XIII

LA SEÑORA DE L’ESTORADE A LA SEÑORITA DE CHAULIEU

La Crampade, febrero.

Mi querida Luisa, antes de escribirte, he tenido que esperar; pero ahora sé muchas cosas o, por mejor decir, las he aprendido, y debo decírtelas para tu futura felicidad. Hay tanta diferencia entre una joven soltera y una mujer casada que es tan difícil para la soltera concebir lo que es la casada, como para la casada volver de nuevo al estado de soltera. He preferido casarme con Luis de l’Estorade a volver al convento. Lo digo con toda franqueza. Después de haber adivinado que si no me casaba con Luis retomaría al convento, no tuve más remedio, usando términos de soltera, que resignarme. Resignada, me he puesto a examinar mi situación con objeto de sacar de ella el mejor partido posible.

Al principio, la gravedad del compromiso me llenó de temor. El matrimonio se propone como finalidad la vida, en tanto que el amor sólo se propone el placer; pero el matrimonio subsiste cuando los placeres han desaparecido y da nacimiento a intereses mucho más caros que los del hombre y la mujer que se unen. Para efectuar un matrimonio dichoso no hace falta, acaso, más que esa amistad que con sus dulzuras cubre numerosas imperfecciones humanas. Nada se oponía a que Luis de l’Estorade me inspirase amistad. Bien decidida a no buscar en el matrimonio aquellos goces del amor en que pensábamos tan a menudo y con tan peligrosa exaltación, he sentido en mí misma una suave tranquilidad. Si no tengo el amor, ¿por qué no buscar la felicidad? —me dije. Por otra parte, soy amada y me dejaré amar. Mi matrimonio no será una servidumbre, sino un perpetuo acto de dominio. ¿Qué inconveniente podría ofrecer este estado de cosas a una mujer que quiere seguir siendo dueña absoluta de sí misma?

Este problema tan delicado de tener matrimonio sin marido fue solucionado en una conversación mantenida entre Luis y yo, en la cual me descubrió la excelencia de su carácter y la bondad de su alma. Amiga mía, deseaba mucho permanecer en esa bella estación de esperanza amorosa que, al no producir placer, deja al alma su virginidad. No conceder nada al deber, a la ley, no depender más que de una misma y conservar el libre albedrío… ¡qué cosa tan noble y agradable! Este contrato, opuesto al de las leyes y al mismo sacramento, sólo podía concertarse entre Luis y yo. Semejante dificultad, la primera que advertimos, fue la única que hizo prolongarse el noviazgo. Aunque yo estaba resuelta desde el principio a todo con tal de que no me devolvieran al convento, es propio de nuestra naturaleza pedir el más después de haber alcanzado el menos; y nosotras somos, ángel mío, de esas que lo quieren todo. Examinaba a mi Luis con el rabillo del ojo y me preguntaba a mí misma: “¿La desgracia le habrá hecho bueno o malo?”. A fuerza de estudiarle, he acabado por descubrir que su amor llegaba a la pasión. Cuando hube alcanzado la categoría de ídolo, al verle palidecer y temblar a la menor mirada mía, mirada glacial, comprendí que podía atreverme a todo. Le he llevado, con naturalidad, lejos de sus padres, en paseos en los que con prudencia iba sondeando su corazón. He hecho que hablase, le he pedido cuentas de sus ideas, de sus proyectos, de nuestro porvenir. Mis preguntas anunciaban tantas reflexiones preconcebidas y atacaban con tanta precisión los puntos flacos de la horrible vida de dos personas juntas, que Luis me confesó más tarde que estaba asustado de una virginidad tan sabia. Yo escuchaba sus respuestas; él se enredaba en ellas como esas personas a quienes el miedo arrebata todos sus medios de defensa; acabé por comprobar que el azar me había proporcionado un adversario tanto más inferior a mí, cuanto que adivinaba que tú, con tanto orgullo, denominas mi grande alma. Quebrantado por las desgracias y la miseria, se consideraba poco menos que aniquilado y se perdía en tres horribles temores. Ante todo, tiene treinta y siete años y yo tengo diecisiete; así, pues, no medía sin espanto los veinte años que nos separan. En segundo lugar, está convencido de que soy bella; y Luis, que comparte nuestras opiniones al respecto, consideraba con dolor profundo que los sufrimientos le han arrebatado una gran parte de su juventud. Finalmente, veía en mí una mujer muy superior a él como hombre. Lleno de desconfianza hacia sí mismo por estas tres inferioridades tan evidentes, temía no hacerme feliz. Sin la perspectiva del convento, no me casaría con él, me dijo un día con aire tímido.

—Es cierto —le respondí gravemente.

