XLVI
LA SEÑORA DE MACUMER A LA CONDESA DE L’ESTORADE
1829.
Supongo que te habrás enterado por los periódicos, mi buena y querida Renata, de la horrible desgracia que acaba de sobrevenirme; no he podido escribirte ni una sola palabra, he permanecido a la cabecera de su lecho una veintena de días con sus noches, recibí su último suspiro, le cerré los ojos, lo velé piadosamente con los sacerdotes y he rezado las oraciones de difuntos. Me infligí a mí misma el castigo de todos esos espantosos dolores y, sin embargo, al ver en sus labios serenos la sonrisa que me dirigía antes de morir no pude creer que mi amor lo haya matado. ¡En fin, él no existe y yo existo! A ti, que nos conociste tan bien, ¿qué más puedo decirte? Todo queda resumido en esas dos frases. Si alguien pudiera decirme el modo de hacerle volver a la vida, cedería mi parte del cielo para poder oír esa revelación, pues sería tanto como volver a verte… Volver a abrazarle, aunque no fuese más que durante unos segundos, sería arrancarme el puñal que ahora tengo clavado en el corazón. ¿No vendrás tú a decirme eso pronto? ¿No me amas lo suficiente para engañarme?… Pero no, tú me dijiste de antemano que le causaba profundas heridas… ¿Es eso cierto? No, yo no he merecido su amor, tienes razón, se lo robé. ¡Ahogué la felicidad con mis abrazos insensatos! Al escribirte no estoy loca, pero siento que estoy sola. Señor, ¿qué más habrá en el infierno, además de lo que esta palabra significa?
Cuando me lo quitaron me acosté en el mismo lecho, esperando morir porque no había más que una puerta entre los dos y creía tener todavía bastante fuerza para empujarla. Pero, ¡ay!, era demasiado joven, y tras una convalecencia de cuarenta días, durante los cuales me alimentaron con horrible arte por medio de las invenciones de una triste ciencia, me veo en el campo, sentada junto a mi ventana entre las bellas flores que él hacía cuidar para mí, gozando de esta vida magnífica sobre la cual se posaron sus ojos tantas veces y que él tanto se congratulaba de haber descubierto porque sabía que me agradaba a mí. Querida, el dolor de cambiar de ambiente es inmenso cuando el corazón está muerto. La tierra húmeda de mi jardín me hace estremecer, la tierra es como una gran tumba y creo caminar encima de él. Durante mi primera salida tuve miedo y permanecí inmóvil. ¡Resulta muy lúgubre ver sus flores y no verle a él!
Mi madre y mi padre están en España, ya conoces a mis hermanos y tú estás obligada a vivir en el campo; pero tranquilízate, dos ángeles habían volado hacia mí. El duque y la duquesa de Soria, esos dos seres tan amables, acudieron al lado de su hermano. Las últimas noches presenciaron nuestros tres dolores, serenos y silenciosos, alrededor de aquel lecho donde moría uno de los hombres realmente nobles y realmente grandes, que tan poco abundan y que nos son superiores en todo. La paciencia de mi Felipe ha sido divina. La vista de su hermano y de María refrescó por un momento su alma y aplacó sus dolores.
—Amada mía —me dijo con la sencillez que le caracterizaba—, me iba a morir sin acordarme de legarle a Fernando la baronía de Macumer; hay que rehacer mi testamento. Mi hermano me perdonará puesto que sabe lo que es amar.
Debo la vida a los cuidados de mi cuñado y de su mujer, que quieren llevarme a España.
¡Renata, qué enorme desastre! Sólo a ti puedo decirte lo grande que ha sido. El sentimiento de mis faltas me abruma, y es un amargo consuelo este de confiártelas a ti, pobre Casandra no escuchada. Yo lo maté con mis exigencias, con mis celos injustificados, con mis continuos disgustos. Mi amor era tanto más terrible cuanto que poseíamos una misma exquisita sensibilidad, hablábamos el mismo lenguaje, él lo comprendía admirablemente todo, y, a menudo, mis bromas, sin que yo me diera cuenta, llegaban al fondo de su corazón. Tú no podrías imaginar hasta qué punto llevaba aquel querido esclavo su obediencia: yo le decía a veces que se fuera y me dejara sola y él salía sin discutir un capricho que quizá le hacía sufrir. Hasta su último suspiro me bendijo, repitiéndome que una sola mañana a solas conmigo valía para él mucho más que una larga vida al lado de cualquier otra mujer, aunque esa mujer fuese María Heredia. Al escribir estas palabras estoy llorando.
Ahora me levanto al mediodía, me acuesto a las siete de la tarde, como a horas inverosímiles, camino despacio, permanezco de pie toda una hora delante de una planta, contemplo el follaje, me ocupo con censura y gravedad de insignificancias, adoro la sombra, el silencio y la noche; en fin, combato las horas y las añado al pasado con un siniestro placer. La paz de mi parque es la única compañía que deseo; encuentro en todo las sublimes imágenes de mi felicidad extinguidas, invisibles para los demás, elocuentes y vivas para mí.
Mi cuñada se arrojó en mis brazos la mañana que le dije:
—Me abrumáis. Los españoles poseéis una grandeza de alma superior a la nuestra.
Renata, si yo no he muerto es que Dios proporciona, sin duda, el sentimiento de la desgracia a la fuerza de los afligidos. Sólo nosotras, las mujeres, conocemos el alcance de nuestra pérdida cuando perdemos un amor sin hipocresía, un amor de elección, una pasión duradera cuyos placeres satisfacían tanto al alma como la naturaleza. ¿Cuándo encontramos un hombre tan lleno de buenas cualidades que podemos amarle sin envilecemos? Hallarle constituye la felicidad más grande que pudiera alcanzarnos y no podríamos encontrarlo dos veces. ¡Hombres verdaderamente fuertes y grandes, en quienes la virtud se esconde bajo la poesía, cuya alma posee un elevado encanto, hechos para ser adorados, guardaos de amar, porque causaréis la desgracia de la mujer amada y la vuestra! Esto es lo que grito por las avenidas de mis bosques. ¡Y no tener un hijo de él!
Aquel inagotable amor que me sonreía siempre, que sólo tenía flores y alegrías que derramar, aquel amor fue estéril. ¡Soy una criatura maldita! El amor puro y violento, como lo es cuando es absoluto, ¿será, acaso, tan estéril como el odio, del mismo modo que el extremado calor de las arenas del desierto y el extremado frío de los hielos del Polo impiden toda existencia? ¿Es preciso casarse con un Luis de l’Estorade para poder tener una familia? ¿Es que Dios tiene celos del amor? Pero veo que estoy disparatando.
Me parece que tú eres la única persona a quien podría tolerar junto a mí; ven, pues, ya que tú sola debes estar junto a una Luisa enlutada. ¡Qué día tan horrible aquel en que me puse el velo de las viudas! Cuando me vi vestida de negro me dejé caer sobre una silla y lloré hasta que se hizo de noche, y lloro también ahora cuando te hablo de aquel terrible momento. Adiós, escribirte me fatiga; tengo demasiadas ideas y no quiero expresarlas. Trae a tus niños, puedes criar aquí al menor de ellos. Ya no voy a tener celos; él no existe y mi ahijado me causará un gran placer al verle. Felipe deseaba un niño que se pareciese a Armandito. En fin, ven a tomar tu parte en mis dolores…