreditara sus requerimientos ante el gabinete. Les desagradaban sus modales de bravucón, pero lo respetaban por su habilidad, su empuje y su dedicación. Y, al igual que el resto del Reino Unido, lo consideraban como un posible salvador de la patria.

Bueno, pensó mientras aceleraba por la recta de la carretera que había después del castillo de Chilham, también él podía ver esa imagen; y si iba a trabajar con el hombre debía ajustarse a la versión heroica. Si encontraba en Drax buena disposición, él apartaría de su mente todo el asunto del Blades y se concentraría en protegerlos a él y a su maravilloso proyecto de los países enemigos. Sólo quedaban unos tres días. Las precauciones de seguridad eran ya minuciosas, y Drax podría tomarse a mal cualquier sugerencia en cuanto a aumentarlas. No resultaría cosa fácil y habría que emplear una gran dosis de diplomacia. Diplomacia. No era su punto fuerte, como tampoco tenía relación alguna con lo que él sabía del carácter de Drax, se dijo.

Tomó el atajo de Canterbury por la vieja carretera de Dover y consultó el reloj. Eran las seis y media. Otros quince minutos hasta Dover y luego otros diez por la carretera de Deal. ¿Quedaba algún plan que trazar? La doble muerte estaba fuera de sus manos, gracias a Dios. «Asesinato seguido de suicidio en un rapto de enajenación mental», había sido el veredicto del juez de instrucción. Ni siquiera habían citado a la muchacha. Se detendría a tomar una copa en la posada «World Without Want» y hablaría con el posadero. Al día siguiente tendría que intentar olfatear al «gato encerrado» por el que Tallon había querido ver al ministro. No había ninguna pista al respecto. No se había encontrado nada en la habitación del muerto, que presumiblemente él ocuparía a partir de ahora. Bueno, en cualquier caso eso le proporcionaría mucho tiempo libre para revisar los papeles de Tallon.

Se concentró en la conducción mientras moderaba la velocidad al entrar en Dover. Se mantuvo a la izquierda y pronto ascendía saliendo otra vez de la ciudad para pasar ante el fantástico castillo de cartón piedra.

Sobre la colina había una masa de nubes bajas, y unas diminutas gotitas de lluvia cayeron sobre el parabrisas. Una brisa fría soplaba desde el mar. La visibilidad era mala y encendió los faros mientras avanzaba con lentitud por la carretera de la costa; los mástiles salpicados de rubíes de la estación de radar de Swingate se alzaban como petrificadas velas romanas a su derecha.

¿Y la muchacha? Tendría que ser cuidadoso en la forma de contactar con ella, y cuidadoso para no trastornarla. Se preguntó si le sería de alguna ayuda. Al cabo de un año de trabajo en las instalaciones, habría tenido todas las oportunidades de una secretaria personal de «el Jefe» para penetrar en la esencia de todo el proyecto… y de Drax. Y tenía una mente entrenada para la profesión particular de Bond. Pero tendría que estar preparado para la eventualidad de que se mostrara suspicaz, y tal vez resentida, ante el recién llegado que venía a introducir cambios. Se preguntaba cómo sería realmente. La fotografía de su hoja de servicio de Scotland Yard le había mostrado una muchacha hermosa, pero más bien severa, y cualquier rastro de poder de seducción había quedado difuminado por la chaqueta del uniforme de policía, carente de encanto.

Cabello: castaño rojizo. Ojos: azules. Estatura: 1,70 m. Peso: 57 kg. Cadera: 96 cm. Cintura: 66 cm. Busto: 96 cm. Señas particulares: un lunar en la parte superior del pecho derecho.

«¡Hmmm!».

Apartó los datos de su mente al llegar a un desvío a la derecha. Había una señal que decía «Kingsdown» y se veían las luces de una pequeña posada.

Aparcó delante y cortó el encendido. Por encima de su cabeza, un letrero que decía «World Without Want» en letras doradas chirriaba en la brisa salobre que llegaba desde lo alto de los acantilados que quedaban a unos ochocientos metros de distancia. Salió, estiró los miembros y avanzó hasta la puerta de la taberna. Estaba cerrada con llave. ¿Cerrada por limpieza? Probó con la puerta de al lado, que se abrió para dar acceso a un pequeño bar privado. Detrás de la barra, un hombre de aspecto imperturbable, en mangas de camisa, leía un periódico vespertino.

Al entrar Bond, alzó la mirada y dejó el periódico.

—Buenas tardes, señor —dijo, evidentemente aliviado de ver a un cliente.

—Buenas tardes —saludó Bond—. Un whisky largo con soda, por favor.

Se sentó ante la barra y esperó mientras el hombre servía dos medidas de Black and White y depositaba el vaso ante él junto con un sifón de soda.

Bond acabó de llenar el vaso con soda y bebió de un trago.

—Mal asunto lo que sucedió aquí anoche —comentó mientras dejaba el vaso sobre la barra.

—Terrible, señor —asintió el hombre—. Y malo para el negocio. ¿Es usted de la prensa, señor? No hemos tenido más que reporteros y policías entrando y saliendo de la casa todo el día.

—No —respondió Bond—. Vengo a ocupar el puesto del hombre al que descerrajaron de un tiro. El comandante Tallon. ¿Era uno de sus clientes habituales?

—Nunca había venido hasta anoche, señor, y vino a morir aquí. Ahora me han dejado fuera de los límites de las instalaciones durante una semana, y hay que pintar la taberna de arriba abajo. Pero debo decir que sir Hugo se ha portado muy bien en este asunto. Esta tarde me ha enviado cincuenta libras para pagar los desperfectos. Tiene que ser todo un caballero. Por aquí se ha hecho querer mucho por todos. Siempre es muy generoso y tiene una palabra amable para todo el mundo.

—Sí, es un buen hombre —asintió Bond—. ¿Vio usted cómo sucedía todo?

—No vi el primer disparo, señor. En ese momento estaba sirviendo una pinta de cerveza. Pero luego, por supuesto, miré. Y la condenada pinta se me cayó al suelo.

—¿Qué sucedió entonces?

—Bueno, todo el mundo había retrocedido, por supuesto. No había más que alemanes. Alrededor de una docena de ellos. Ahí estaba el cuerpo en el suelo y el tipo con el arma que lo miraba. Y de repente se pone firmes y levanta el brazo izquierdo. «Heil!», gritó, como hacían esos bastardos durante la guerra. Luego se metió el cañón del arma dentro de la boca. Y al instante siguiente —el hombre hizo una mueca— su cerebro estaba esparcido en todo mi condenado techo.

—¿Fue eso lo único que dijo después de disparar contra el otro? —preguntó Bond—. ¿Sólo «Heil!»?

—Sólo eso, señor. No parecen capaces de olvidarse de esa maldita palabra, ¿no cree?

—No —concedió Bond—, desde luego que no la olvidan.