11 No es serio este cementerio

Febrero.

Había quien decía que los sueños eran premonitorios, y tal vez fuese cierto. Pol soñó esa noche con algo muy extraño que lo dejaba intranquilo y lo despertó varias veces a lo largo de la noche. Durante los sueños, los recuerdos de la mente y las vivencias pasadas se iban mezclando hasta formar extrañas historias, muchas de ellas totalmente surrealistas, que a veces escondían alguna verdad que el soñador no estaba dispuesto a admitir cuando estaba despierto. Pol no paraba de dar vueltas en la cama, sudoroso, y se preguntó por qué la calefacción central de ese edificio era como un volcán en erupción. Cuando al fin consiguió dormirse ya eran las seis de la mañana y quedaba muy poco para volver a levantarse. Mientras intentaba dormir el silencio de la habitación era sepulcral, al menos hasta que un irritante sonido electrónico rompió la calma. El móvil de Pol chillaba alocado anunciando una llamada, y el chico, enfadado ante esa interrupción de su descanso, se levantó a cogerlo, refunfuñando y preguntándose quién sería capaz de llamarle a esas horas. No se sorprendió al ver en la pantalla que era su madre la que llamaba. «Sólo ella es capaz de llamarme a todas horas» pensó resignado, y descolgó la llamada para enterarse de qué quería esa pesada.

—¡Carallo, mamá, son las seis de la mañana! —Gritó sin ni siquiera saludar—. ¿Es que me tienes que llamar a todas horas?

—Hola Pol, perdona si te he despertado… pero es importante. —Contestó ella con una voz ronca y sollozando.

—¿Qué… qué pasa? —Se asustó Pol de inmediato ante el tono de voz de su madre.

—La abuela… ha muerto, Pol. —Susurró su madre afectada.

Pol tuvo que hacer un esfuerzo importante para no soltar el teléfono en ese momento. Estaba en estado de shock, no se esperaba una noticia así. Él quería mucho a su abuela, aún mas de lo que habría querido admitir muchas veces, y la idea de perderla de repente le resultaba extremadamente chocante y dolorosa. Apenas pudo balbucear unas palabras para preguntar qué había pasado. Su madre explicó que había sido un problema del corazón, la anciana ya arrastraba males de ese tipo desde hacía años, y murió mientras dormía en su habitación. Pol aún no podía creérselo. Cuando terminó de hablar con su madre se quedó un buen rato sentado en la cama, intentando asimilar la noticia, aunque no sabía muy bien cómo hacerlo. Si bien desde que vivía en Madrid había perdido mucho contacto con su familia en general y con su abuela en particular, aún mantenía vivo el recuerdo, y éste le mostraba en su mente los momentos mas felices que vivió con la anciana mujer. Su habitual sarcasmo, su risa, sus interminables partidas de solitarios de cartas, sus deliciosas croquetas… todo formaba un cúmulo de recuerdos que se agolpaban en su interior y formaban la imagen, aún más idealizada, de aquella persona que se fue para siempre. Tras unos momentos de reflexión, y dándose ánimos para continuar, se levantó dispuesto a hacer su maleta para ir unos días a Galicia a asistir al funeral de su abuela.

Horas mas tarde el autobús llegó a su destino y Pol se bajó con la pequeña mochila en la que había metido las pocas cosas que llevaba para esa breve visita a casa de sus padres. El cielo estaba nublado y en el ambiente se respiraba humedad, algo tan típico de las tierras del norte. Parecía que el día acompañaba a los sentimientos que Pol tenía dentro en esos momentos. Sin pensarlo más se dirigió a su casa, que no se encontraba lejos del centro del pequeño pueblo. Aunque aún eran las seis de la tarde ya había oscurecido lo suficiente como para que las luces de la calle estuviesen encendidas, y Pol pudo ver al fondo cómo unas tenues luces salían por las ventanas de la casa de sus padres. Eran demasiado tenues para ser las habituales. Se acercó a la puerta y dio un profundo suspiro antes de atreverse a llamar, como preparándose para lo que le esperaba, tocó el timbre y esperó. La puerta se abrió al poco rato, dejando a su padre frente a él mirándolo fijamente.

