XXX
LUISA DE MACUMER A RENATA DE L’ESTORADE
Enero de 1826
Macumer acaba de despertarme con la carta de tu marido, ángel mío. Empiezo por decir que sí. A fines de abril iremos a Chantepleurs. Será para mí un placer inmenso el de verte y ser madrina de tu primer hijo; mas quiero que Macumer sea el padrino. Una alianza católica con otro compadre me resultaría odiosa. ¡Ah, si hubieras podido ver la expresión de su rostro cuando le dije esto, sabrías cuánto me ama ese ángel!
—Quiero que vayamos juntos a la Crampade, Felipe —le dije—, y quizá tendremos allí un hijo. Yo también quiero ser madre… aunque entonces tendría que repartirme entre nuestro hijo y tú. Además, si viese que preferías a una criatura a mí, aunque fuese un hijo mío, no sé lo que ocurriría. Quizá Medea tuviese razón. ¡Hay tantas verdades en los autores antiguos!
Él se echó a reír. De modo, mi querida cervatilla, que tú tienes el fruto sin haber tenido las flores mientras que yo tengo las flores sin el fruto. Continúa el contraste de nuestros destinos. Somos bastante filosóficas para ponernos a buscar algún día el sentido y la moral de todo ello. Sólo llevo casada diez meses y en realidad no puede decirse que haya perdido el tiempo. Llevamos la vida disipada y, sin embargo, plena de las personas felices. Los días nos parecen demasiado cortos. La gente, que ha vuelto a verme disfrazada de mujer hecha y derecha, encontró a la baronesa de Macumer mucho más linda que a Luisa de Chaulieu: el amor feliz da belleza. Cuando, un hermoso día de sol o bajo una bella helada de enero, cuando los árboles de los Campos Elíseos se muestran florecidos de blancos racimos de estrellas, cruzamos, Felipe y yo, en nuestro cupé, por delante del “todo París”, unidos donde el año pasado estábamos separados, acuden a mi mente las ideas por millares y tengo miedo de parecer demasiado insolente, como tú presentías en tu última carta.
Ignoro las alegrías de la maternidad; ya me las contarás y así seré madre a través tuyo; pero, a mi entender, no hay nada comparable a los placeres del amor. Quizá me encuentres muy extraña, pero en diez meses he tenido diez veces la sorpresa de ver que estaba deseando morir a los treinta años de edad, en todo el esplendor de la vida, entre las rosas del amor y en el seno de los placeres, de irme satisfecha, sin pesar, después de haber vivido bajo este sol, en pleno éter, e incluso un poco muerta y a causa del amor, sin haber perdido nada de mi corona, ni siquiera una hoja, y cuando aún conservaba intactas todas mis ilusiones. Imagina por un momento lo que debe ser un corazón joven en un cuerpo viejo, encontrar los rostros mudos, fríos, donde antes todo el mundo, incluso los indiferentes, nos sonreía; ser, en fin, una mujer respetable… ¡Qué horror! Eso es un infierno anticipado.
Felipe y yo tuvimos nuestra primera disputa sobre este punto. Yo quería que él tuviera bastante fuerza de voluntad para matarme a los treinta años, cuando estuviese durmiendo, sin que me diera cuenta de nada, de hacerme pasar de un sueño a otro. El monstruo no ha querido. Le he amenazado con dejarle solo en la vida y, ¡cómo ha palidecido el pobre muchacho! Este gran ministro se ha convertido, querida mía, en un auténtico bebé. Resulta increíble la dosis de juventud e ingenuidad que ocultaba. Ahora que pienso en voz alta ante él, como ante ti, ahora que le he introducido en este régimen de confianza, los dos nos maravillamos mutuamente.
Querida amiga, estos dos amantes, Felipe y Luisa, quieren mandar un regalo a la parturienta. Quisiéramos encargar algo que te agradase. Dinos, pues, francamente lo que deseas porque no estamos acostumbrados a dar sorpresas al estilo de los burgueses. Queremos que nos recuerdes constantemente a través de algún objeto que te sirva todos los días y no se destruya con el uso. Nuestra comida más alegre, más íntima y más animada, puesto que en ella estamos los dos solos, es para nosotros el desayuno; he pensado, pues, enviarte un servicio especial para el desayuno. Si apruebas la idea, contéstame enseguida. Para llevártelo hace falta encargarlo antes, y los artesanos de París son como unos reyes holgazanes. Esa será mi ofrenda a la diosa Lucinia.
Adiós, querida nodriza, te deseo todos los placeres de las madres y aguardo con impaciencia la primera carta en que me lo cuentes todo. ¿Verdad que lo harás? Ese comadrón me hace temblar. Las palabras de tu marido me han saltado, no a los ojos, sino al corazón. ¡Pobre Renata! Un hijo cuesta caro, ¿verdad? Ya le diré yo a ese ahijado mío lo mucho que debe quererte. Mil besos, ángel mío.