XV

LUISA DE CHAULIEU A LA SEÑORA DE L’ESTORADE

Martes.

Ángel mío, el matrimonio nos convierte en filósofos… Tu hermoso rostro debía estar amarillento en el momento de escribirme aquellos terribles pensamientos sobre la vida humana y nuestros deberes. ¿Crees que me convertirás al matrimonio por medio de ese programa de trabajos subterráneos? A eso te han llevado, por lo visto, nuestros sueños demasiado eruditos. Salimos de Blois arropadas por toda nuestra inocencia y armadas con las agudas puntas de la reflexión; los dardos de esta experiencia, puramente moral, de las cosas del mundo se han vuelto contra ti. Si no te conociera como la criatura más pura y angelical del mundo, te diría que esos cálculos tuyos huelen a depravación. ¿Cómo es posible, querida mía, que lleves tu afición a la vida campestre, hasta el punto de distribuir tus placeres en pilas, y trates el amor como pudieras tratar la leña de tus bosques? Prefiero morir entre el fragor de los torbellinos de mi corazón a vivir en la sequedad de tu sabia aritmética. Eras, como yo, una joven muy instruida porque habíamos reflexionado mucho sobre muy pocas cosas; pero, criatura, la filosofía sin amor, o bajo un falso amor, es la más horrible de las hipocresías conyugales. No sé si, alguna vez que otra, el mayor imbécil de la tierra sería capaz de descubrir el mochuelo de la sabiduría escondido entre tu montón de rosas, descubrimiento poco agradable y capaz de ahuyentar la pasión más encendida. Tú misma te fabricas tu destino en lugar de ser su juguete. Ambas nos comportamos de un modo muy singular: mucha filosofía y poco amor, ese es tu régimen; mucho amor y poca filosofía, he ahí el mío. La Julia de Juan Jacobo, que yo creía un maestro, no era más que un aprendiz comparada contigo. Dirás que me burlo de ti y quizá tengas razón. Tu Luis será sin duda dichoso. Si te ama, cosa que no pongo en duda, nunca se dará cuenta de que obras, en bien de tu familia, como se comportan las cortesanas en interés de su fortuna; y sin duda hacen felices a los hombres, a juzgar por las locas dilapidaciones que provocan. Un marido clarividente seguiría, sin duda, apasionado por ti; mas ¿no acabaría por creerse dispensado de guardar gratitud a una mujer que hace de la falsedad algo así como un corsé moral, tan necesario para su vida como el otro lo es para el cuerpo? Querida mía, a mis ojos el amor es el principio de todas las virtudes, referidas a una imagen de la Divinidad. El amor, como todos los principios, no se calcula, es el infinito de nuestra alma. ¿Has querido justificar ante ti misma la horrible situación de una joven casada con un hombre al cual sólo puede apreciar? El deber, esa es tu regla y tu medida; pero obrar por necesidad, ¿no es, por ventura, la moral de una sociedad de ateos? En cambio, obrar por amor y por sentimiento, ¿no es la ley secreta de las mujeres? Tú te has hecho hombre a ti misma, y tu Luis va a encontrarse convertido en mujer. Querida, tu carta me ha abismado en meditaciones sin cuento. He comprobado que el convento no sustituye jamás a una madre para las jóvenes. ¡Te lo suplico, mi noble ángel de ojos negros, tan pura y tan orgullosa, tan grave y tan elegante, piensa en los primeros gritos que tu carta me arranca! Me he consolado al pensar que, en el momento en que yo me lamentaba, el amor derribaba los andamios de la razón. Tal vez obre peor que tú al no calcular: la pasión es un elemento que ha de tener una lógica tan cruel como la tuya.

Lunes.