—Hola Pol, por fin llegaste. —Dijo muy serio—. Pasa anda, a ver si consigues tranquilizar a tu madre antes de que me vuelva loco.

—Hola Papá. —Saludó el chico tímidamente mientras entraba en la casa—. ¿Mamá está muy mal?

—Ya lo verás tu mismo. Me está desquiciando. —Contestó el padre, nervioso.

Pol sabía que su padre y su abuela materna nunca se habían llevado bien. Era un sentimiento mutuo por parte de ambos, aunque con los años habían aprendido a ignorarse el uno al otro, dejando de lado peleas absurdas que sólo consumían energía. Ahora que la anciana había muerto, su padre no lo consideraba una gran pérdida, pero intentaba guardar las formas ante la histeria de su mujer. Pol dejó la mochila en el recibidor y entró en el salón, encontrándoselo iluminado por al menos dos docenas de velas. Su madre, totalmente vestida de negro, lloraba desconsolada en el sillón, acompañada de una amiga que la cogía de la mano y estaba sentada a su lado. Pol se acercó y saludó a su madre y ésta al levantar la mirada y ver a su hijo, se levantó rápidamente a abrazarle. La mujer lloraba sin parar y Pol tuvo que pedirle que dejara de abrazarle si no quería asfixiarle. Después Pol saludó a las pocas personas que estaban en el salón dando el pésame a sus padres. Entre ellos había algunos familiares, primos y gente así que no veía desde hacía tiempo. Mientras bebía un café distraídamente, incapaz de soportar el silencio y la seriedad del ambiente se fijó en las personas que había allí. Se dio cuenta de que casi todos eran ancianos, amigos y familiares, todos gente muy mayor con bastantes años a sus espaldas, que parecían terriblemente acostumbrados a asistir a ese tipo de eventos. Pero entre ellos vio a un par de chicos jóvenes, que al instante recordó como unos primos que hacía tiempo que no veía. Eran los hijos de una de las hermanas de su madre, con los que recordó que iba al rio a bañarse cuando eran pequeños. Ahora estaban bastante mas crecidos que entonces, y también mucho mas guapos. Pol se arrepintió enseguida de ese sentimiento, no le parecía apropiado fijarse en chicos en el velatorio de su abuela, aunque por otro lado era la mejor forma de distraerse y combatir el aburrimiento de una tarde silenciosa y seria.

El entierro sería al día siguiente y había bastantes invitados. Al cabo de unas horas el velatorio se quedó vacío y sólo su madre y sus hermanas se quedaron guardando el cadáver de la anciana, que yacía en una habitación contigua. Pol no se había atrevido en toda la tarde a acercarse a ver el ataúd de su abuela, pensó que el mejor recuerdo que podía tener de ella era la imagen de cuando la vio por última vez, sonriente y animada como solía ser, y no fría e inmóvil en una caja de madera.

Al día siguiente un grupo de coches llegaron a la puerta de la casa a recoger el ataúd y a los familiares para llevarlos camino del cementerio a las afueras del pueblo. Pol subió al coche de su padre y se sentó en el asiento trasero, en el delantero su padre conducía mientras su madre seguía llorando en el asiento del copiloto. A cada sollozo de la mujer aumentaba la exasperación del hombre, que ya estaba cansado de todo aquello.

—Vale ya mujer, que has estado toda la noche igual. —Espetó finalmente.

—No me importa. Mi madre era lo que más quería en este mundo y se me ha ido, es normal que llore el dolor de su pérdida.

—¡Carallo, pues menudo funeral la organizaste! Si hasta el cura va a asistir personalmente al entierro y dar un sermón, eso no es normal. —Exclamó él con un bufido, ignorando los sentimientos de su mujer.

