XXXI

RENATA DE L’ESTORADE A LUISA DE MACUMER

Pronto hará cinco meses que tuve a mi hijo y aún no he encontrado, amiga mía, un solo instante para escribirte. Cuando seas madre me disculparás más de cuanto lo hayas hecho ya, aunque me has castigado un poco al hacer más raras tus cartas. Escríbeme, pequeña mía. Cuéntame todos tus placeres, píntame tu felicidad con vivos colores, no temas afligirme por ello, pues soy feliz, más feliz de lo que pudieras imaginarte jamás.

Fui a la parroquia a oír una misa de recién parida con gran solemnidad, como suelen hacer nuestras viejas familias de Provenza. Los dos abuelos, el padre de Luis y el mío, me daban el brazo. Nunca me había arrodillado delante de Dios con semejante sentimiento de gratitud. Tengo tantas cosas que decirte, tantos sentimientos que expresarte que no sé por dónde empezar; pero de entre tanta confusión se eleva un recuerdo radiante, el de mi oración en la iglesia.

Cuando, en este mismo lugar donde, siendo una joven doncella, había dudado de la vida y de mi porvenir, me encontré metamorfoseada en madre gozosa creí ver a la Virgen del altar inclinar su cabeza y mostrarme el divino Miño, que parecía sonreírme. ¡Con qué santa efusión de amor celestial he presentado nuestro Armandito a la bendición del cura, que le ha dado el agua de socorro en espera de la del bautismo! Pero ya nos verás a los dos pronto, a Armandito y a mí.

Hija mía, como ves te llamo hija mía pero es que, en efecto, el de hijo es el nombre más dulce que pueda haber en el corazón, en la mente y en los labios de una madre. Así, pues, hija mía, durante los dos últimos meses de mi embarazo me arrastraba penosamente por mi jardín, fatigada, abrumada por la molestia de aquel fardo que yo no imaginaba tan dulce y querido, a pesar de las molestias de esos dos meses. Tenía tantas aprensiones, previsiones tan siniestramente mortales, que la curiosidad no era lo más fuerte Trataba de convencerme a mí misma de que la naturaleza no puede ser temible, y me prometía llegar a ser madre. Pero no sentía nada en mi corazón al advertir que aquella criatura me daba tan lindos puntapiés en las entrañas. Es posible que a una le agraden esos golpes cuando ha tenido ya otros hijos, pero la primera vez los movimientos de una vida desconocida producen más asombro que placer. Te hablo de mí, que no soy falsa ni teatral, y cuyo hijo venía más bien de Dios —porque es Dios quien envía los hijos—, que de un hombre amado. Pero dejemos estas tristezas pasadas, que ya no volverán, según espero.

Cuando llegó la crisis reuní en mí tantos elementos de resistencia, esperé la llegada de tales dolores, que soporté maravillosamente, según me han dicho, la horrible tortura. Hubo una hora, querida amiga, en la que me abandoné a un anonadamiento cuyos efectos fueron los mismos que los de un sueño. Sentí como dos cosas a la vez: una envoltura atenazada, desgarrada, torturada, y un alma plácida y serena. En este extraño estado el dolor floreció como una corona por encima de mi cabeza. Pareció como si una inmensa rosa salida de mi cráneo creciera y me envolviese. El color rojo de esta flor sangrienta estaba en el aire. Todo lo veía rojo. Cuando había llegado al punto en que parece que ha de consumarse la separación entre el cuerpo y el alma, sentí un dolor que me hizo creer en la muerte inmediata. Proferí gritos terribles y encontré nuevas fuerzas contra nuevos dolores. Este horrible concierto de clamoreos se vio rasgado de súbito por el canto delicioso, por los vagidos argentinos de la criatura. No hay nada que pueda parecerse a ese momento: era como si el mundo entero gritase conmigo, como si todo fuese dolor y clamor; pero todo quedó apagado por el débil grito del niño. Me volvieron a acostar en mi cama grande, en la que entré como en el paraíso, aunque me sentía sumamente debilitada. Tres o cuatro rostros alegres, con los ojos bañados en lágrimas, me mostraron entonces al niño. Querida, al verle proferí un grito de espanto.

—Ese pequeño mico —dije—, ¿estáis seguros de que es un niño? —pregunté.

Me acosté de lado, algo decepcionada al no sentirme más madre de lo que me sentía.

—No os atormentéis, querida —me dijo mi madre, que se había constituido en mi guardiana—, habéis dado a luz la criatura más linda del mundo. Cuidad de no perturbar vuestra imaginación, es preciso que pongáis todo vuestro interés en convertiros en una bestia, en ser justamente la vaca que come para poder producir leche.

