CAPÍTULO 18
LOS OLORES

l doctor dijo en voz alta:
—Hay que encontrar a tu tío. Eso es lo que ahora tenemos que hacer, pues ya sabemos que no se ha ahogado.
Entonces Dab-Dab se acercó a él y le susurró:
—Pida a las águilas que busquen a ese hombre. No hay ser vivo que vea mejor que un águila. Cuando están en el aire, a muchos kilómetros de altura, son capaces de contar las hormigas que andan por el suelo. Pídaselo a las águilas.
Así que el doctor envió a una de las golondrinas a buscar águilas.
Y al cabo de una hora, el pájaro volvió con seis águilas de diferentes especies: un Águila Imperial, un Águila Parda, un Águila Pescadora, un Águila Real, un Águila Buitre y un Águila de Mar de cola blanca. Eran el doble de altas que el niño y se posaron en la borda del barco, como si fuesen soldados cargados de espaldas, formadas en fila, severas, inmóviles, rígidas, mientras lanzaban miradas penetrantes aquí y allá con sus grandes y chispeantes ojos negros.
A Gub-Gub le aterrorizaban, y se escondió detrás de un barril. Dijo que sentía como si sus terribles ojos le traspasasen para ver la comida que había robado.
Y el doctor dijo a las águilas:
—Se ha perdido un hombre. Es un pescador pelirrojo con un ancla tatuada en el brazo. ¿Seríais tan amables de buscarlo? Este chico es el sobrino de ese hombre.
Las águilas no hablan mucho, y lo único que contestaron con sus voces roncas fue:
—Puede estar seguro de que haremos todo lo posible, ya que se trata de hacer un favor a John Dolittle.
Y emprendieron el vuelo. Gub-Gub salió entonces de detrás del barril para verlas partir. Y las águilas fueron subiendo cada vez a más y más altura, hasta que, cuando el doctor ya apenas las podía ver, se separaron y cada una se marchó en una dirección diferente: hacia el Norte, hacia el Este, hacia el Sur y hacia el Oeste. Parecían unos diminutos granos de arena negra que se deslizaban por el inmenso firmamento azul.
—¡Válgame Dios! —dijo Gub-Gub en voz muy baja—. ¡Qué altura! Están tan cerca del Sol que no sé cómo no se les abrasan las plumas.
Las águilas estuvieron ausentes durante mucho tiempo. Cuando volvieron era casi de noche, y le dijeron al doctor:
—Hemos explorado todos los mares y todos los países y todas las islas y todas las ciudades y todos los pueblos en esta mitad de la tierra, pero hemos fracasado. En la calle mayor de Gibraltar vimos tres pelos rojos en una carretilla delante de una barbería, pero no eran cabellos humanos, sino pelos de un abrigo de piel. No hemos encontrado rastro del tío de este niño en ninguna parte. Y si nosotras no le hemos visto, es que no está visible… Por John Dolittle hemos hecho todo lo que nos era posible.
Entonces los seis enormes pájaros pusieron en movimiento sus grandes alas y emprendieron el vuelo hacia sus hogares de las montañas y las rocas.
—Bueno —dijo Dab-Dab, después que se hubieron marchado—, ¿qué vamos a hacer ahora? Hay que encontrar al tío del chico, de eso no cabe duda. El muchacho es demasiado joven para andar solo rodando por el mundo. Los niños no son como los patitos: hay que cuidarlos hasta que son bastante mayores… ¡Ojalá estuviese aquí Chi-Chi! Él encontraría en seguida a este hombre. ¡El bueno de Chi-Chi! ¿Qué tal le irá?
—Si por lo menos estuviese Polynesia con nosotros —dijo el ratón blanco—. Él sí que encontraría en seguida una solución. ¿Os acordáis de cómo nos sacó a todos de la cárcel la segunda vez? ¡Caramba, qué listo era!
—Yo no tengo demasiada buena opinión de esas águilas —dijo Yip—. No son más que unas presumidas. Tendrán muy buena vista y todo lo que se quiera, pero cuando se les pide que busquen a un hombre, no lo encuentran y tienen la cara dura de volver y decir que, de no ser ellas, no hay quien pueda encontrarlo. Son sencillamente unas engreídas, como el perro lobo de Puddleby.
Tampoco tengo muy buena opinión de las chismosas marsopas. Lo único que han sido capaces de decirnos es que el hombre no estaba en el mar. No nos interesa saber donde no está, lo que queremos saber es dónde está.
—Oh, no hables tanto —dijo Gub-Gub—. Hablar es muy fácil; lo difícil es encontrar a un hombre cuando hay que buscarlo por el mundo entero. A lo mejor al pescador se le ha puesto blanco el pelo de preocupación por el niño, y por eso no le han encontrado las Águilas. No sabes nada. No haces más que hablar, pero no haces nada útil. Tú eres aún menos capaz de encontrar al tío del niño que las águilas, tú ni siquiera podrías hacer lo que han hecho ellas.
—¿Qué no podría yo? —dijo el perro—. Tú que sabes, ¡so estúpido!, ¡so pedazo de jamón viviente! Yo no lo he intentado todavía. ¡Espera y verás!

Entonces Yip se fue hacia el doctor y le dijo aún un poco enfadado:
—Pregunte al niño si lleva algo en los bolsillos que haya pertenecido a su tío.