—Mi madre era un ser excepcional en vida. Lo menos que puedo hacer es que tenga un funeral digno de ella. Y el párroco está de acuerdo en darle una despedida especial.

—Podías haber gastado menos dinero, esa lápida va a costar un dineral.

—El dinero es el de los ahorros que ella tenía, se merece que lo gastemos en ella.

—¡Pero si está muerta! —Suspiró él sin comprender—. Deberíamos haberlo usado en algo que nos hiciera falta a nosotros.

Pol prefirió en esos momentos mirar por la ventana y distraerse con el paisaje, haciendo como que no oía aquella conversación. Sus padres siempre habían discutido y estaba bien claro que no iban a romper esa costumbre ni en el funeral de la abuela. Más aún habiendo dinero por medio. Cuando alguien moría era cuando se veía la calidad de algunas personas, pues siempre había buitres de rapiña al acecho de lo que había dejado el difunto, por muy pequeño que fuese su patrimonio, y cuanto más numerosa era la familia más posibilidades había de que surgieran disputas. Cuando además el difunto era alguien que pertenecía al núcleo central de la familia los problemas eran mayores, pues muchas veces con su pérdida se perdía el equilibrio y las personas se separaban, rompiéndose toda la estructura familiar como una pirámide de naipes a la que le faltaba una carta fundamental de su base.

