XLV
RENATA A LUISA
Te quejas de mi silencio. ¿Olvidas, pues, a estas dos criaturas a las que gobierno y que me gobiernan a mí? Por otra parte has adivinado algunas de las razones que tenía para quedarme en casa. Además del estado de nuestro buen tío, no he querido llevar a París a un niño de cuatro años de edad y una niña de tres, cuando estoy todavía embarazada. No he querido causarte tantas molestias en tu casa, ni aparecer en desventaja en el brillante mundo donde tú reinas, y tengo horror a los apartamentos amueblados o a la vida en los hoteles. El tío de Luis, al enterarse del nombramiento de su sobrino, me dio la mitad de sus ahorros, doscientos mil francos, para comprar una casa en París, y Luis se ha encargado de buscar una por tu barrio. Mi madre me da treinta mil francos para los muebles. Cuando vaya a establecerme en París, al abrirse las sesiones, iré a mi propia casa. En fin, trataré de ser digna de mi querida hermana de elección, dicho sea sin juego de palabras.
Te agradezco mucho que te hayas interesado tanto por Luis, pero a pesar del aprecio que le demuestran los señores de Bourmont y Polignac, que quieren tenerle en su ministerio, a mí no me gusta esa idea, porque se trata de un cargo demasiado comprometido. Prefiero el Tribunal de Cuentas a causa de su inamovilidad. Nuestros asuntos están aquí en muy buenas manos; y una vez que nuestro administrador haya cumplido su cometido, iré al lado de Luis, descuida.
En cuanto a escribir ahora largas cartas, ¿puedo hacerlo acaso? Ésta, en la cual quisiera poder explicarte lo que hago cada día, quedará encima de mi mesa durante una semana. Quizás Armandito haga con ella pajaritas de papel o barcos para las flotas que navegan por su bañera. Por otro lado, la lista de sucesos de uno solo de mis días te será suficiente, ya que todos ellos se parecen y se reducen a dos acontecimientos: los niños sufren o los niños no sufren. Para mí, en esta casa solitaria los minutos son horas y las horas son minutos, según el estado de los niños. Si tengo horas deliciosas las encuentro durante su sueño, cuando no estoy meciendo a la una y cantándole cuentos al otro para que se duerman. Cuando los veo dormidos junto a mí, me digo: “Ya no tengo nada que temer”. En efecto, ángel mío, durante el día todas las madres inventan peligros, sobre todo si los hijos no se hallan bajo su mirada. Son navajas con las cuales Armando ha querido jugar, el fuego que prende en su chaqueta, una víbora que puede picarle, una caída al correr que le produzca un chichón en la cabeza, o las charcas en que puede ahogarse. Como ves, la maternidad trae como consecuencia una serie de poesías dulces o terribles. No hay una hora que no tenga sus alegrías o sus temores. Pero, por la noche, en mi habitación, me llega la hora de soñar despierta, la hora en que arreglo sus destinos. Su sonrisa está entonces iluminada por la sonrisa de los ángeles que veo a su cabecera. A veces Armandito me llama en sueños y, sin que él lo sepa, voy a darle un beso en la frente y beso los pies de su hermanita, comtemplándoles a los dos, ¡tan lindos! Esas son mis fiestas. Anoche creo que fue nuestro ángel de la guarda el que me hizo correr, muy inquieta, junto a la cuna de Juanita, que tenía la cabeza fuera de la almohada, y encontré a Armandito destapado, con los pies moraditos de frío. —¡Oh, mamita! —me dijo al despertar, besándome.
Ahí tienes, querida, una conmovedora escena nocturna.
¡Cuán útil es para una madre tener a sus hijos a su lado! ¿Hay, acaso, una criada, por buena que sea, que pueda tomarlos en brazos, tranquilizarlos y hacer que se vuelvan a dormir cuando una horrible pesadilla los ha despertado? O explicarles uno de esos terribles sueños, lo cual constituye una tarea tanto más difícil cuanto que un niño escucha a su madre con los ojos a la vez dormidos y asustados, inteligentes e ingenuos. Mi sueño se ha hecho así tan ligero que veo a mis pequeños y les oigo a través del velo de mis párpados. Me despierto al menor suspiro, al menor movimiento. Para mí el monstruo de las convulsiones está siempre acurrucado al pie de sus camitas.
De día la cháchara de mis hijitos empieza con los primeros gritos de los pájaros. A través de los velos del último sueño sus chapurreos se parecen a los trinos matutinos, a las disputas de las golondrinas, pequeños gritos alegres o plañideros que percibo menos con los oídos que con el corazón. Mientras Juanita trata de llegar hasta mí con su torpe paso desde su cuna a mi cama, arrastrándose con las manos y andar inseguro, Armandito trepa con la agilidad de un mono y viene a besarme. Estos pequeñuelos convierten entonces mi cama en el teatro de sus juegos, donde la madre se halla a su discreción. La pequeña me tira de los cabellos y siempre quiere mamar, mientras que Armandito defiende mi pecho como si se tratara de su bien exclusivo. Yo no resisto a ciertas posturas, a risas que parten como cohetes y acaban por ahuyentar el sueño. Entonces jugamos a los ogros y mamá ogra se come a caricias esa tierna carnecita, tan blanca y tan suave; besa sin cesar esos ojos coquetones y llenos de picardía, esos hombros sonrosados y provoca pequeños celos, tan divertidos y graciosos. Hay días en que a las ocho me dispongo a ponerme las medias y a las nueve aún no me he puesto la primera de ellas.