Me dormí con la firme intención de dejarme llevar por la naturaleza. Ángel mío, al despertar de estos dolores, de todas estas sensaciones confusas, de estas primeras jornadas en las que todo es oscuro, penoso e indeciso, resultó divino. Las tinieblas se vieron animadas por una sensación cuyas delicias sobrepasaban las del primer grito de mi hijo. Mi corazón, mi alma, mi ser, un yo desconocido había despertado en su envoltura, hasta entonces sufriente y gris, como brota la flor de la semilla y a la radiante llamada del sol. El pequeño monstruo cogió mi pecho y empezó a mamar: ¡he aquí el Fiat lux! De pronto he sido madre. He aquí la felicidad, la alegría, una alegría inefable, aunque no se realice sin algunos dolores. ¡Oh mi hermosa celosa, cuándo apreciarás un placer que no se halla más que entre nosotras, el hijo y Dios! Esa pequeña criatura no conoce absolutamente nada más que nuestro seno. En el mundo no hay nada para él más que ese punto brillante, lo ama con todas sus fuerzas, no piensa más que en esa fuente de vida, viene a ella, la deja para dormir, despierta para volver a ella. Sus labios tienen un amor inexplicable y cuando se adhieren al seno producen a la vez dolor y placer, un placer que llega hasta el dolor o un dolor que acaba en un placer; no sabría explicarte una sensación que desde el seno irradia en mí hasta las fuentes de la vida, pues me parece que se trata de un centro de donde parten mil rayos que alegran el corazón y el alma. Dar a luz rio es nada, pero amamantar, es dar a luz a todas horas. ¡Oh, Luisa, no hay caricias de amante que puedan valer lo que valen esas manecitas rosadas que se posan tan dulcemente y tratan de aferrarse a la vida! ¡Qué miradas lanza alternativamente un niño desde nuestro seno hacia nuestros ojos! Usa las fuerzas de la inteligencia tanto como las del cuerpo. La adorable sensación de su primer grito, que fue para mí como el primer rayo de sol para la tierra, volví a encontrarla cuando advertí que mi leche llenaba su boca; volví a encontrarla al recibir su primera sonrisa su primer pensamiento. ¡Ha reído, querida amiga! Esa risa, esa mirada, ese mordisco, ese grito, esos cuatro goces son infinitos: van hasta el fondo del corazón, remueven en él cuerdas que sólo ellos pueden hacer vibrar. Los mundos deben de adherirse a Dios como un hijo se adhiere a todas las fibras de su madre: Dios es un gran corazón de madre. No hay nada visible ni perceptible en la concepción, ni siquiera en el embarazo; pero ser nodriza, querida Luisa, es una felicidad de todos los instantes. Una puede ver en lo que se convierte la leche, cómo se hace carne, cómo florece en el extremo de esos deditos que parecen flores y tienen toda su delicadeza, crece en forma de unas uñas finas y transparentes, se afila en forma de cabellos, se agita en sus pies. Los pies de los niños constituyen todo un lenguaje; el niño empieza a expresarse por medio de los pies. Amamantar, Luisa, es una transformación que una va observando hora tras hora con aire embelesado. No oyes sus gritos con el oído, sino a través del corazón; las sonrisas de los ojos y de los labios, los movimientos de los pies, los comprendéis como si Dios escribiera en el espacio con letras de fuego. Ya no hay nada en el mundo que os interese. ¿El padre? Lo mataríamos si tuviera la desgracia de despertar al niño. ¡Nosotras somos el mundo para la criatura, como la criatura es el mundo para nosotros! ¡Estamos tan seguras de que nuestra vida es compartida, nos sentimos tan ampliamente recompensadas de las fatigas y de los sufrimientos!… ¡Dios te libre de tener una grieta en el pecho! Esa herida que vuelve a abrirse bajo los rosados labios, que tan difícilmente se cura y que causa torturas capaces de volvernos locas si no tuviéramos la dicha de ver la boquita del niño rebosante de leche, es uno de los más terribles castigos de la belleza. Piensa, Luisa, que esas grietas sólo se producen en una piel delicada y fina.

Mi monito se ha convertido a los cinco meses en la criatura más linda que jamás madre alguna haya bañado con sus lágrimas gozosas, lavado, cepillado, peinado y engalanado; porque sólo Dios sabe con qué infatigable ardor se engalana, se viste, se cepilla, se lava, se muda o se besa a estas florecillas. Así, pues, mi mico ya no es un mico, sino un baby, como dice mi criada inglesa, un baby blanco y sonrosado. Y como se siente amado, no llora mucho; pero a decir verdad, apenas le dejo un momento y procuro impregnar su ser de mi alma entera.