Después del mal trago del coche, Pol vio después cómo sus padres eran capaces de fingir una total normalidad frente a las otras personas y se sintió mal por ello. Entraron en el antiguo cementerio hasta llegar a una zona donde ya estaba hecho un profundo agujero en el suelo, justo debajo de un frondoso árbol. A Pol le pareció un emplazamiento precioso, además esa mañana el sol brillaba fuerte después de las intensas lluvias de la noche anterior, y había dejado las hojas verde intenso del árbol brillando gracias a las gotas de agua que habían quedado atrapadas en su interior. Todo el suelo estaba cubierto de un fértil césped verde que casi daba al cementerio el aspecto de un parque y no el de un sitio donde la gente va a enterrar a sus seres queridos. Todos los familiares, Pol entre ellos, se sentaron en unas sillas negras de plástico que se habían colocado cerca del agujero donde se enterraría el ataúd. El cura del pueblo estaba también allí, dispuesto a decir unas últimas palabras de despedida a uno de los mas devotos miembros de su parroquia, como había sido la anciana. Pol se sentó junto a su madre mientras ésta, vestida de un negro riguroso, seguía sollozando, a veces en silencio, a veces con alguna expresión de dolor. Su padre mientras tanto se sentía incómodo en la silla y no paraba de moverse, deseando que aquello acabase cuanto antes. El sacerdote empezó a hablar pero Pol no le escuchó, a él nunca le interesó la religión y sus doctrinas. Siempre pensó que la Iglesia había sido una institución que se había aprovechado a lo largo de los siglos de la fe y la voluntad de las personas. El chico nunca dudó de la fe de los creyentes, entre ellos su difunta abuela, pero si de la manipulación que hacía la Iglesia de la misma. Él respetaba que alguien pudiera creer en Dios, pero le parecía totalmente inmoral que alguien se aprovechase de aquella creencia para mantener a una institución jerarquizada y machista que muchas veces, en vez de preocuparse de mantener y alentar la fe de sus creyentes, intentaba influir en asuntos de la vida política y social que estaban más allá de lo que se podían considerar como su campo de acción. Así pues, no hizo mucho caso al cura y, aburrido ante lo largo del discurso, empezó a observar a su alrededor. Intentó no mirar el ataúd, pues impresionaba bastante y no quería recordar algo así. Pasó del cura, el cual se encontraba leyendo en la Biblia una carta de San Pablo a los Corintios o alguna chorrada de esas. Miró una vez más el frondoso árbol y se maravilló de lo hermoso que era, entonces bajó su mirada y encontró sorprendido algo que le pareció mucho mas hermoso aún. Un chico joven, de unos 26 o 28 años, estaba apoyado en el árbol, mirando hacia otro lado y alejado del grupo. Iba vestido con unos ajustados y gastados vaqueros que ya mostraban algún roto, y una camiseta blanca de tirantes que dejaba a la vista su impresionante físico. Fumaba despreocupadamente mientras miraba hacia la dirección contraria a donde estaba Pol. El chico estaba alucinado, olvidó dónde se encontraba y lo que estaba diciendo el cura y no pudo dejar de mirar fijamente al extraño desconocido. Le sorprendía que con el frío que hacía el hombre tan sólo llevara una camiseta de tirantes, pero agradeció la casualidad, pues eso le permitió admirar sus magníficos brazos musculosos y su piel morena. El cuerpo del hombre parecía estar algo manchado, seguramente con restos de hierba y tierra, y Pol se preguntó por qué… hasta que vio una gran pala apoyada junto a él. El hermoso chico era el enterrador. Él había cavado el agujero en el que luego iban a depositar a su abuela. Por un momento Pol se sintió culpable de mirarle, pero no podía resistirse, incluso llegó a notar, avergonzado, que estaba empezando a excitarse con aquella visión. En ese momento el hombre volvió la mirada y se encontró con la suya. Pol se quedó congelado mientras el hombre lo miraba fijamente sin soltar el cigarro de su boca. Pol no sabía muy bien que hacer pero era incapaz de apartar la mirada. Después de unos segundos el enterrador, con todo el descaro del que era capaz, sonrió, y con la cara de Pol ardió de vergüenza. El chico no sabía qué pensar ni qué hacer. El hombre estaba buenísimo… pero estaba en el funeral de su abuela, y además era el enterrador, ¿sería correcto seguir mirando?, ¿sería una falta de respeto a su abuela o por el contrario ella hubiese preferido que la vida siguiera adelante? Finalmente, haciendo acopio de valor, y más por morbo que por convencimiento, Pol sostuvo su mirada. El enterrador no se había cortado nada y al ver que el chaval también le miraba sonrió de nuevo. Pol devolvió la sonrisa como pudo, forzando nervioso sus labios hasta conseguir un amago de tímida sonrisa. Entonces el desconocido le hizo una señal con una mano, indicando que lo acompañara. Pol no podía creérselo. El hombre empezó a andar y de vez en cuando se volvía para mirar atrás y averiguar si Pol lo seguía. Mientras, el chico se quedó pensando en si debía levantarse y seguir al tío bueno desconocido o era mejor quedarse donde estaba. No podía decidirse, al menos hasta que volvió a mirarle y vio el magnífico culo que tenía el desconocido y que se marcaba de forma morbosa en los pantalones vaqueros. Eso fue lo último, ya no podía más, susurró al oído de su madre que iba al aseo y se levantó. Cuando Pol se fue, su padre lo siguió con la mirada, entrecerrando los ojos en una mueca de curiosidad y, aunque jamás lo confesó, sabía perfectamente a dónde se dirigía su hijo, pues había presenciado toda la escena con sumo interés.

