CAPÍTULO 2
EL LENGUAJE DE LOS ANIMALES

n buen día, el doctor estaba sentado en la cocina con el Vendedor de Carne para Gatos, que había venido a consultarle porque le dolía el estómago.

—¿Por qué no deja usted de ser médico de personas y se dedica a ser médico de animales? —le preguntó.

El loro, Polynesia, que estaba encaramado en la ventana contemplando cómo llovía mientras cantaba una canción marinera en voz baja, calló y se puso a escuchar.

—Mire, doctor —continuó el Vendedor de Carne para Gatos—, usted sabe mucho de animales, mucho más que los veterinarios. ¡Ese libro que usted escribió, sobre los gatos, es estupendo! Yo no sé escribir ni leer, si no, quizá escribiese algunos libros. Pero mi mujer, Teodosia, es una sabia, de verdad, y me leyó su libro. Bueno, pues es estupendo. No puede decirse otra cosa, es estupendo. Es como si usted fuese un gato, porque sabe cómo piensan los gatos. Y escuche: puede ganar mucho dinero curando animales. ¿No lo había pensado? Mire, yo le enviaría a todas las viejas que tuviesen gatos o perros enfermos. Y si no se pusiesen malos deprisa, podría echarles algo en la carne que les vendo para que enfermasen. ¿Comprende?

—Oh, no, no haga eso —dijo el doctor rápidamente—. Eso no estaría bien.

—Bueno, no quería decir que para que enfermasen de verdad —contestó el Vendedor de Carne para Gatos—. No echaría más que un poquito de alguna cosa para dejarles un poco pachuchos; eso es a lo que me refería. Pero tiene razón, quizá no estuviese bien hacer eso con los animales. De todas formas, se pondrán enfermos porque las viejas les dan siempre demasiado de comer. Y mire, todos los granjeros de la comarca que tuviesen caballos lisiados o corderos débiles vendrían aquí. Hágase médico de animales.

Cuando el Vendedor de Carne para Gatos se marchó, el loro se apartó de la ventana volando, se posó en la mesa del doctor y le dijo:

—Ese hombre tiene razón. Eso es lo que usted debía ser: médico de animales. Abandone a los seres humanos, puesto que no tienen bastante seso como para darse cuenta de que usted es el mejor médico del mundo. En su lugar, cuide a los animales, que ellos sí que se darán pronto cuenta. Hágase médico de animales.

—Oh, hay muchos veterinarios —dijo John Dolittle mientras sacaba los tiestos al alféizar de la ventana para que los mojase la lluvia.

—Sí, hay muchos —dijo Polynesia—. Pero ninguno sirve para nada. Escuche, doctor, y le diré una cosa. ¿Sabe usted que los animales hablan?

—Sabía que hablaban los loros —contestó el doctor.

—Nosotros los loros sabemos hablar dos lenguas: la lengua de los hombres y la de las aves —dijo Polynesia con orgullo—. Si digo «Polly quiere una galleta», usted me entiende. Pero escuche esto: Ka-Ka oi-ee, fee-fee.

—¡Dios mío! —exclamó el doctor—. ¿Qué quiere decir eso?

—¿Está ya caliente la papilla?, en el lenguaje de las aves.

—¡Caramba! ¡No es posible! —exclamó el doctor—. Nunca me habías hablado de esa forma.

—¿De qué hubiese servido? —dijo Polynesia sacudiéndose unas migas de galleta del ala izquierda—. Si lo hubiese hecho, no me hubiese comprendido.

—Dime alguna otra cosa —replicó el doctor lleno de ilusión precipitándose hacia el cajón del aparador, de donde volvió con el cuaderno de cuentas y un lápiz—. Pero no vayas muy deprisa, porque voy a apuntarlo. Esto es interesante, muy interesante, y completamente nuevo. Dame primero el abecedario de las aves, pero despacito.

Y así fue como el doctor llegó a saber que los animales tenían un lenguaje propio y que podían hablarse. Y toda esa tarde, mientras llovía, Polynesia estuvo sentada en la mesa de la cocina enseñándole las palabras que usan las aves, para que las apuntase en el cuaderno.