Querida, ahora abrigo hacia Luis un sentimiento que no es amor, pero que en una mujer amante debe completar el amor. Ya no sé si esta ternura, este agradecimiento limpio de todo interés sobrepasaba al amor. Por todo lo que tú me has contado, pequeña mía, el amor tiene algo de horriblemente terrestre, mientras que hay no sé qué de religioso y divino en el afecto que una madre feliz profesa a aquel de quien proceden esas largas, eternas alegrías. El gozo de una madre es una luz que se proyecta hacia el futuro y lo ilumina, pero que se refleja también en el pasado para conferirle el encanto de los recuerdos.

Por otra parte, el viejo l’Estorade y su hijo han duplicado su bondad para conmigo. Soy como una nueva persona para ellos: sus palabras, sus miradas me llegan al alma, pues me agasajan de nuevo cada vez que me ven y me hablan. El viejo abuelo se vuelve niño; me mira con admiración. La primera vez que bajé a desayunar y me vio comiendo y dando el pecho a su nietecito, se echó a llorar. Las lágrimas en aquellos dos ojos secos, en los que apenas brillaban otros pensamientos que no fueran los del dinero, me hicieron un bien extraordinario; pareció como si el buen hombre comprendiera mi gozo. En cuanto a Luis, habríale dicho hasta a los árboles y a los guijarros de la carretera que tiene un hijo. Se pasa horas enteras contemplando a tu ahijado como duerme. Dice que no sabe cuándo se hará a la idea de que tiene un hijo. Estas excesivas demostraciones de alegría me han revelado la medida de sus temores y aprensiones. Luis, ha terminado por confesarme que desconfiaba de sí mismo y se creía condenado a no tener nunca hijos. Mi pobre Luis ha cambiado de pronto para ser mejor, estudia todavía más que antes. Este muchacho ha doblado la ambición de su padre. En cuanto a mí, amiga del alma, cada vez me siento más dichosa. Cada hora hace nacer un nuevo vínculo entre la madre y su hijo. Lo que siento en mí me demuestra que este sentimiento es imperecedero, natural, de todos los instantes; en cambio, sospecho que el amor, debe tener intermitencias. No se ama del mismo modo en todos los instantes, no es posible bordar sobre esta tela de la vida flores siempre brillantes; en suma, el amor puede y debe cesar; pero la maternidad no puede sufrir disminución alguna, se acrecienta con las necesidades del niño, se desarrolla con él. ¿No es esto, acaso, a la vez, pasión, necesidad, sentimiento, deber, felicidad? Sí, pequeña mía, esta es la vida propia de la mujer. Nuestra sed de abnegación se ve así satisfecha, sin los trastornos ocasionados por los celos. Quizá constituya esto el único punto en que la Naturaleza y la Sociedad están de acuerdo sobre nosotras. La Sociedad ha enriquecido aquí a la Naturaleza, pues ha aumentado el instinto maternal a través del espíritu de familia, por medio de la continuidad del hombre, de la sangre, de la fortuna. ¡Con qué amor debe rodear una mujer al ser querido que fue el primero en descubrirle semejantes alegrías, que le hizo desplegar las fuerzas de su alma y le enseñó el sublime arte de la maternidad! El derecho de primogenitura, que por su antigüedad parece haber nacido con el mundo y se confunde con el origen de las Sociedades, me parece indiscutible. Cuántas cosas no le enseña un hijo a su madre! ¡Se encierran tantas promesas entre nosotras y la virtud de esta protección incesante a un ser débil que la mujer solo se siente en su verdadera esfera cuando es madre; solamente entonces despliega sus fuerzas, practica los deberes de su vida, alcanza toda su felicidad y todos sus placeres! Una mujer que no es madre es un ser incompleto, al que la falta algo. ¡Procura llegar a ser madre, ángel mío! Entonces multiplicarás tu actual felicidad con todos mis placeres.

Te he dejado un momento porque he oído llorar a tu señor ahijado y su llanto me llega desde el extremo del jardín. No quiero dejar partir esta carta sin decirte unas palabras de despedida; he vuelto a leerla y estoy asustada por las vulgaridades de sentimientos que contiene. Me parece que lo que yo siento todas las madres lo han sentido como yo, deben expresarlo de la misma manera y tú te burlarás de mí, como se burla una de la ingenuidad de todos los padres que hablan de la inteligencia y de la hermosura de sus hijos, y encuentran siempre en ellos algo extraordinario. En fin, pequeña mía, lo más importante es que ahora soy tan dichosa como desgraciada me sentía antes. Esta finca, que por otra parte va a convertirse en un mayorazgo, es para mí la tierra de promisión. He acabado por atravesar mi desierto. Mil besos, pequeña mía. Escríbeme ahora que ya puedo leer sin llorar el relato de tu dicha y de tu amor. Adiós.