Querida amiga, entonces me produjo la primera de esas grandes emociones que nos vienen de los hombres. Me sentí profundamente conmovida al ver que dos gruesas lágrimas caían de sus ojos.

—Luis —le dije con voz consoladora—, sólo de vos depende hacer de esta boda de conveniencia una boda a la que pueda dar yo pleno consentimiento. Lo que voy a pediros exige por vuestra parte una abnegación mucho más hermosa que la pretendida servidumbre de vuestro amor, aunque sea sincero. ¿Sois capaz de elevaros hasta la amistad, tal como yo la comprendo? Sólo se tiene un amigo en la vida, y yo quiero ser el vuestro. La amistad es el vínculo de dos almas semejantes y, sin embargo, independientes. Seamos amigos y asociados para llevar una vida en común. Dejadme mi entera dependencia. No os prohíbo que me inspiréis el amor que decís sentir por mí; pero sólo quiero ser vuestra mujer por voluntad propia. Despertad en mí el deseo de entregaros mi libre albedrío y os lo sacrificaré inmediatamente. No os prohíbo que deis un matiz pasional a esta amistad, que la turbéis con la voz del amor: por mi parte, procuraré que nuestro afecto sea perfecto. Sobre todo, evitadme las dificultades que la situación, bastante extraña, en que vamos a encontramos, podría producirme ante los demás. No quiero parecer caprichosa ni mojigata, porque no lo soy, y os creo lo suficientemente honrado para prestaros a mantener las apariencias del matrimonio.

Querida, jamás había visto a un hombre tan feliz como lo fue Luis al escuchar mi proposición; sus ojos brillaban, el fuego de la felicidad había secado las lágrimas en ellos.

—Pensad —le dije al terminar— que no hay nada de extraño en lo que os pido. Esta condición se basa en mi inmenso deseo de alcanzar vuestra estima. Si sólo debieseis mi posesión al matrimonio, ¿os sentiríais plenamente satisfecho al haber visto coronado vuestro amor por las formalidades legales o religiosas, y no por mi plena y propia entrega? Si cuando aún no sintiera amor hacia vos, sino tan sólo por obedeceros pasivamente, como acaba de recomendarme mi querida madre, llegase yo a tener un hijo, ¿creéis que le amaría tanto como si fuera hijo de una misma voluntad? Si no es indispensable agradarse mutuamente como dos amantes, convenid conmigo, caballero, en que es necesario, al menos, no desagradarse mutuamente. Vamos a vernos colocados en una situación peligrosa: hemos de vivir en el campo y hay que pensar en la inestabilidad de las pasiones. ¿Acaso las personas prudentes no deben prevenirse contra la posibilidad de un cambio de sentimientos?

Se mostró extrañamente sorprendido al hallarme tan razonable y razonadora; pero me prometió solemnemente que haría cuanto le pedía. Yo le cogí la mano y se la estreché con gran afecto.

Nos casamos a finales de la semana. Segura de conservar mi libertad, puse mucha alegría en los insípidos detalles de todas las ceremonias: pude ser yo mismo y quizás he pasado por una comadre muy avispada, para usar las palabras que empleábamos en Blois. Han tomado por una mujer hecha y derecha a una jovencita que sólo estaba encantada por la situación nueva y llena de recursos en que había sabido colocarme. Querida, yo había advertido, como una visión, todas las dificultades de mi vida, y sinceramente quería hacer la felicidad de ese hombre. Ahora bien, en la soledad en que vivimos, si una mujer no manda, el matrimonio se hace insoportable al cabo de poco tiempo, Una mujer debe poseer los encantos de una amante y sus cualidades. Llevar la incertidumbre a los placeres es como prolongar la ilusión y perpetuar los goces del amor propio al que con tanta razón tienden todas las criaturas. El amor conyugal, tal como yo lo concibo, llena entonces de esperanza a la mujer, la hace soberana y le confiere una fuerza inagotable, un calor de vida que lo hace florecer todo a su alrededor. Cuanto más dueña es de sí misma, tanto más segura está de hacer viables el amor y la felicidad. Pero he exigido, sobre todo, que el más profundo misterio vele nuestros acuerdos íntimos. El hombre dominado por su mujer es justamente cubierto de ridículo. La influencia de una mujer debe ser totalmente secreta: entre nosotras la gracia está siempre en el misterio. Si yo emprendo la tarea de levantar ese carácter abatido, de devolver su antiguo lustre a las cualidades que he vislumbrado, quiero que todo parezca espontáneo en Luis. Esa es la hermosa tarea que me he impuesto y que bastaría para labrar la gloria de una mujer. Estoy casi orgullosa de tener un secreto que preste interés a mi vida, un plan al cual entregaré mis esfuerzos y que solamente será conocido de ti y de Dios.