A la hora de merendar, cuando entró Yip, el perro, el loro dijo al doctor:

—Escuche, le está hablando.

—Lo que me parece a mí es que se está rascando la oreja —contestó el doctor.

—Es que los animales no siempre hablan con la boca —respondió el loro en voz muy alta arqueando las cejas—. Hablan con las orejas, con las patas, con el rabo, con todo. A veces no quieren hacer ruido. ¿No ve ahora cómo mueve hacia arriba un lado de la nariz?

—¿Qué quiere decir eso? —preguntó el doctor.

—Eso quiere decir: «¿No ve que ha dejado de llover?» —contestó Polynesia—. Le está haciendo una pregunta. Los perros casi siempre hacen las preguntas con la nariz.

Al cabo de un tiempo, con la ayuda del loro, el doctor llegó a aprender tan bien el lenguaje de los animales, que él mismo podía hablarles y entendía todo lo que decían. Entonces dejó de ser médico de personas del todo.

Tan pronto como el Vendedor de Carne para Gatos contó a todo el mundo que John Dolittle se iba a convertir en un médico de animales, muchas viejecitas empezaron a llevarle sus caniches y sus doguillos cuando se atiborraban de dulces; y había granjeros que venían de muy lejos con sus vacas y ovejas enfermas.

Un día le llevaron un caballo de tiro, y el pobre se puso muy contento al encontrar a un hombre que sabía hablar el lenguaje de los caballos.

—Verá, doctor —dijo el caballo— el veterinario que hay al otro lado de la colina no sabe nada. Lleva seis semanas tratando de curarme un tumor y lo que necesito son gafas. Me estoy quedando ciego de un ojo. No hay razón para que los caballos no usen gafas como las personas. Pero ese estúpido del otro lado de la colina ni siquiera me ha mirado los ojos. No ha hecho más que darme unas píldoras muy grandes. He tratado de decírselo, pero no entiende ni una palabra del lenguaje de los caballos. Lo que yo necesito son gafas.

—Naturalmente, naturalmente —contestó el doctor—. Te las voy a poner inmediatamente.

—Me gustaría que fuesen como las suyas —dijo el caballo—, pero de color verde para que me protejan los ojos contra el sol mientras estoy arando en el campo.

—Por supuesto —dijo el doctor—. Te las pondré verdes.

—Sabe usted, señor, lo malo es —dijo el caballo mientras el doctor le abría la puerta para que saliese—, lo malo es que hay mucha gente que cree que sabe curar a los animales sencillamente porque no se quejan. Y, en realidad, para ser un buen médico de animales hay que ser mucho más inteligente que para serlo de personas. El hijo de mi amo cree que se las sabe todas sobre los caballos. Me gustaría que le viese…, tiene la cara tan gorda que parece que no tiene ojos, y de sesos, tiene menos que el escarabajo de la patata. La semana pasada trató de ponerme una cataplasma de mostaza.

—¿Dónde te la puso? —preguntó el doctor.

—Oh, a mí no me la puso en ninguna parte —explicó el caballo—. Tan sólo intentó hacerlo. Le tiré de una coz al estanque de los patos.

—¡Vaya, vaya! —exclamó el doctor.

—Soy generalmente un ser muy tranquilo —dijo el caballo— tengo mucha paciencia con la gente, normalmente no armo jaleos. Pero ya era bastante con que el veterinario me diese una medicina equivocada, así que, cuando ese estúpido de cara rubicunda empezó a hacer el indio conmigo, sencillamente, no pude aguantar más.

—¿Le hiciste mucho daño al chico? —preguntó el doctor.

—Oh, no —respondió el caballo—. Le di una patada en buen sitio y ahora le está cuidando el veterinario. ¿Cuándo estarán mis gafas?

—Te las tendré la semana próxima —dijo el doctor—. Vuelve el martes. Buenos días.

Entonces John Dolittle consiguió unas bellas gafas verdes muy grandes, y el caballo de tiro dejó de estar ciego de un ojo y veía mucho mejor.

