XLIX
MARIO GASTÓN A DANIEL D’ARTHEZ
Octubre de 1833.
Querido Daniel, tengo necesidad de dos testigos para mi boda; os ruego que vengáis mañana por la tarde a mi casa en compañía de nuestro amigo, el grande y excelente José Bridau. Es intención de la que va a ser mi mujer vivir lejos del mundo, completamente ignorada por todos: ha presentido el más íntimo de mis deseos. Vos nada habéis sabido de mis amores, vos que habéis mitigado las miserias de una vida pobre; pero, como podéis adivinar, este secreto absoluto ha sido necesario. He aquí por qué, desde hace un año, nos hemos visto tan poco. Al día siguiente de mi boda nos separaremos por mucho tiempo. Daniel, vos tenéis el alma hecha de tal modo que podréis comprenderme: la amistad subsistirá sin el amigo. Quizá tendré necesidad de vos alguna vez, pero no os veré, por lo menos en mi casa. Ella se ha anticipado, incluso en esto, a mis deseos. Me ha hecho el sacrificio de la amistad de una amiga de la infancia que para ella es como una verdadera hermana; yo he tenido que inmolarle a mi amigo. Lo que aquí os digo os hará adivinar, sin duda, que no se trata de una pasión, sino de un amor íntegro, completo, divino, basado en una íntima compenetración entre los dos seres que de tal modo se unen. Mi dicha es pura, infinita; pero como hay una ley secreta que nos prohíbe poseer una felicidad sin mezcla, en el fondo de mi alma, sepultado en el último repliegue, escondo un pensamiento que me afecta sólo a mí y que ella ignora. Vos habéis ayudado con excesiva frecuencia mi constante miseria para ignorar la horrible situación en que me encontraba. ¿De dónde extraía yo las fuerzas para vivir cuando la esperanza se extinguía tan a menudo? Era en vos, amigo mío, en vos donde hallaba tantos consuelos y delicados auxilios. En suma, caro amigo, ella ha pagado mil gravosas deudas. Ella es rica y yo no tengo nada. ¡Cuántas veces me había dicho en mis accesos de pereza: “Ah, si alguna mujer rica me quisiera!”. Pues bien, al conseguirlo, las bromas de una juventud despreocupada, la resolución de los miserables sin escrúpulos se han desvanecido. Me siento humillado a pesar de la ternura más ingeniosa. Me siento humillado a pesar de la certeza que tengo de la nobleza de su alma. Me siento humillado aún a sabiendas de que mi humillación es una prueba de mi amor. Pero ella ha visto que yo no he retrocedido ni siquiera ante esa humillación. Hay un punto en el que yo, lejos de ser el protector, soy el protegido. Os confío este dolor. Fuera de esto, mi querido Daniel, las menores cosas realizan mis sueños. He encontrado la hermosura sin tacha, el bien sin defecto. Como se dice vulgarmente, la novia es demasiado bella; posee un gran ingenio, compatible con su ternura, disfruta de ese encanto y esa gracia que le prestan variedad al amor, es instruida y lo comprende todo; linda, rubia, esbelta y ligeramente metidita en carnes, hasta el punto de parecer que Rafael y Rubens se pusieron de acuerdo para componer una mujer. Ignoro si me hubiera sido posible amar a una mujer morena tanto como a una rubia: siempre me pareció que la mujer morena era un muchacho al que faltaba algo. Es viuda, no ha tenido hijos, tiene veintisiete años. Aunque su carácter es vivo, despierto, infatigable, sabe gozar las delicias de una meditación discretamente melancólica. Estos dones maravillosos no excluyen en ella la dignidad ni la nobleza; en esto es impresionante. Aunque pertenezca a una de las familias de más rancio abolengo, me ama lo bastante para pasar por encima de las desgracias de mi nacimiento. Nuestros secretos amores han durado mucho tiempo; nos hemos puesto a prueba mutuamente; somos igualmente celosos; nuestros pensamientos son como resplandores de un mismo relámpago. Amamos los dos por primera vez y esta deliciosa primavera ha encerrado en sus alegrías unas escenas que la imaginación adornaba con sus concepciones más risueñas, más dulces y más profundas. El sentimiento nos prodigó sus flores. Cada uno de nuestros días ha estado lleno, y cuando nos separábamos nos escribíamos poemas. Jamás sentí la tentación de enturbiar esta brillante estación con la expresión de un deseo, aunque mi alma estuviera continuamente turbada por ellos. Es viuda y libre y ha comprendido maravillosamente el significado de esta constante represión; a menudo la vi conmovida por ella hasta saltársele las lágrimas. Como verás, mi querido Daniel, se trata de una criatura realmente superior. Ni siquiera ha habido un primer beso de amor: nos hemos temido mutuamente.
—Tenemos —me ha dicho— cada uno una miseria que reprocharnos.
—Yo no veo la vuestra.
—Mi anterior matrimonio —me contestó.
A vos, que sois un hombre grande y amáis a una de las mujeres más extraordinarias de esa aristocracia en la que yo he encontrado a mi Armanda, esas solas palabras os bastarán para adivinar cómo es su alma y cuánta va a ser la felicidad de
Vuestro amigo, Mario Gastón.