Ayer por la noche, al ir a acostarme, me he asomado a la ventana para contemplar el cielo, que era de una sublime pureza. Las estrellas parecían clavitos de plata, puestos allí para sostener un velo azul. A causa del silencio de la noche pude advertir el ruido de una respiración y, gracias a la suave claridad difundida por las estrellas, he visto a mi español, oculto como una ardilla entre las ramas de uno de los árboles de la avenida de los bulevares, admirando sin duda mis ventanas. Este descubrimiento hizo, como primer efecto, que me retirase al interior de mi aposento, con los pies y las manos como rotos; pero en el fondo de esta sensación de miedo había una deliciosa alegría. Me sentía abatida y feliz al mismo tiempo. Ni uno solo de esos inteligentes franceses que aspiran a casarse conmigo ha tenido la ocurrencia de venir a pasar las noches sobre las ramas de un olmo y de correr así el riesgo de que lo detenga un guardia. Sin duda mi español está allí desde hace algún tiempo. En vez de darme lecciones, quiere recibirlas; pues bien: las tendrá. ¡Si supiera todo lo que me he dicho a mí misma acerca de su aparente fealdad! Yo también, Renata, he filosofado. He pensado que había algo horrible en el hecho de arriar a un hombre guapo. ¿No es como confesar que los sentidos constituyen las tres cuartas partes del amor, el cual debe ser divino? Cuando me había repuesto de mi primera sensación de miedo, alargué el cuello por detrás del cristal para mirarle y entonces él, soplando por una caña hueca, me envió una carta artísticamente enrollada alrededor de un grueso perdigón.

—¡Dios mío, va a creer que he dejado abierta adrede la ventana! —me dije—. Pero si la cerrase ahora bruscamente sería como convertirme en su cómplice.

Hice algo mejor, he vuelto a mi ventana como si no hubiera oído el ruido de su billete, como si nada hubiera visto, y le dije a mi dama de compañía en voz alta:

—¡Venid, miss Griffith, venid a ver las estrellas!

Miss Griffith dormía como una vieja solterona. Al oír mi voz, el moro desapareció con la rapidez de una sombra. Debió de sentir tanto miedo como yo, pues no le oí marcharse; sin duda permaneció al pie del olmo. Al cabo de un cuarto de hora, durante el cual yo me ahogaba en el azul del cielo y nadaba por el océano de la curiosidad, cerré la ventana y me senté en la cama, para desenrollar el finísimo papel con la misma solicitud con que en Nápoles trabajan los volúmenes antiguos. Mis dedos parecían tocar ascuas.

“¡Qué horrible poder ejerce ese hombre sobre mí!” —me dije—. En seguida acerqué el papel a la llama con objeto de quemarlo sin leerlo… Un pensamiento sujetó mi mano. “¿Qué me escribirá para hacerlo en secreto?”. Pues bien, querida, al fin quemé la carta, pensando que si todas las jóvenes de la tierra la hubieran devorado, yo, Armanda Luisa María de Chaulieu, no debía leerla.

Al día siguiente, en los Italianos, estaba él acechándome desde su sitio de costumbre. Mas, por muy primer ministro constitucional que haya sido, no creo que mi actitud le revelase la menor agitación de mi alma. Permanecí completamente impasible, como si nada hubiera visto ni recibido el día anterior. ¡Pobre hombre, es tan natural en España que el amor entre por la ventana! Durante el entreacto salió a pasear por los pasillos. El primer secretario de la embajada de España me lo dijo, al mismo tiempo que me contaba esta acción sublime: siendo duque de Soria, tenía que casarse con una de las más ricas herederas de España, la princesa María Heredia, cuya fortuna habría suavizado para él las desgracias del exilio; mas parece ser que, frustrando los deseos de los padres, que los habían prometido en matrimonio desde niños, María amaba al hermano menor de Soria, y mi Felipe ha renunciado a la princesa María en el momento en que era despojado de todo por el rey de España.

—Ha debido hacer eso con toda sencillez —le dije al joven.

—Entonces, ¿le conocéis? —me preguntó ingenuamente.

Mi madre ha sonreído.

—¿Qué va a ser ahora de él, si está condenado a muerte? —pregunté.

—Si está muerto en España, tiene derecho a vivir en Cerdeña.

—Entonces, ¿también hay tumbas en España? —dije yo, para fingir que tomaba a broma el asunto.

—Hay de todo en España, incluso españoles del tiempo antiguo —respondió mi madre.

—El rey de Cerdeña, aunque no sin dificultad, ha concedido un pasaporte al barón de Macumer —ha dicho el joven diplomático—; pero finalmente se ha convertido en súbdito sardo, con derecho de alta y baja justicia. Tiene un palacio en Sassari. Si Fernando VII muriese, Macumer entraría, probablemente, en la diplomacia y la corte de Turín haría de él un embajador. Aunque joven…

—¡Ah! ¿es joven?…

—Sí, señorita… aunque joven es uno de los hombres más distinguidos de España.