El doctor se lo preguntó. Y el niño les enseñó un anillo de oro que llevaba colgado de una cuerdecita alrededor del cuello porque era demasiado grande para ponérselo en el dedo. Dijo que su tío se lo había dado cuando vieron venir a los piratas.
Yip olió el anillo y dijo:
—No sirve. Pregúntele si tiene alguna otra cosa que perteneciese a su tío.
Entonces el niño sacó del bolsillo un gran pañuelo rojo y dijo:
—Esto también era de mi tío.
Tan pronto como el niño sacó el pañuelo, Yip exclamó:
—¡Caramba, rapé! Rapé de una buena marca. ¿No lo oléis? Su tío tomaba rapé. Pregúnteselo, doctor.
El doctor volvió a preguntar al niño, que dijo:
—Sí, mi tío tomaba mucho rapé.
—¡Estupendo! —dijo Yip—. Ya le podemos dar por encontrado. Es coser y cantar. Dígale que encontraré a su tío en menos de una semana. Subamos para ver de qué lado viene el viento.
—Pero es de noche ahora —dijo el doctor—. ¡No puedes encontrarle en esta oscuridad!
—No necesito luz para buscar a un hombre que huele a rapé —dijo Yip mientras subía las escaleras—. Si el hombre oliese a algo difícil, como a cuerda o… agua caliente, sería diferente. Pero rapé… ¡Vamos, vamos!
—¿Huele a algo el agua caliente? —preguntó el doctor.
—Claro que sí —dijo Yip—. El agua caliente huele muy diferente que el agua fría. Pero los olores más difíciles son el del agua templada o el hielo. Una vez seguí a un hombre durante diez kilómetros, en una noche oscura, por el olor del agua caliente con que se había afeitado, pues el pobre hombre no tenía jabón… El viento es muy importante para poder olfatear a distancia. No debe ser un viento muy fuerte y, evidentemente, tiene que soplar del lado adecuado. Lo mejor de todo es una brisa suave, húmeda y continúa… ¡Ah! Este viento viene del Norte.
Entonces Yip se fue hacia la parte delantera del barco y olfateó el viento murmurando para sí:
—Alquitrán; cebollas españolas; aceite de queroseno; impermeables mojados; hojas de laurel espachurradas; goma quemada; cortinas de encaje que están lavando… No, me he equivocado, son cortinas de encaje colgadas para secar; y zorros, cientos de zorros pequeños, y…
—¿Hueles realmente a todas esas cosas con sólo este poco viento? —preguntó el doctor.
—¡Pues, claro! —respondió Yip—. Y ésos no son más que unos pocos olores de los más fáciles, de los fuertes. Cualquier perro callejero podría percibir todos esos olores aunque tuviese catarro de nariz. Espere y le diré algunos de los olores más difíciles que trae este viento, alguno de los más suaves.
Entonces el perro cerró los ojos, levantó el hocico y empezó a husmear, aspirando fuertemente el aire con la boca entreabierta.
Durante un largo rato no dijo nada y permaneció quieto como un muerto. Parecía que ni apenas respiraba. Cuando al fin empezó a hablar, era como si cantase tristemente en sueños.
—Ladrillos —murmuró muy bajito—, ladrillos amarillos muy antiguos que se desmoronan de viejos en la tapia de un jardín; la dulce respiración de unas vacas jóvenes que están en un arroyo de montaña; el tejado metálico de un palomar o, quizá, de un granero bajo el sol de mediodía; unos guantes de piel negra en el cajón de un escritorio de madera de nogal; una carretera polvorienta con un abrevadero de caballos bajo los sicomoros; pequeñas setas que nacen bajo las hojas podridas, y, y, y…
—¿Hay nabos? —preguntó Gub-Gub.
—No —contestó Yip—. No piensas más que en cosas de comer. No, no hay ningún nabo, y tampoco rapé; eso sí, hay muchas pipas y cigarrillos y unos pocos puros. Pero no hay rapé. Tenemos que esperar a que el viento venga del Sur.
—Sí, es culpa del viento… —dijo Gub-Gub—. Pero yo creo que eres un embustero, Yip. ¡A quién se le ocurre que vas a poder encontrar a un hombre en medio del océano sólo con el olfato! Ya te dije que no lo conseguirías.
—¡Mira —dijo Yip poniéndose realmente enfadado—, dentro de un momento te voy a pegar un mordisco en la nariz! ¡No pienses, porque el doctor no nos deja darte lo que te mereces, que puedes soltar cualquier impertinencia!
—¡Dejad de pelearos! —dijo el doctor—. ¡Dejadlo! La vida es demasiado corta. Dime, Yip, ¿de dónde crees que vienen todos esos olores?
—De Devon y de Gales en su mayoría —contestó Yip—. El viento viene de esa parte.
—¡Vaya, vaya! —dijo el doctor—. ¿Sabes que esto es realmente extraordinario? Tengo que anotarlo para mi nuevo libro. ¿Acaso podrías enseñarme a mí a oler así…? Pero, no, quizá sea mejor como estoy. Dicen que «lo mejor es enemigo de lo bueno». Bajemos a cenar. Tengo mucha hambre.
—Yo también —dijo Gub-Gub.