Ahora soy casi feliz y quizá lo sería del todo si pudiera decírselo a él. Pero mi felicidad le haría daño y ha sido necesario que se la oculte, Tiene, amiga mía, una delicadeza femenina, como todos los hombres que han sufrido mucho. Durante tres meses hemos permanecido como estábamos antes de casarnos. Estudió, como puedes imaginar, un gran número de pequeños problemas personales, en los que se basa el amor más de lo que generalmente se cree. A pesar de mi frialdad, su alma se ha ido desplegando: he visto que su rostro cambiaba de expresión y se rejuvenecía. La elegancia que yo introducía en la casa proyectó reflejos sobre su persona. Insensiblemente me he acostumbrado a él, he hecho de él otro yo. De tanto verle, he descubierto la correspondencia que existe entre su alma y sus facciones. La bestia que, según tu expresión, llamamos marido ha desaparecido. He visto en no sé qué dulce velada un amante cuyas palabras me llegaban al alma y en cuyo brazo me apoyaba con placer indescriptible. En fin, para ser sincera contigo, como lo sería con Dios, a quien no se puede engañar, influida sin duda por la admirable constancia con que él mantenía su juramento, sentí nacer en mí la curiosidad. Muy avergonzada de mí misma, me resistía. ¡Ay, cuando sólo resiste uno por dignidad, pronto encuentra el espíritu los medios de transigir! La fiesta ha sido, pues, secreta como entre dos amantes, y secreta debe permanecer entre nosotros. Cuando te cases, aprobarás mi discreción. Debes saber, sin embargo, que nada ha faltado de lo que exige el amor más refinado, ni siquiera ese imprevisto que constituye, en cierto modo, la gloria de aquellos momentos: las gracias misteriosas que nuestra imaginación le exigen, el apasionamiento que excusa, el consentimiento arrancado, los placeres ideales largamente presentidos y que nos subyugan el alma antes de que nos dejemos arrastrar a la realidad. Todas las seducciones coincidieron con sus formas cautivadoras.

Te confieso que, a pesar de cosas tan hermosas, he reivindicado nuevamente mi libre albedrío y no quiero revelarte las razones que tuve para ello. Tú serás, ciertamente, la única alma a quien haga esta semiconfidencia. Incluso perteneciendo a mi marido, adorada o no, creo que perderíamos mucho si no ocultásemos nuestros sentimientos y el juicio que formulamos sobre el matrimonio. La única alegría que he experimentado, y que ha sido una alegría celestial, proviene de la certidumbre de haber devuelto la vida a ese pobre ser antes de dársela a sus hijos. Luis ha vuelto a poseer su juventud, su fuerza, su vivacidad. No es ya el mismo de antes. Como un hada bondadosa, he borrado en su mente hasta el recuerdo de sus desventuras. He metamorfoseado a Luis, que se ha convertido en un ser encantador. Convencido de que me agrada, despliega su inteligencia y revela cualidades nuevas. Ser el principio constante de la felicidad de un hombre, cuando ese hombre lo sabe y mezcla su gratitud al amor, ¡ah, querida, esta certidumbre desarrolla en el alma una fuerza que sobrepasa la del amor más intenso! Esta fuerza impetuosa y duradera, una y variada, da finalmente origen a la familia, a esta hermosa obra de las mujeres, que ahora concibo en toda su fecunda belleza. El viejo suegro ya no es avaro y da ciegamente todo cuanto deseo. Los criados están contentos; parece como si la felicidad de Luis irradiara en el interior de nuestra casa, en la que yo reino por medio del amor. El anciano se ha acomodado a todas las mejoras que yo he introducido, y para complacerme ha adoptado los vestidos y con los vestidos las maneras de la época presente. Tenemos caballos ingleses, un cupé, una calesa y un tílburi. Nuestros sirvientes usan un uniforme sencillo, pero elegante. Se nos tiene por derrochadores, pero el caso es que yo empleo mi inteligencia (no me río) en sostener mi hogar con economía y ofrecer el mayor número de goces a cambio de la menor suma de dinero posible. He hecho ver a Luis la necesidad de construir caminos, con objeto de alcanzar reputación de hombre que se preocupa por el bien de su país. Le obligo a completar su instrucción. Espero verle pronto miembro del Consejo General de su departamento por la influencia de mi familia y la de su madre. Le he dicho lisa y llanamente que era ambiciosa, que no me parecía mal que su padre continuara cuidando nuestros bienes y realizando economías, porque yo le quería a él dedicado enteramente a la política; si teníamos hijos, quería verlos felices a todos y bien situados en el Estado; so pena de perder mi estima y mi afecto, había de llegar a ser diputado del departamento en las próximas elecciones; mi familia apoyaría su candidatura y entonces tendríamos el placer de pasar todos los inviernos en París. ¡Ah, ángel mío, por el ardor con que me ha obedecido he visto cuánto me amaba! En fin, ayer me ha escrito esta carta desde Marsella, adonde fue por algunas horas.