Yo estaba mirando con los gemelos al público de la sala, fingiendo prestar escasa atención a las palabras del secretario; pero, dicho sea entre nosotras, estaba desesperada por haber quemado la carta. ¿Cómo se expresa un hombre como este cuando ama? Y me ama. ¡Ser amada, adorada en secreto, tener en esta sala, donde está reunida la flor y nata de París, un hombre para una sola, sin que nadie lo sepa! ¡Oh Renata, ahora sí que he comprendido la vida parisiense, con sus bailes y sus fiestas! Todo ha adquirido su verdadero color a mis ojos. Tenemos necesidad de los demás cuando amamos, aunque no sea más que para sacrificarlos a quien amamos. He sentido nacer dentro de mi ser a otro ser sumamente dichoso. Todas mis vanidades, mi amor propio, mi orgullo, se sentían acariciados. ¡Dios sabe qué mirada he lanzado al mundo!

—¡Ah, curiosilla! —me ha dicho mi madre al oído, sonriendo.

Sí, mi astuta madre ha adivinado cierta secreta alegría en mi actitud, y yo he arriado el pabellón ante una madre tan experta. Sus palabras me han enseñado sobre la ciencia del mundo mucho más de lo que yo había podido sorprender desde hace un año, puesto que ya estamos en marzo. Dentro de un mes ya no tendremos Italianos. ¿Qué será de nosotros sin esta música adorable, cuando se tiene el corazón lleno de amor?

Querida mía, al volver a casa y con resolución digna de una Chaulieu, he abierto mi ventana para admirar un chubasco. ¡Oh, si los hombres conociesen el poder de seducción que ejercen sobre nosotras las acciones heroicas, serían grandes; los más cobardes se convertirían en héroes! Lo que había sabido de mi español me daba fiebre. Estaba segura de que se encontraba allí, dispuesto a lanzarme otra carta por la ventana. No la he quemado, la he leído. He aquí, pues la primera carta de amor que he recibido, señora razonadora: cada una la suya.

"Luisa, no os amo a causa de vuestra sublime belleza; no os amo a causa de vuestra grande inteligencia, de la nobleza de vuestros sentimientos, de la gracia infinita que conferís a todas las cosas, ni a causa de vuestro orgullo, vuestro soberano desdén por lo que no pertenece a vuestra esfera, y que en vos no excluye en modo alguno la bondad, porque vos poseéis la caridad de los ángeles. Luisa, os amo porque habéis mostrado benevolencia para con un pobre expatriado; porque con un gesto, con una mirada, habéis consolado a un hombre que tenía la desgracia de hallarse tan por bajo de vos que sólo podía aspirar a vuestra piedad, pero a una piedad generosa. Vos sois la única mujer en el mundo que había atemperado para mí el rigor de sus ojos; y como vos habéis dejado caer sobre mí esa mirada bienhechora cuando yo era un grano en el polvo, algo que no había obtenido jamás cuando poseía cuanto puede poseer un hombre, debo haceros saber, Luisa, que os amo por vos misma, sin cálculo alguno, sobrepasando en mucho las condiciones impuestas por vos a un amor perfecto. Sabed, ídolo colocado por mí en lo más alto de los cielos, que hay en el mundo un vástago de la raza sarracena cuya vida os pertenece, a quien podéis pedírselo todo como a un esclavo, y que mirará como un honor ejecutar vuestras órdenes. Me he entregado a vos sin esperar recompensa, por el solo placer de darme, por una sola de vuestras miradas, por esa mano que tendisteis una mañana a vuestro profesor de español. Tenéis en mí un servidor, Luisa, y no otra cosa. No, no puedo pensar que algún día llegue a ser amado; pero quizá pueda ser tolerado, únicamente a causa de mi devoción y entrega. Desde aquella mañana en que me sonreísteis como una joven de nobles sentimientos que adivinara la miseria de mi corazón solitario y traicionado, os he entronizado: vos sois la soberana absoluta de mi vida, la reina de mis pensamientos, la divinidad de mi corazón, la luz que brilla en mí, la flor de mis flores, el bálsamo del aire que respiro, la riqueza de mi sangre, la claridad en que me adormezco dulcemente. Un solo pensamiento turbaba esta felicidad: vos ignorabais que poseyeseis una dedicación sin límite, un brazo leal, un esclavo ciego, un agente mudo, un tesoro, ya que solamente soy depositario de todo lo que poseo; ignorabais, en fin, que tuvierais a vuestra disposición un corazón al que todo lo podéis confiar, el corazón dé una anciana abuela a la que podéis preguntárselo todo, de un padre a quien podéis reclamar protección, de un amigo, de un hermano; todos estos sentimientos los echáis de menos a vuestro alrededor, lo sé. ¡He sorprendido el secreto de vuestro aislamiento! Mi audacia proviene de mi deseo de revelaros la amplitud de vuestras posesiones. Aceptadlo todo, Luisa, me habréis dado la única vida que hay para mí en el mundo, la de sacrificarme. Al ponerme el collar de la esclavitud, no os exponéis a nada: jamás pediré otra cosa que el placer de saber que os pertenezco. No me digáis siquiera que no me amaréis jamás: ya sé que esto ha de ser así; debo amar desde lejos, sin esperanza y para al mismo. Quisiera saber si me aceptáis como servidor vuestro y me he devanado los sesos tratando de hallar la prueba que os muestre que por vuestra parte no sufrirá menoscabo alguno vuestra dignidad al declarármelo, ya que hace muchos días que, sin saberlo vos, soy vuestro. Así, pues, podríais declarármelo si una noche, en los Italianos, tuvieseis en la mano un ramillete compuesto por una camelia blanca y una camelia roja, imagen de la sangre de un hombre a las órdenes de un candor adorable. Todo lo habréis dicho entonces: en cualquier momento, dentro de diez años o mañana mismo, cualquier cosa que quisierais y estuviera en la mano del hombre realizar, sería hecho desde el momento mismo en que os dignaseis pedírselo a vuestro fiel servidor,

