CAPÍTULO 7
EL PUENTE DE MONOS

a reina Ermintruda jamás, en su vida, había visto a su marido tan furioso como esa noche. Le rechinaban los dientes de ira. Llamó idiotas a todos. Le tiró el cepillo de dientes al gato del palacio. Anduvo alocado por todas partes en camisón, despertó al ejército y lo envió a la selva para atrapar al doctor. Luego ordenó que fuesen también todos sus criados —los cocineros, los jardineros, su barbero y el preceptor del príncipe Bumpo—, e incluso la reina, que estaba cansada de haber bailado toda la noche con unos zapatos que le quedaban estrechos, fue enviada a ayudar a los soldados.
Mientras tanto, el doctor y sus animales iban corriendo por el bosque, lo más deprisa posible, hacia la Tierra de los Monos.
Gub-Gub, como tenía las piernas tan cortas, se cansó pronto; y el doctor tuvo que cogerle en brazos, lo cual resultaba muy penoso, puesto que llevaban también el baúl y el maletín.
El rey de Yoliyinki pensó que a su ejército le resultaría fácil encontrarles, ya que el doctor desconocía el país y no sabría el camino. Pero estaba equivocado, porque el mono, Chi-Chi, conocía todos los senderos que atravesaban la selva, incluso mejor que los servidores del rey, y llevó al doctor y a sus animales a la parte más espesa del bosque, a un lugar donde jamás había llegado un hombre, y los escondió a todos en un gran árbol hueco que estaba entre unas rocas muy altas.
—Mejor será que esperemos aquí —dijo Chi-Chi— hasta que los soldados se hayan vuelto a la cama. Entonces podremos seguir hacia el País de los Monos.
Así que allí se quedaron toda la noche.
Con frecuencia oían a los hombres del rey hablar mientras exploraban aquella parte de la selva. Pero estaban fuera de peligro, pues nadie conocía ese escondrijo, ni siquiera otros monos, excepto Chi-Chi.
Finalmente, cuando la luz del día empezaba a traspasar las grandes hojas de las altísimas copas de los árboles, oyeron a la reina Ermintruda decir con una voz muy cansada que no valía la pena seguir buscando, que podían muy bien volver y dormir un poco.
Tan pronto como todos los soldados se hubieron marchado, Chi-Chi hizo salir al doctor y a todos los animales del escondite y emprendieron el camino hacia el País de los Monos.
Estaban muy, muy lejos y a menudo se sentían muy cansados, especialmente Gub-Gub. Pero cuando lloraba le daban leche de coco, que le gustaba mucho.
Tenían de sobra comida y bebida porque Chi-Chi y Polynesia conocían las diferentes variedades de frutas y verduras que crecen en la selva —como dátiles, higos, cacahuetes, batatas—, así como dónde encontrarlas. Con el zumo de las naranjas silvestres hacían un refresco que endulzaban con la miel que cogían de las colmenas que había en algunos árboles huecos. No importaba lo que pidiesen: Chi-Chi y Polynesia siempre conseguían lo que deseaban o, si no, algo parecido. Un día incluso encontraron tabaco para el doctor, pues se le había terminado el que llevaba y le apetecía fumar.
Por la noche dormían en tiendas de campaña hechas con hojas de palmera sobre gruesos y suaves lechos de hierba seca. Al cabo de algún tiempo se acostumbraron a andar mucho, ya no se cansaban tanto, y les divertía aquella vida viajera.
Pero siempre se alegraban cuando llegaba la noche y hacían un alto para descansar. Entonces el doctor encendía una pequeña hoguera con palos, y después de cenar, se sentaban alrededor para escuchar a Polynesia, que cantaba canciones sobre el mar, o a Chi-Chi, que les relataba historias de la selva.
Y algunas de las historias que contaba Chi-Chi eran muy interesantes, pues aunque los monos no tuvieron libros sobre su historia hasta que el doctor Dolittle se los escribió, conservan el recuerdo de todo lo que sucede porque se lo cuentan de padres a hijos. Y Chi-Chi habló de muchas cosas que su madre le había relatado —historias de hace mucho, mucho tiempo, de antes de Noé y el Diluvio—, de los tiempos en que los seres humanos se vestían con pieles de oso, vivían en los agujeros de las rocas, y comían la carne cruda porque no sabían guisar, pues no conocían el fuego. Y les habló de los gigantescos mamuts y de los lagartos —que eran tan largos como un tren—, que vagaban por los montes en aquellos tiempos mordisqueando las copas de los árboles. Y a veces le escuchaban con tanto interés que, hasta que había terminado de hablar, no se daban cuenta de que el fuego se había apagado del todo. Y entonces tenían que salir corriendo para buscar más leña y encender otro.
Ahora bien, cuando el ejército del rey volvió y le dijo a éste que no habían encontrado al doctor, el rey les ordenó que volvieran a la selva y permaneciesen allí hasta capturarle. Así que, durante todo este tiempo en que el doctor y sus animales avanzaban hacia el País de los Monos pensando que estaban a salvo, en realidad, los hombres del rey continuaban siguiéndole. Si Chi-Chi lo hubiese sabido, seguramente les hubiera vuelto a esconder. Pero no lo sabía.
Un día, Chi-Chi trepó a lo alto de una elevada roca para echar un vistazo por encima de las copas de los árboles, y cuando bajó dijo que estaban ya muy cerca del País de los Monos y que pronto llegarían.
Y esa misma noche, en efecto, vieron al primo de Chi-Chi y a otros muchos monos que todavía no se habían puesto enfermos, esperándoles encaramados en los árboles al borde de un pantano. Cuando vieron que el famoso médico venía de verdad, empezaron a armar un gran alboroto y le aclamaron con entusiasmo mientras agitaban grandes hojas y se columpiaban de rama en rama en señal de bienvenida.

