CAPÍTULO 12
MAGIA Y MEDICINA

uy, muy sigilosamente, asegurándose de que nadie le veía, Polynesia bajó del árbol y se fue volando a la cárcel.
Allí encontró a Gub-Gub sacando la nariz por la reja de la ventana para captar el olor a comida que llegaba de la cocina del palacio, y le dijo que llevase al doctor a la ventana porque quería hablar con él. Gub-Gub despertó al doctor, que estaba echando una siesta.
—Escuche —dijo el loro, al aparecer la cara de John Dolittle—, el príncipe Bumpo va a venir aquí esta noche para verle, y tiene que encontrar la manera de volverle blanco. Pero primero debe conseguir que le prometa que abrirá la puerta de la cárcel y le buscará un barco para hacer la travesía.
—Todo eso está muy bien —dijo el doctor—. Pero no es nada fácil convertir, a un hombre negro en un hombre blanco. Hablas como si se tratase de teñir un vestido. Y no es tan sencillo. Claro que… «Si el etíope puede cambiar su piel o el leopardo sus manchas…»[2]. ¿No sabes eso?
—Yo no entiendo de esas cosas —dijo Polynesia con impaciencia—. Pero no tiene más remedio que conseguir que el príncipe se vuelva blanco. Piense en algún medio para ello, piénselo bien. Le quedan muchas medicinas en el maletín. Hará lo que sea por usted si le vuelve blanco. Es la única oportunidad que tiene de salir de la cárcel.
—Bueno, a lo mejor es posible —respondió el doctor—. Vamos a ver… —y se dirigió hacia su maletín murmurando algo así como «cloro desprendido sobre el pigmento, o quizá sería mejor una pomada de cinc, como remedio temporal, esparciendo una capa más gruesa…».
En efecto, esa noche el príncipe Bumpo fue secretamente a la cárcel a ver al doctor y le dijo:
—Hombre Blanco, soy un príncipe desgraciado. Hace años fui en busca de la Bella Durmiente, de cuya existencia me había enterado por un libro. Y después de viajar por el mundo durante muchos días, al fin la encontré y la besé con mucha dulzura para despertarla, como indicaba el libro. Y lo cierto es que se despertó, pero al verme gritó: «¡Oh! Pero ¡si es negro!» y salió corriendo, y no sólo no se quiso casar conmigo, sino que, por el contrario, volvió a dormirse en otro lugar. Así que regresé, lleno de tristeza, al reino de mi padre. Ahora me han dicho que sois un mago maravilloso y que tenéis muchas pócimas poderosas. Así que he venido para pediros ayuda. Si me volvéis blanco, de manera que pueda presentarme ante la Bella Durmiente, os daré la mitad de mi reino y todo lo que me pidáis.
—Príncipe Bumpo —dijo el doctor mirando con recelo los frascos de su maletín—, si os pusiese el pelo de un bonito color rubio, ¿no bastaría eso para haceros feliz?
—No —contestó Bumpo—. No hay ninguna otra cosa que pueda satisfacerme. Tengo que convertirme en un príncipe blanco.
—Ya sabéis que es muy difícil cambiar el color de un príncipe —dijo el doctor—, una de las cosas más difíciles para un mago. ¿A vos os basta con que esté blanca la cara, verdad?
—Sí, eso me bastaría —contestó Bumpo—, porque llevaré una armadura brillante y guanteletes de acero, como los príncipes blancos, e iré a caballo.
—¿Es necesario que toda la cara esté blanca? —preguntó el doctor.
—Sí, por todas partes —contestó Bumpo—, y me gustaría también tener los ojos azules, pero supongo que eso sería muy difícil de conseguir.
—Sí que lo sería —dijo el doctor rápidamente—. Pero voy a hacer todo lo que pueda por vos. Sin embargo, tendréis que tener mucha paciencia. Ya sabéis que hay muchas medicinas de las que no se puede estar muy seguro. Quizá tenga que hacer dos o tres intentonas. Tenéis la piel fuerte ¿verdad? Bueno, está bien. Ahora acercaos aquí a la luz. Ah, pero antes de hacer nada tenéis que bajar a la playa y preparar un barco con víveres para que pueda atravesar el mar. Mas no digáis una palabra de esto a nadie. Y cuando haya hecho lo que me pedís, tenéis que sacarme a mí y a todos mis animales de la cárcel. ¡Prometedlo por la corona de Yoliyinki!
El príncipe lo prometió y se marchó para preparar un barco en la costa.
Cuando volvió y dijo que ya estaba preparado, el doctor pidió a Dab-Dab que trajese una palangana. Entonces mezcló en ella muchas medicinas y le dijo a Bumpo que metiese la cara.
El príncipe se inclinó hacia adelante y sumergió la cara hasta las mismas orejas. Así la mantuvo durante mucho tiempo: tanto tiempo, que el doctor empezó a ponerse terriblemente preocupado y nervioso, y no podía estarse quieto. Primero se apoyaba en una pierna, luego en la otra, mientras miraba todos los frascos que había utilizado en la mezcla y leía sus etiquetas una y otra vez. Entre tanto, un fuerte olor había invadido toda la cárcel: olía como a papel de embalar quemado.
Al fin, el príncipe levantó la cara de la palangana respirando profundamente. Todos los animales gritaron sorprendidos.
Cuando John Dolittle le dejó un espejito para que se viera, se puso a cantar y a bailar de alegría por la cárcel. Pero el doctor le dijo que no armase tanto jaleo y, después de cerrar el maletín de las medicinas a toda prisa, le pidió que abriese la puerta.
Bumpo le rogó que le dejase el espejo, pues era el único que había en el reino de Yoliyinki y quería pasar el día mirándose. Pero el doctor le dijo que lo necesitaba para afeitarse.