Al fin, querida, nos levantamos. Empieza el aseo y el arreglo. Primero baño y limpio a mis dos florecillas, ayudada por Mary. Yo misma juzgo el grado de calor o tibieza del agua, pues la temperatura de los baños se juzga por los gritos o por los lloros de los niños. Entonces surgen las flotas de papel, los patitos de vidrio. Hay que entretener a los niños para poderlos lavar bien. ¡Si tú supieras lo que hay que inventar en materia de placeres para esos reyes absolutos a fin de poder pasar las suaves esponjas por los más pequeños rincones quedarías asustada de la destreza y el ingenio que requiere el oficio de madre cuando se realiza gloriosamente! Se suplica, se riñe, se promete. Un niño es un gran político y sólo es posible dominarle siendo un político superior a él. Afortunadamente, a esos ángeles todo les hace gracia: un cepillo que cae o una pastilla de jabón que resbala son motivo bastante para las mayores carcajadas. En fin, si los triunfos se pagan caros, por lo menos hay triunfos. Pero sólo Dios, porque ni el propio padre sabe nada de todo esto, Dios, los ángeles o tú podríais comprender las miradas que cambio con Mary cuando, después de haber terminado de vestir a nuestras dos criaturitas, las vemos limpias en medio de los jabones, de las esponjas, de los peines, de las palanganas, de las franelas, de los mil detalles de una auténtica nursery. Me he vuelto inglesa en este punto, pues reconozco que las mujeres de aquel país son unos genios en lo que se refiere a la crianza de los hijos. Aunque sólo consideren al niño desde el punto de vista del bienestar material y físico, tienen razón en sus perfeccionamientos. Así, mis hijos tendrán siempre los pies en la franela y las piernas desnudas. No irán apretados, pero tampoco estarán solos. La esclavitud del niño francés en sus pañales representa la libertad para la nodriza, es verdad. Pero una verdadera madre no es libre: ahí tienes por qué no te escribo, trayendo como traigo entre manos la administración de nuestro patrimonio y dos niños que criar. La ciencia de la madre encierra méritos silenciosos, ignorados de todos, sin exhibiciones, una virtud que se manifiesta en cosas pequeñas, una abnegación de todas las horas. Hay que vigilar las sopas que están cociendo. ¿Me crees mujer capaz de rehuir un cuidado? En el más mínimo puede cosecharse afecto. ¡Oh, es tan bonita la sonrisa de un niño que encuentra excelente su comida! Armandito tiene unos gestos de aprobación que valen por toda una vida de amor. ¿Cómo dejar a otra mujer el derecho, el cuidado, el placer de soplar una cucharada de sopa que Juanita encuentra demasiado caliente, ella, que ha sido destetada hace siete meses y constantemente se acuerda del seno? Cuando una criada ha quemado la lengua y los labios de una criaturita con algo demasiado caliente, al acudir alarmada la madre siempre le dice que es el hambre lo que hace gritar a su hijo. ¿Cómo puede dormir en paz una madre con el temor de que unos alientos impuros puedan pasar por las cucharadas que toma su hijo, ella, a quien la naturaleza no permitió que tuviera ningún intermediario entre su seno y los labios del pequeñuelo? Cortar a trocitos la chuleta de Juanita, a la que ahora salen los primeros dientes, y mezclar esa carne con patatas es obra de paciencia, y sólo una madre puede saber, realmente, en ciertos casos el modo de que un niño coma por entero su ración de comida. Ni criadas ni doncellas inglesas pueden dispensar a una madre de intervenir personalmente en ese campo de batalla donde la dulzura debe luchar contra las pequeñas penas de la infancia y contra los dolores. Hay que cuidar a estos queridos inocentes con toda el alma; sólo podemos confiar en nuestros propios ojos, en la propia mano para el aseo y la comida de los niños o para acostarlos. En principio, el grito de un niño es una razón absoluta. Desde que tengo dos —y pronto tendré tres que cuidar— sólo albergo en el alma a mis hijos; y tú misma, a quien tanto quiero, quedas reducida al mero estado de recuerdo. No siempre puedo estar vestida a las dos. Por eso no confío en las madres que tienen la cara arreglada y todos sus demás asuntos en orden. Ayer, uno de los primeros días de abril, hacía buen tiempo y quise pasear a mis niños antes de que llegue el día, ya próximo, de mi tercer alumbramiento. Pues bien, para una madre una de esas salidas es todo un poema, que se promete ya la víspera para el día siguiente. Armandito debía ponerse por primera vez una chaqueta de terciopelo negro, una nueva gorguera que había bordado yo misma, una toca escocesa con los colores de los Estuardo y plumas de gallo; Juanita tenía que llevar un vestido blanco y rosa, con los deliciosos gorros de los babies, porque es todavía un baby que va a perder este lindo nombre cuando llegue el pequeño que me da golpecitos con el pie, al que llamo mi mendigo y será el benjamín de la familia. He visto a mi hijito en sueños y sé que será un varón. Gorros, gorgueras, chaquetas, medias, zapatitos, el vestido de muselina bordado con dibujos en seda, todo estaba encima de mi cama. Cuando esos dos pajarillos tan alegres, y que tan bien se entienden, tienen ya sus cabelleras castañas bien peinadas; cuando están calzados, han trotado por el suelo de la nursery, cuando esas dos caritas tan clean, como dice Mary, tan limpias, como decimos en francés, cuando esos ojos vivarachos han dicho: “¡Vamos!”, siento palpitar mi corazón. Ver a unos niños arreglados por nuestras propias manos, contemplar esa piel tan fresca, en la que lucen las venas azuladas cuando los hemos bañado, lavado y frotado con la esponja, es un espectáculo cuyo encanto supera al del mejor poema. ¡Con qué pasión, nunca satisfecha, los llamamos para volver a besar esos cuellos que una sencilla gorguera hace más lindos que el de la más bella de las mujeres! Estos cuadros, para cuya contemplación se detienen embobadas las madres ante las más estúpidas litografías de colores, los vivo yo todos los días.