Todos querían cargar con el maletín y el baúl y con todo lo que llevaba, y uno de los monos más grandes incluso cogió en brazos a Gub-Gub, que estaba muy cansado. Luego, dos de ellos se adelantaron para avisar a los que estaban enfermos que el gran médico, al fin, había llegado.
Lo malo fue que los hombres del rey, que aún les seguían, oyeron el griterío de los monos y, así, supieron dónde estaba el doctor, y aceleraron el paso para capturarle.
El mono grande que llevaba a Gub-Gub, iba el último porque andaba más despacio, por ello vio al capitán del ejército esconderse entre los árboles, y avisó al doctor para que corriese.
Todos echaron a correr lo más deprisa posible, y los hombres del rey, que venían detrás, empezaron a correr también. El capitán era el que más corría.
En ese momento, el doctor tropezó con su maletín de medicinas y se cayó en el barro. El capitán pensó que esta vez no se le escaparía.
Pero el capitán tenía las orejas muy largas y el pelo muy corto. Y al dar un salto hacia adelante para atrapar al doctor, se le enganchó una oreja en un árbol y el resto del ejército tuvo que pararse para ayudarle.
Mientras tanto, el doctor se había levantado y continuó corriendo y corriendo. De repente, Chi-Chi gritó:
—¡Adelante! Ya nos queda poco.
Llegaron a un precipicio muy escarpado al fondo del cual corría un río. Éste era el límite del reino de Yoliyinki y del otro lado del río estaba el País de los Monos.
Yip, el perro, miró entonces hacia el precipicio, que era muy profundo, y dijo:
—¡Caramba! ¿Cómo nos vamos a arreglar para pasar al otro lado?
—¡Ay! —exclamó Gub-Gub—. Los soldados del rey están ya muy cerca ¡Miradlos! Tengo miedo de que nos vuelvan a llevar a la cárcel —y se echó a llorar.
El mono grande que llevaba al cerdo, le dejó caer en el suelo y gritó a los otros monos:
—¡Chicos, un puente! ¡Rápido! ¡Haced un puente! No nos queda más que un minuto para hacerlo. Han desenganchado al capitán y viene a la velocidad de un gamo. ¡Hay que espabilar! ¡Un puente! ¡Un puente!
El doctor se preguntaba con qué irían a hacer un puente, y miró en torno suyo para ver si tenían maderos escondidos en alguna parte.
Pero cuando volvió a mirar al precipicio vio un puente que colgaba de un lado a otro del río hecho de monos vivos. Mientras estaba vuelto de espaldas, los monos, a la velocidad del relámpago, habían formado un puente agarrándose las manos y los pies unos a otros.
Y el mono grande gritó al doctor:
—¡Crúcelo! ¡Crúcenlo todos deprisa!
Gub-Gub tenía un poco de miedo a andar sobre un puente tan estrecho y a tanta altura del río que daba vértigo. Pero lo pasó muy bien, y lo mismo los demás.
John Dolittle fue el último en cruzar. Y justo cuando estaba llegando a la otra orilla, aparecieron los soldados del rey, que le amenazaron con los puños y chillaron de rabia, pues se dieron cuenta de que habían llegado tarde. El doctor y todos los animales estaban a salvo en el País de los Monos y el puente se replegó hacia el otro lado.

Entonces Chi-Chi se volvió hacia el doctor y dijo:
—Muchos eminentes exploradores y naturalistas de barba gris han permanecido durante muchas semanas escondidos en la selva esperando ver a los monos hacer este truco. Pero nunca, hasta ahora, hemos dejado que un hombre blanco lo contemple. Usted es el primero que ha visto el famoso «puente de monos».
Y el doctor se sintió muy satisfecho.