Pol siguió al desconocido durante unos 100 metros, alejándose del lugar del entierro, hasta un pequeño cobertizo de madera que se encontraba entre tres grandes árboles. El hombre llegó a la puerta y se volvió una vez más para asegurarse de que el chico lo seguía y entró dentro, dejando la puerta abierta. Pol se paró en la entrada y volvió a preguntarse si era bueno entrar ahí o no, dio un suspiró y finalmente entró. El cobertizo era muy pequeño. Y además estaba lleno de herramientas. Palas, picos, tijeras de podar, rastrillos, toda clase de artículos llenaban las paredes. Una pequeña mesa de madera ocupaba uno de los laterales, y frente a él estaba el desconocido, que lo miraba sin dejar de sonreír mientras apagaba su cigarrillo. Sin decir una palabra el hombre se acercó a Pol y alargó un brazo para cerrar la puerta detrás de él, encerrándoles a él y al chico en el pequeño cuarto. Pol estaba muy nervioso y tenía la boca abierta, intentaba sonreír y decir algo, pero sólo conseguía una absurda mueca sin sentido. El desconocido volvió a sonreír y lo agarró con las dos manos por los hombros, dándole la vuelta. Al principio Pol estaba sorprendido y nervioso, pero después las hormonas jugaron su papel y la excitación inundó su cuerpo. Era evidente que el desconocido también estaba excitado, pues sus suspiros le delataban. En ese momento, Pol volvió la cabeza y vio como el desconocido lo observaba sonriendo mientras se bajaba los pantalones. Pol pensó de repente en lo que estaba haciendo.

—Oye. —Dijo de repente algo asustado—. ¿Y si el cura termina su sermón? Nos pueden pillar.

—No te preocupes. —Lo tranquilizó el hombre con las primeras palabras que le oía—. He asistido a muchos funerales, se lo que tarda ese cura en terminar, y no es poco.

—Ah… pues… es un alivio ¿sabes? Porque yo…

—Cállate y bájate los pantalones. —Ordenó el enterrador mientras le volvía a empujar la cabeza con una mano.

Pol se bajó los pantalones, forzado por la mano y los empujones del hombre, más rápido de lo que ni él mismo podía creer. El enterrador echó el cuerpo de Pol sobre la mesa, pegando su cara a la superficie de madera y dejando su culo en pompa. Lo tenía bien sujeto con una mano a su espalda y Pol escuchó como el hombre escupía en la otra, se preguntó para qué. No tuvo que esperar mucho para averiguarlo. Notó un dolor repentino, acompañado de un intenso escalofrío cuando el desconocido le penetró. Pol reprimió un pequeño grito de dolor, pero el hombre no paró y siguió introduciéndose en su interior. Al principio, Pol pensó que iba a partirse en dos o que acabaría sangrando o alguna cosa así ante la brusquedad de su amante, pero poco después comprobó como, a pesar de que el enterrador era un poco rudo, sabía follar muy bien, y enseguida se relajó un poco y se adaptó a su ritmo. El hombre daba buenos empujones, muy excitado, y cada vez mas rápidos y profundos. Pol también empezó a encontrarse excitadísimo con aquella situación, y difícilmente podía recordar otro momento en el que hubiese tenido la polla tan dura como entonces. Unos espasmos y un suave grito de placer anunciaron a Pol que su amante estaba a punto de eyacular. Los últimos empujones fueron los mas intensos, y también los mas ricos para Pol, que también acabó eyaculando sin ni siquiera haber llegado a tocarse. El hombre había parado sus empujones, ya exhausto, pero no la había sacado y Pol notaba como su polla aún palpitaba en su interior. El chico volvió la cabeza para mirar a su amante desconocido y sonrió, éste le devolvió la sonrisa y acercó su cara a la suya para darle un profundo y morboso beso que a Pol le supo a manjar de dioses.

Después de volver a vestirse, Pol tuvo que volver corriendo al lugar del entierro, pues desde lejos vio cómo el cura ya estaba terminando con su discurso. Se sentó de nuevo en su asiento mientras vio que nada había cambiado desde que se había ido momentos antes. Excepto eso sí, la sonrisa del enterrador que volvía a mirarlo desde el árbol de una forma muy diferente. Esta vez Pol volvió a sonreír, ahora con complicidad mientras pensaba que ése había sido un funeral muy extraño y para nada como se lo había esperado. «No es serio este cementerio, ese enterrador es un peligro… y yo cada día soy mas puta» pensó medio divertido, medio arrepentido, y decidió dedicar los últimos momentos a escuchar las palabras finales del cura, que hablaban sobre el maravilloso reino de los cielos que esperaba a todos los que llevaran una vida casta y pura.