En seguida se hizo habitual ver animales domésticos con gafas por el campo en torno a Puddleby, y ya no había ningún caballo ciego.

Lo mismo ocurría con los demás animales que le llevaban. Tan pronto como se daban cuenta de que sabía hablar su lenguaje, le decían dónde les dolía y cómo se encontraban y, naturalmente, le resultaba fácil curarlos.

Así que todos estos animales iban y les contaban a sus hermanos y a sus amigos que había un médico en la casita pequeña con el gran jardín que era un médico de verdad. Y siempre que algún bicho se ponía enfermo, no solamente los caballos y las vacas y los perros, sino todos los animalillos del campo, como los ratones, los tejones y los murciélagos, acudían inmediatamente a su casa, en las afueras de la ciudad, de manera que su gran jardín estaba casi siempre atestado de animales que querían entrar para consultarle.

Eran tantos, que llegó el día en que tuvo que hacer unas puertas especiales para las diferentes especies.

Escribió CABALLOS, sobre la puerta principal, VACAS sobre la puerta lateral y OVEJAS sobre la puerta de la cocina. Cada especie animal tenía su propia puerta; incluso los ratones tenían un túnel diminuto hecho para ellos y que iba a dar a la bodega, donde esperaban pacientemente en fila a que el doctor fuese a verlos.

Así, al cabo de unos pocos años, todo ser viviente, a muchos kilómetros a la redonda, llegó a saber de la existencia de John Dolittle, M. V. Y las aves que emigraban a otros países en invierno, hablaban a los animales de tierras extranjeras sobre el maravilloso médico de Puddleby-on-the-Marsh, que sabía su lenguaje y les curaba cuando tenían alguna molestia. De esta forma se hizo famoso entre los animales de toda la Tierra, más famoso, incluso, de lo que había sido entre las gentes de su región. Y era feliz y estaba muy contento con la vida que llevaba.

Una tarde en que el doctor estaba muy ocupado escribiendo en un cuaderno, Polynesia se encontraba encaramado en la ventana —como lo estaba casi siempre— contemplando las hojas que iban de acá para allá movidas por el viento. Al cabo de un rato soltó una carcajada.

—¿Qué pasa Polynesia? —preguntó el doctor levantando la vista del cuaderno.

—Estaba pensando —contestó el loro, y siguió observando las hojas.

—¿Qué pensabas?

—Pensaba en los seres humanos —dijo Polynesia—. Me ponen enfermo. Se creen que son maravillosos. El mundo existe desde hace millones de años, ¿no es así? Y lo único que la gente comprende del lenguaje de los animales es que cuando un perro menea la cola quiere decir: «Estoy contento». Es gracioso, ¿verdad? Usted es el primer hombre que habla como nosotros. ¡Ay! A veces me indignan los hombres, se dan tanta importancia al hablar de los animales, de los que dicen que son bestias porque son mudos. ¡Mudos! ¡Ya! Pues yo conocí una vez un papagayo que sabía decir «Buenos días» de siete manera diferentes sin abrir ni una sola vez la boca. Sabía hablar todas las lenguas, hasta el griego. Un viejo profesor con barbas lo compró, pero no se quedó con él. Dijo que el anciano no hablaba bien el griego y que no podía aguantar el oírle enseñar la lengua mal. A veces me pregunto que habrá sido de él. Ese pájaro sabía más geografía que lo que jamás pueda llegar a saber ningún ser humano. La gente. ¡Caramba! Me imagino que si la gente llega alguna vez a aprender a volar como cualquier gorrión vulgar, ¡lo que vamos a oír hablar de ello!

—Eres un viejo pájaro muy sabio —dijo el doctor—. ¿Qué edad tienes en realidad? Sé que los loros y los elefantes a veces llegan a tener muchos años.

—No estoy del todo seguro de mi edad —contestó Polynesia—. No sé si tengo ciento ochenta y tres o ciento ochenta y cuatro. Pero sé que cuando llegué de África, el rey Carlos[1] estaba todavía escondido en el roble, yo le vi. Estaba muerto de miedo.