CAPÍTULO 20
LA CIUDAD DEL PESCADOR

on mucha, mucha suavidad el doctor despertó al hombre. Pero justamente en ese momento la cerilla volvió a apagarse y el hombre creyó que era Ben Alí que volvía, por lo que empezó a dar puñetazos al doctor en la oscuridad.
Sin embargo, cuando John Dolittle le dijo quién era y que tenía a su sobrino sano y salvo a bordo de su barco, el hombre se puso muy contento y pidió perdón al doctor por haberle pegado; claro que no le había hecho mucho daño, pues estaba demasiado oscuro para pegar bien. Entonces le dio al doctor un pellizco de rapé.
Y el hombre le contó que el Dragón de Berbería le había llevado a ese peñón, donde le abandonó, porque no había querido hacerse pirata, y que dormía en ese agujero, pues no había ninguna casa en el peñón donde protegerse del frío.
Luego dijo:
—No he comido ni bebido nada desde hace cuatro días. He vivido de rapé.
—¡Ya ve usted! —exclamo Yip—. ¿No lo dije yo?
Así que encendieron más cerillas y salieron por el pasadizo a la luz del día, y el doctor llevó al hombre rápidamente al barco para darle algo de sopa.
Cuando los animales y el niño vieron venir al doctor y a Yip con un hombre pelirrojo, empezaron a aplaudir y a gritar y a bailar por el barco. Y las golondrinas, en lo alto, se pusieron a silbar con todas sus fuerzas —y eran miles y miles—, para demostrar que ellas también se alegraban de que el valiente tío del niño hubiese aparecido. Hacían tanto ruido, que los marineros que estaban lejos, en medio del mar, creían que se avecinaba una gran tormenta.
—Escuchad la galerna que brama por el Este —decían.
Yip se sentía muy orgulloso, aunque hacía todo lo posible porque no se le notase. Cuando Dab-Dab le dijo:
—¡Yip, no tenía ni idea de que fueses tan listo! —el perro no hizo más que mover la cabeza y contestó:
—Oh, esto no tiene nada de particular. Para encontrar a un hombre hace falta un perro. Las aves no sirven para un asunto como éste.
El doctor preguntó al hombre dónde vivía, y les pidió a las golondrinas que guiasen el barco hacia allí primero. Y cuando llegaron a la tierra de la que el hombre les había hablado, vieron una pequeña ciudad de pescadores al pie de una montaña rocosa, y el hombre señaló la casa donde vivía.
Echaron el ancla y la madre del niño (que era hermana del hombre) bajó corriendo a la orilla para recibirles, riendo y gritando al mismo tiempo. Había pasado veinte días sentada en una colina mirando el mar y esperando que volvieran. Y le dio al doctor muchos besos, lo cual le hizo reír y ponerse colorado como un colegial. Y también quiso besar a Yip, pero éste escapó corriendo y se escondió dentro del barco.

—Es ridículo esto del besuqueo —dijo—. Yo no lo aguanto. Que vaya a besar a Gub-Gub, si es que quiere besar a alguien.
El pescador y su hermana no querían que el doctor se marchase tan pronto. Le rogaron que pasase unos días con ellos. Así que John Dolittle y sus animales se tuvieron que quedar en su casa todo un sábado, un domingo y la mitad del lunes.
Y los chiquillos del pueblo bajaban a la orilla y señalaban el gran barco anclado allí, y se decían unos a otros muy bajito:
—¡Mirad! Ése era un barco pirata, era de Ben Alí, el pirata más temible que jamás surcó las aguas de los Siete Mares. Ese viejecito de la chistera, que está viviendo en casa de la señora Trevelyan, le quitó el barco al Dragón de Berbería, y le ha convertido en un agricultor. ¡Quién lo hubiese pensado de él, que parece tan pacífico…! ¡Mirad las grandes velas rojas! ¡Qué aspecto tan terrible tiene ese barco!, ¡y que rápido es! ¿No os parece?
Durante esos dos días y medio que el doctor permaneció en la pequeña ciudad de pescadores, la gente le invitaba continuamente a tomar el té, a almorzar, a cenar y a toda clase de fiestas, y todas las señoras le enviaban ramos de flores y cajas de dulces. Y la banda de la ciudad tocaba bajo su ventana por la noche.
Finalmente, el doctor dijo:
—Tengo que volver a mi casa. Habéis sido realmente muy amables. Siempre lo recordaré. Pero debo volver a casa, tengo mucho que hacer.
Justo cuando el doctor estaba a punto de marcharse, apareció el alcalde de la ciudad acompañado de muchas otras personas vestidas con trajes de fiesta, y se paró delante de la casa en la que estaba viviendo el doctor, y todo el pueblo acudió para ver lo que iba a suceder.
Después de que seis muchachos tocaran sus brillantes trompetas, para que la gente se callase, el doctor salió a la escalera, y el alcalde pronunció estas palabras:
—Doctor John Dolittle, es un gran placer para mí entregar al hombre que libró los mares del peligro del Dragón de Berbería este pequeño obsequio de parte de los agradecidos ciudadanos de nuestra querida ciudad.
El alcalde sacó entonces del bolsillo un pequeño paquete y, desenvolviéndolo, le entregó al doctor un magnífico reloj con incrustaciones de diamantes de verdad.
Luego, el alcalde se sacó del bolsillo un paquete mayor y preguntó:
—¿Dónde está el perro?
Todo el mundo se puso a buscar a Yip. Finalmente, Dab-Dab lo encontró al otro lado del pueblo, en un establo, rodeado de todos los perros de aquellos contornos, que le miraban sin decir nada, llenos de admiración y respeto.
Cuando trajeron a Yip al lado del doctor, el alcalde abrió el paquete más grande, en el que había un collar de perro en oro macizo. Del gentío subió un fuerte murmullo de admiración cuando el alcalde se agachó y se lo puso alrededor del cuello con sus propias manos. En el collar estaban escritas en grandes letras estas palabras: YIP. El perro más listo del mundo.
Entonces, toda la multitud se trasladó a la orilla para despedirles, y después de que el pescador pelirrojo, su hermana y el niño hubieron dado las gracias al doctor y al perro una y otra vez, el gran barco de las velas rojas dio la vuelta hacia Puddleby y zarpó mar adentro, mientras la banda del pueblo tocaba en la orilla.