XXIII

FELIPE A LUISA

Cuando Dios ve nuestras faltas, también ve nuestros arrepentimientos: tenéis razón, mi amada dueña. Comprendí que os había disgustado sin poder penetrar la causa de vuestra preocupación; pero me la habéis explicado y me habéis dado nuevas razones para adoraros. Vuestros celos al modo del Dios de Israel me han llenado de felicidad Nada hay más sano ni más sagrado que los celos. ¡Oh, mi buen ángel guardián!, los celos son un centinela que no duerme jamás; son, para el amor, lo que el dolor es para el hombre: una verdadera advertencia. Sed celosa de vuestro servidor, Luisa: cuanto más le golpeéis, más lamerá él, sumiso, humilde y desgraciado, el bastón que le descubre, al pegarle, la magnitud del interés que sentís por él. Pero, querida, si vos no los habéis advertido, será Dios, al menos, quien tenga en cuenta todos los esfuerzos que hice por vencer mi timidez, por superar los sentimientos que habéis creído débiles en mí. Sí, he procurado mostrarme ante vos tal como era antes de amaros. En Madrid la gente hallaba cierto placer en escucharme y he querido daros a conocer lo que valía. ¿Era esto vanidad? Pues bien la habéis castigado. Vuestra última mirada me sumió en un temblor que jamás había experimentado, ni siquiera cuando vi las fuerzas de Francia ante Cádiz y mi vida en peligro por una hipócrita frase de mi señor. Buscaba la causa de vuestro desagrado sin poder encontrarla y me desesperaba por ese desacuerdo de nuestras almas, puesto que debo actuar a través de vuestra voluntad, pensar a través de vuestro pensamiento, ver a través de vuestros ojos, gozar de vuestros placeres y sentir de nuevo vuestras penas lo mismo que siento el frío o el calor. Para mí, el crimen y la angustia consistían en esa falta de simultaneidad en la vida de nuestros corazones, vida que vos tanto habéis embellecido. “¡Desagradarle!…”, he repetido luego mil veces como loco. Mi noble y hermosa Luisa, si algo podía acrecentar mi entrega absoluta hacia vos y mi fe inquebrantable en vuestra santa conciencia, sería vuestra doctrina, que ha penetrado en mi corazón como una nueva luz. Vos me habéis expresado mis propios sentimientos, me habéis explicado cosas que estaban confusas en mi espíritu… Si vos pensáis castigar así, ¿cuáles serán, entonces, las recompensas? Haberme aceptado como servidor satisfacía ya todos mis deseos. Me habéis dado una vida que no esperaba: mi aliento no es inútil, mi fuerza tiene algo en que emplearse, aunque no sea más que sufrir por vos. Os lo he dicho, os lo repito, me encontraréis siempre como era cuando me ofrecí a vos como humilde y modesto servidor. Aunque fueseis deshonrada y perdida, como aseguráis que podríais llegar a ser, mi cariño aumentaría con vuestra voluntaria desgracia. Limpiaría vuestras llagas, las cicatrizaría, convencería a Dios con mis oraciones de que no erais culpable y de que vuestras faltas eran el crimen de otra persona… ¿Acaso no os he dicho que guardo para vos en mi corazón los sentimientos, tan diversos, que deben anidar en el pecho de un padre, en el de una madre, en el de una hermana y en el de un hermano, que ante todo soy para vos una familia, todo o nada, según lo deseéis? ¿No sois vos quien habéis aprisionado tantos corazones en el corazón de un amante? Perdonadme de vez en cuando por ser más amante que padre y hermano al saber que hay siempre un hermano y un padre detrás del amante. ¡Si pudieseis leer en mi corazón cuando os veo hermosa y radiante, serena y admirada en vuestro coche por los Campos Elíseos, o en vuestro palco del teatro!… ¡Si supieseis cuán poco personal es mi orgullo al escuchar un elogio de vuestra belleza, y cuánto amo a los desconocidos que os admiran! Cuando por azar habéis hecho florecer mi alma con un saludo, me siento a la vez humilde y orgulloso, me alejo como si Dios acabara de bendecirme, regreso alegre y mi alegría deja en mí una estela luminosa, que brilla en el humo de mi cigarrillo y me hace comprender que la sangre que hierve en mis venas os pertenece por entero. No sabéis hasta qué punto sois amada. Después de haberos visto, vuelvo a mi gabinete, donde resplandece toda la magnificencia sarracena, pero donde vuestro retrato lo eclipsa todo en cuanto hago funcionar el resorte que debe hacerlo invisible a todas las miradas; y entonces me hundo en el infinito de esa contemplación: allí es donde compongo poemas a mi felicidad. Desde lo alto de los cielos descubro el curso de toda la vida que me atrevo a esperar. ¿Habéis oído alguna vez, en el silencio de las noches e incluso entre el ruido del mundo, resonar una voz en vuestra orejita adorada? ¿Ignoráis las mil oraciones que os he dirigido? De tanto contemplaros en silencio he acabado por descubrir la razón de todos vuestros rasgos, su correspondencia con las perfecciones de vuestra alma; entonces os hago en español, sobre esa armonía de vuestras dos hermosas naturalezas, unos sonetos que vos no conocéis, ya que mi poesía se halla muy por debajo de su tema y no me atrevo a enviároslos. Mi corazón se halla tan completamente embebido en el vuestro que ni un solo momento dejo de pensar en vos; y si dejaseis de animar así mi vida, sufriría lo indecible. ¿Comprendéis ahora, Luisa, el tormento que será para mí el verme, aunque involuntariamente, causa de un disgusto para vos y no poder adivinar la razón del mismo? Esa bella doble vida se había detenido y mi corazón sentía un frío glacial. En fin, en la imposibilidad de explicarme el desacuerdo, creía que ya no era amado; triste, pero feliz aún, volvía yo a mi Condición de esclavo cuando he recibido vuestra carta, que me ha llenado de gozo. ¡Oh, reprendedme siempre así!

Un niño que acababa de caerse le dijo una vez a su madre “¡perdón!”, al volver a ponerse en pie y ocultarle el daño que se había hecho. Perdón por haberle causado un sobresalto. Pues bien, ese niño era yo. No he cambiado, os entrego la llave de mi carácter con una sumisión de esclavo; pero, querida Luisa, no volveré a dar ningún paso en falso. Procurad que la cadena que me ata a vos, y que vos tenéis sujeta, sea lo suficientemente tensa para que un solo movimiento indique vuestros menores deseos al que será siempre

Vuestro esclavo,
Felipe.