Una vez que hubimos salido de casa, gozando yo de mi trabajo y admirando a Armandito, que parecía el hijo de un príncipe y hacía caminar al baby a lo largo de aquel sendero que tú ya conoces, pasó un coche, quise colocarlos uno tras otro, las dos criaturas rodaron por el barro y ya tienes perdida toda mi obra de arte. Fue preciso llevarlos otra vez a casa y cambiarlos de pies a cabeza. Tomé a la pequeña en brazos, sin ver que echaba a perder mi propio vestido. Mary cogió a Armandito y volvimos a casa. Cuando un baby llora y una criatura se moja, está dicho todo: una madre ya no piensa en ella misma, queda completamente absorbida.
Llega la hora de la comida y la mayor parte de las veces no he hecho nada todavía. ¿Cómo puedo bastarme yo para servir a los dos, para poner las servilletas, para darles de comer? Éste es un problema que resuelvo dos veces al día. En medio de tantos cuidados perpetuos, de tantas fiestas y de tantos desastres, la única que queda olvidada en casa soy yo. Mi toilette depende del humor que ellos tienen. Para disponer de un momento libre y escribirte estas seis páginas, es preciso dejarles que recorten las ilustraciones de mis revistas, que hagan castillos con los libros, que jueguen con las piezas del ajedrez; que Juanita vacíe los cajones de la cómoda.
Después de todo, no tengo por qué quejarme: mis dos hijos son robustos, libres y se entretienen con menos gasto de lo que pudiera creerse. Están contentos con todo, más que juguetes necesitan una libertad vigilada. Algunos guijarros rosados, amarillos, morados o negros, pequeñas conchas, las maravillas de la arena hacen sus delicias. Poseer un gran número de cositas, en eso estriba su riqueza. Cuando observo a Armandito veo que le habla a las flores, a las moscas, a las gallinas y que las imita; se entiende con los insectos, que le llenan de admiración. Todo lo que es pequeño le interesa. Armandito empieza por preguntar el por qué de todas las cosas; ha venido a ver lo que le estoy diciendo a su madrina; por otra parte, te considera un hada y en eso verás que los niños siempre tienen razón.
Ángel mío, yo no quería entristecerte al contarte estos momentos de felicidad. He aquí un detalle que te pintará a tu ahijado: el otro día nos seguía un pobre, porque los pobres saben que ninguna madre acompañada por su hijo Ies niega jamás una limosna. Armandito ignora todavía que nadie pueda llegar a carecer de pan y no sabe lo que es el dinero; pero como acababa de comprarle una trompeta que me había pedido, se la tendió con gesto magnánimo al anciano y le dijo:
—¡Toma!
—¿Permitís que me quede con ella, señora? —me preguntó el pobre.
¿Hay algo que pueda compararse a momentos como éste?
—Es que, señora, yo también he tenido hijos —añadió el viejo, tomando el dinero que le di pero sin prestarle ninguna atención.
Cuando pienso que habrá que llevar a un colegio a un niño como Armandito, que sólo le quedan para estar conmigo tres años y medio, me pongo a temblar. La Instrucción Pública recogerá las flores de esa infancia a todas horas bendecida, desnaturalizará esas gracias y adorables franquezas. Cortarán esa cabellera rizada que yo tanto he cuidado, lavado y besado. ¿Qué harán del alma de Armando?
¿Qué es de tu vida? Nada me has dicho de ella. ¿Sigues amando a Felipe? Ya no me preocupa el sarraceno. Adiós; Juanita acaba de caerse y, si quisiera continuar, esta carta llenaría un volumen.