CAPÍTULO 4
LLEGA UN MENSAJE DE ÁFRICA

quel invierno fue muy frío, y una noche de diciembre en la que todos estaban sentados en torno a la chimenea de la cocina, mientras el doctor les leía en voz alta uno de los libros que había escrito en el lenguaje de los animales, la lechuza, Tu-Tu, dijo de repente:
—¡Sss! ¿Qué es ese ruido de fuera?
Todos se pusieron a escuchar y, al poco rato, oyeron que alguien corría. Entonces se abrió la puerta de par en par y el mono, Chi-Chi, entró precipitadamente, casi sin aliento.
—¡Doctor! —gritó—, acabo de recibir un mensaje de un primo mío de África. Hay una grave enfermedad entre los monos. Todos la están cogiendo y mueren a centenares. Han oído hablar de usted y le ruegan que vaya a África para curarles.
—¿Quién ha traído la noticia? —preguntó el doctor quitándose las gafas y dejando el libro.
—Una golondrina —dijo Chi-Chi—. Está fuera, en el aljibe.
—Tráela aquí al lado del fuego —dijo el doctor—. Debe de estar muerta de frío. ¡Las golondrinas emigraron hacia el Sur hace ya seis semanas!
Trajeron a la golondrina, que tiritaba muy acurrucada, y aunque al principio estaba un poco asustada, pronto se calentó y, posándose en la repisa de la chimenea, empezó a hablar.
Cuando hubo terminado, dijo el doctor.
—Me gustaría ir a África, especialmente ahora que hace este tiempo tan frío. Pero, desgraciadamente, no tenemos dinero suficiente para los billetes. Dame la hucha, Chi-Chi.
El mono subió y la cogió de la última balda del aparador.
Estaba vacía, ¡no había ni una sola peseta!
—Estaba seguro de que quedaban dos pesetas —dijo el doctor.

—Sí que quedaban —dijo la lechuza—. Pero usted se las gastó en un sonajero para la cría del tejón cuando estaba echando los dientes.
—¿Que las gasté? —dijo el doctor—. ¡Vaya por Dios! ¡Vaya por Dios! Verdaderamente ¡qué lata es esto del dinero! Bueno, no importa. Si bajo al puerto, quizá puedan prestarme un barco que nos lleve a África. Yo conocí hace tiempo a un marinero que me trajo a su niño con sarampión. A lo mejor nos deja su barco, pues el niño se puso bien.
Al día siguiente por la mañana temprano el doctor se fue al puerto, y cuando volvió, les dijo a los animales que estaba todo arreglado, que el marinero les iba a prestar su barco.
Entonces el cocodrilo, el mono y el loro se pusieron muy contentos y empezaron a cantar porque iban a volver a África, su verdadero país. Y el doctor les dijo:
—No podré llevar más que a vosotros tres y a Yip el perro, a Dab-Dab el pato, a Gub-Gub el cerdo y a la lechuza Tu-Tu. Los demás animales: los lirones, las ratas de agua y los murciélagos, tendrán que volver al campo, de donde proceden, hasta que volvamos. Pero como la mayoría pasan el invierno durmiendo, no les importará; además, no les sentaría bien ir a África.
Entonces el loro, que había hecho ya otros viajes largos por mar, empezó a decir al doctor todo lo que tendría que llevar para el barco.
—Tiene que llevar muchas galletas saladas —dijo—, que es lo que llaman «pan del navegante», y además latas de carne y un ancla.
—Supongo que el barco tendrá ancla —dijo el doctor.
—Bueno, por si acaso, asegúrese —dijo Polynesia—, porque es muy importante. No se puede parar si no tiene ancla. Y necesitará una campana.
—¿Y eso para qué es? —preguntó el doctor.
—Para dar la hora —dijo el loro—. Se toca cada treinta minutos y así se sabe qué hora es. Y lleve una gran cantidad de cuerda, siempre es útil en las travesías.
Después empezaron a pensar de dónde iban a sacar el dinero para comprar todo lo que necesitaban.
—¡Qué lata! ¡El dinero otra vez! —exclamó el doctor—. ¡Dios mío, qué a gusto me voy a encontrar en África, donde no nos hará falta! Iré a preguntar al tendero si no le importa esperar a que le pague cuando vuelva. Y eso que… no. Le diré al marinero que vaya él.
Así que el marinero fue a ver al tendero, y al poco rato volvió con todo lo que necesitaban.
Entonces los animales hicieron el equipaje, y después de cortar el agua para que las cañerías no se helasen y de poner las contraventanas, cerraron la casa y entregaron la llave al viejo caballo, que vivía en el establo. Pero antes comprobaron que había bastante paja en el granero para que le durase al caballo todo el invierno. Llevaron el equipaje al puerto y embarcaron.
El Vendedor de Carne para Gatos había ido a despedirles y le llevó al doctor de regalo una gran tarta de yema y merengue, porque dijo que le habían informado que en el extranjero no había esa clase de tarta.
Tan pronto como hubieron embarcado, Gub-Gub, el cerdo, preguntó dónde estaban las camas, pues eran las cuatro de la tarde y quería echarse su siesta, así que Polynesia le bajó al interior del barco y le enseñó las camas, que estaban adosadas a la pared, unas encima de otras, como si fuesen estanterías.
—Pero ¡si esto no es una cama! —exclamó Gub-Gub—. ¡Es una estantería!
—Las camas son siempre así en los barcos —contestó el loro—. No es una estantería. Súbete y duerme. A esto se le llama «litera».
—Me parece que no me voy a ir a la cama todavía —dijo Gub-Gub—. Estoy demasiado nervioso. Quiero volver a subir y ver la salida.
—Bueno, éste es tu primer viaje —dijo Polynesia—. Te acostumbrarás a esta vida al cabo de algún tiempo. —Y volvió a subir las escaleras del barco tarareando esta canción:
Conozco el mar Negro y el mar Rojo;
he dado la vuelta a una isla Blanca;
he descubierto el río Amarillo,
y también el de color Naranja al anochecer.
Atrás queda el Cabo Verde,
y ante mí se extiende el océano Azul.
Estoy cansado de tantos colores, María,
por esto vuelvo junto a ti.
Estaban ya a punto de emprender el viaje, cuando el doctor dijo que tenía que volver para preguntar al marinero el camino de África. Pero la golondrina les dijo que ella había ido a ese país muchas veces y que les indicaría cómo se iba.
Entonces el doctor dijo a Chi-Chi que levase el ancla, con lo que dio comienzo el viaje.