“Cuando me permitiste que te amara, mi dulce Renata, creí en la felicidad; pero hoy no veo el fin de ella. El pasado no es más que un vago recuerdo, una sombra necesaria para hacer resaltar el esplendor de mi dicha. Cuando estoy cerca de ti, el amor me transporta al extremo de ser incapaz de expresarte la inmensidad de mi cariño: sólo puedo admirarte, adorarte. Sólo recobro la palabra cuando estoy lejos de ti. Eres hermosísima y de una belleza tan grave, tan majestuosa, que difícilmente podrá ser alterada por el tiempo; y aunque el amor entre esposos no se base tanto en la belleza como en los sentimientos, que en ti son delicadísimos, permite que te diga que esta certidumbre de verte siempre hermosa me confiere una alegría que aumenta a cada mirada que hacia ti dirijo. La armonía y la dignidad de las líneas de tu rostro, en el que tu alma sublime se manifiesta, posee un no sé qué lleno de pureza bajo el intenso color moreno, casi varonil, de tu piel. El brillo de tus negros ojos y el corte audaz de tu frente hablan elocuentemente de lo elevadas que son tus virtudes, de cómo tu corazón sabría luchar contra las tempestades de la vida si llegara la ocasión. La nobleza es tu rasgo característico; no tengo la pretensión de revelarte algo que no sepas; pero te escribo estas palabras para manifestarte que conozco todo el valor del tesoro que poseo. Lo poco que me concedas constituirá siempre la felicidad para mí; pues comprendo cuánta grandeza hay en nuestra promesa de conservar, tanto el uno como el otro, toda nuestra libertad. Nunca nos deberemos ninguna muestra de cariño que no se deba a nuestra voluntad. Seremos libres a pesar de las estrechas cadenas. Me sentiré tanto más orgulloso al conquistarte cuanto que ahora conozco el precio que tú pones a esa conquista. No podrás hablar o respirar jamás, obrar o pensar, sin que yo admire cada vez más la gracia de tu cuerpo y de tu alma. Hay en ti un no sé qué de divino, de cautivador, que pone en armonía la reflexión, el honor, el placer y la esperanza, que da, en fin, al amor una extensión más amplia que la de la vida. ¡Oh, ángel mío, ojalá el genio del amor permanezca fiel para mí y el porvenir esté lleno de ese placer con cuya ayuda has embellecido tú cuanto me rodea! ¿Cuándo serás madre para que te oiga, con esa voz tan suave y con esas palabras tan sublimes, tan nuevas y tan originalmente expresadas, bendecir el amor que ha refrescado mi alma y reanimado mis facultades, que ha constituido mi orgullo, y en el que he encontrado, como en una mágica fuente, una vida nueva? Si, seré todo cuanto quieras que sea: llegaré a ser uno de los hombres útiles a mi país y haré resplandecer sobre ti esa gloria cuyo principio constituirá tu satisfacción y contento”.

Querida mía, ya ves cómo lo estoy formando. Este estilo es de fecha reciente; dentro de un año, será mejor aún. Luis se encontraba en los primeros transportes y yo espero verle llegar a esa sensación uniforme y continua de felicidad que proviene de un matrimonio dichoso cuando, seguros el uno del otro y conociéndose bien, una mujer y un hombre han hallado el secreto de variar el infinito, de poner una nota de fascinación en el fondo mismo de la vida. Ese bello secreto de las verdaderas esposas lo vislumbro y quiero poseerlo. Ya ves que se cree amado, el muy fatuo, como si no fuera mi marido. Sin embargo, únicamente siento ese afecto material que nos da fuerzas para soportar muchas cosas. No obstante, Luis es amable, de una gran igualdad de carácter, realiza con sencillez acciones de las que se jactaría la mayor parte de los hombres. En fin, si no le amo, me siento por lo menos capaz de apreciarle.

He aquí, pues, mis cabellos negros, mis ojos negros —cuyas pestañas, según dices tú, se extienden como celosías— mi aire imperial y mi persona elevados al estado de poder soberano. Ya veremos dentro de diez años, querida, si nos encontramos las dos, bien risueñas y felices, en ese París, desde el cual te traeré yo algunas veces a mi bello oasis de la Provenza. ¡Oh, Luisa, no comprometas nuestro hermoso porvenir, el porvenir común a las dos! ¡No cometas las locuras con que me amenazas! Yo me he casado con un joven viejo, cásate tú con algún joven anciano de la Cámara de los Pares. En eso harás bien.