Entonces el príncipe sacó del bolsillo un manojo de llaves y abrió las grandes cerraduras dobles. Y el doctor y todos sus animales salieron corriendo lo más deprisa posible hacia el mar, mientras Bumpo, apoyado en el muro del calabozo vacío, les sonreía feliz. A la luz de la luna su gran cara brillaba como si fuese de marfil bruñido.
Cuando llegaron a la playa, vieron a Polynesia y a Chi-Chi que les estaban esperando en unas rocas, cerca del barco.
—Me da pena de Bumpo —dijo el doctor—. Me temo que esa pomada que he utilizado no le va a durar. Lo más probable es que cuando se despierte por la mañana esté tan negro como siempre. Por eso no quise darle el espejo. Claro que también es posible que continúe blanco, pues hasta ahora, nunca había utilizado esa mezcla. La verdad es que yo mismo me quedé sorprendido de que resultase tan bien. Pero no tenía más remedio que hacer algo. No podía estar fregando la cocina del rey el resto de mi vida. ¡Estaba tan sucia! La veía desde la ventana de la cárcel. Bueno, pobre Bumpo.
—Claro, se dará cuenta de que le hemos tomado el pelo —dijo el loro.
—No tenían por qué encarcelarnos —dijo Dab-Dab moviendo la cola airadamente—. No les hemos hecho nada malo.
—Pero él no tuvo nada que ver con eso —dijo el doctor—. Fue el rey, su padre, el que nos hizo encerrar. No fue culpa de Bumpo… No sé si volver y disculparme. Bueno…, lo que haré será enviarle unos caramelos cuando llegue a Puddleby. ¿Y quién sabe?, a lo mejor, después de todo, se queda blanco.
—La Bella Durmiente no le aceptaría por esposo aunque fuese blanco —dijo Dab-Dab—. A mí me gustaba más como era antes. No es por el color, es que es muy feo.
—Sin embargo, tenía buen corazón —dijo el doctor—. Era romántico, por supuesto, pero tenía buen corazón. Al fin y al cabo la bondad del corazón vale más que la belleza del cuerpo.
—Yo no me creo que encontrase a la Bella Durmiente —dijo Yip, el perro—. Seguro que le daría un beso a alguna campesina gorda que estaba durmiendo la siesta bajo un manzano. Me gustaría saber a quién irá a besar esta vez. ¡Qué historia tan tonta!
Entonces el testadoble, el ratoncito blanco, Gub-Gub, Dab-Dab, Yip y la lechuza, Tu-Tu, subieron al barco con el doctor. Sin embargo, Chi-Chi, Polynesia y el cocodrilo se quedaron en tierra porque África era su país, el país donde habían nacido.
Una vez en el barco, el doctor se asomó por la borda para ver el mar, y entonces se acordó de que no iba nadie con ellos para indicarles el camino de vuelta a Puddleby.
El inmenso, inmenso mar, le pareció terriblemente grande y solitario a la luz de la luna, y empezó a preguntarse si no se perderían en cuanto dejasen de ver tierra.
Pero cuando estaba pensando en ello, oyeron como un extraño susurro que venía de lo alto del cielo a través de la oscuridad de la noche. Y todos los animales dejaron de despedirse y se pusieron a escuchar.
El ruido fue en aumento. Parecía que se les iba acercando: era un sonido como el del viento de otoño cuando mueve las hojas de los chopos, o como el que produce la lluvia al caer con mucha intensidad sobre un tejado.
Yip, con el hocico hacia arriba y el rabo tieso, dijo:
—¡Son pájaros! ¡Miles de pájaros volando a gran velocidad!
Todos miraron hacia arriba y vieron miles y miles de pajarillos que, como una enorme multitud de diminutas hormigas, pasaban volando ante la cara de la luna. Muy pronto el cielo pareció llenarse de ellos, pero seguían llegando más y más. Eran tantos que, durante un rato, taparon completamente la luna, con lo que dejó de brillar y el mar se volvió oscuro y negro, como cuando una nube tormentosa pasa por delante del sol.
Al poco rato, todos los pájaros bajaron hasta muy cerca y, al pasar, rozaban el agua y la superficie de la tierra. El cielo de la noche volvió a quedarse despejado y la luna tornó a brillar como antes. Sin embargo, los pájaros ni llamaban, ni gritaban, ni cantaban; no emitían más sonido que el del frufrú de las plumas, que era cada vez más fuerte. Cuando empezaron a posarse en la arena, en las cuerdas del barco —en cualquier sitio y por todas partes, excepto en los árboles—, el doctor observó que tenían las alas azules y las pechugas blancas, y unas patas muy cortas cubiertas de plumas. Tan pronto como todos encontraron donde posarse, repentinamente, no se volvió a oír nada: todo quedó en un absoluto silencio; la tranquilidad era total.
En el silencio del claro de luna se oyó a John Dolittle decir:
—No tenía ni la menor idea de que hubiésemos estado en África tanto tiempo. Será casi verano cuando lleguemos a casa, pues estas aves son las golondrinas que vuelven. Golondrinas, os doy las gracias por habernos esperado. Es muy amable por vuestra parte. Ahora ya no hay miedo de que nos perdamos en el mar… ¡Levad el ancla y desplegad las velas!
Al zarpar el barco y empezar a avanzar sobre las aguas, los que se quedaban en tierra, Chi-Chi, Polynesia y el cocodrilo, se pusieron muy tristes, pues nunca habían conocido a nadie a quien hubiesen llegado a querer tanto como al doctor John Dolittle de Puddleby.
Y después de haberle dicho adiós una y otra vez, se quedaron sobre las rocas llorando amargamente y saludándole hasta que el barco se perdió de vista.