Felipe Henárez."

P. D.: Querida mía, debes confesar que los grandes señores saben amar. ¡Qué brinco de león africano! ¡Qué ardor contenido! ¡Qué fe! ¡Qué sinceridad! ¡Qué grandeza de alma en medio de la humillación! Me he sentido empequeñecida, y me he preguntado, estupefacta: “¿Qué hacer?…”. Lo propio de un grande hombre es desorientar los cálculos ordinarios. Es sublime y enternecedor, ingenuo y gigantesco.

Con una sola carta, se ha puesto por encima de las cien cartas de Lovelace y de Saint-Preux. ¡Oh, he ahí el amor verdadero! Es o no es; pero cuando es, debe manifestarse en toda su inmensidad. Heme aquí despojada de todas mis coqueterías. ¡Rehusar o aceptar! Me encuentro entre estos dos términos sin un pretexto que abrigue mi irresolución. Toda discusión queda suprimida. Ya no es París, es España o el Oriente; es un Abencerraje el que habla, el que se arrodilla ante la Eva católica y le ofrece su cimitarra, su caballo, y su cabeza. ¿Aceptaré este retoño de moro? Vuelve a leer a menudo esta carta hispano-sarracena, querida Renata, y verás en ella que el amor triunfa sobre todas las convenciones judaicas de tu filosofía. Mira, Renata, tú me has aburguesado la vida. ¿Tengo necesidad de fingir? ¿Acaso no soy eternamente dueña de ese león que cambia sus rugidos por suspiros humildes y religiosos? ¡Oh, cuánto debe haber rugido en su cubil de la calle de Hillerin Bertin! Sé donde vive, tengo su tarjeta: “F., BARÓN DE MACUMER”. Ha hecho para mí imposible toda respuesta, no tengo más remedio que echarle a la cara dos camelias. ¡Qué ciencia infernal posee el amor puro, verdadero, ingenuo! He aquí, pues, lo que hay de más grande para el corazón de una mujer reducido a una acción simple y fácil. ¡Oh el Asia! He leído las Mil y una noches y ése es el espíritu de ellas: dos flores y queda todo dicho. Nos saltamos los catorce volúmenes de Clarisa Harlowe con un ramillete. Frente a esta carta me retuerzo como una cuerda puesta en el fuego. Tomas o no tomas tus dos camelias. Finalmente, una voz me grita: “Sométele a prueba”. Y esto es, justamente, lo que voy a hacer.