XXXVI

LA VIZCONDESA DE L’ESTORADE A LA BARONESA DE MACUMER

Querida, nuestro asombro fue imposible de expresar cuando, a la hora del desayuno, nos dijeron que habíais partido y, sobre todo, cuando el postillón que os llevó hasta Marsella nos entregó tu insensata carta. Pero, mala persona, aquellas conversaciones al pie de la peña, en el “banco de Luisa”, sólo versaban acerca de tu felicidad, e hiciste mal en molestarte. ¡Ingrata, te condeno a volver aquí tan pronto como te lo pida! En esa odiosa carta, garrapateada en papel de mesón, no me dices adonde vas de modo que me veo obligada a dirigirte esta respuesta a Chantepleurs.

Escucha, querida hermana de elección, y sabe que, ante todo, quiero que seas dichosa. Tu marido, Luisa mía, tiene una profundidad de alma y pensamiento que impone tanto como su gravedad natural y su noble continente; además, en su fealdad, tan espiritual, y en su mirada aterciopelada hay un poder realmente majestuoso, hasta el punto de que necesité algún tiempo antes de establecer esa familiaridad sin la cual es difícil observarse a fondo. En fin, ese hombre ha sido primer ministro y te adora casi como se adora a Dios; por lo tanto, debía disimular profundamente y para buscar secretos en el fondo de ese diplomático, bajo las rocas de su corazón, tenía que desplegar tanta habilidad como astucia; pero conseguía, sin que nuestro hombre se diera cuenta de ello, descubrir muchas cosas de las cuales mi pequeña no tiene ni la menor sospecha. Entre nosotras dos, yo soy un poco la Razón mientras tú eres la Imaginación; yo soy el grave Deber y tú eres el loco Amor. Este contraste espiritual, que al principio sólo existía entre nosotras, la suerte se ha complacido en continuarlo en nuestros destinos. Yo soy una humilde vizcondesa campesina, excesivamente ambiciosa, que debe conducir a su familia por una senda de prosperidad; mientras que el mundo sabe que Macumer ha sido duque de Soria y que, duquesa por derecho, reinas sobre ese París en el que tan difícil le es a todos, incluso a los reyes, eso de reinar. Posees una hermosa fortuna, que Macumer va a doblar si realiza sus proyectos para la explotación de sus inmensos dominios de Cerdeña, cuyos recursos son en Marsella bien conocidos. Confiesa que si alguna de nosotras tuviera que estar celosa, sería yo. Pero demos gracias a Dios porque cada una de nosotras tenga el corazón puesto a un nivel demasiado alto para que nuestra amistad esté por encima de las vulgares pequeñeces. Te conozco y sé que estás avergonzada por haberme abandonado. A pesar de tu fuga, no voy a ahorrarte ni una sola de las palabras que hoy pensaba decirte bajo la roca. Léeme, pues, con atención, te lo ruego, ya que se trata de ti todavía más que de Macumer. Ante todo, pequeña mía, debo decirte que tú no amas a ese hombre. Antes de que hayan transcurrido dos años, te habrás cansado de su adoración. No verás jamás en Felipe un marido, sino un amante, del que te burlarás sin escrúpulo alguno, como se burlan de su amante todas las mujeres. No, no te impresiona, no tienes por él ese profundo respeto, esa ternura llena de temor que una verdadera enamorada tiene por aquel a quien mira como a un dios. He estudiado muy bien el amor, ángel mío, y he arrojado más de una vez la sonda en los abismos de mi corazón. Después de haberte examinado bien puedo decírtelo: tú no amas. Sí, mi querida reina de París: lo mismo que todas las reinas, desearías ser tratada como una griseta, desearías verte dominada, arrastrada por un hombre fuerte que, en vez de adorarte, supiera agarrarte fuertemente del brazo en una escena de celos. Macumer te ama demasiado para poder reprenderte o resistirte alguna vez. Una sola de tus miradas, una sola de tus palabras de mujer coqueta hace que se funda su voluntad. Tarde o temprano le despreciarás por quererte tanto. Él te mima, como te mimaba yo cuando estábamos en el convento, porque eres una de las mujeres más seductoras y una de las inteligencias más cautivadoras que pueda uno imaginar. Eres, sobre todo, sincera, y el mundo exige a menudo, para nuestra propia felicidad, mentiras a las que tú no querrás descender jamás. Por ejemplo, el mundo exige que una mujer no deje vislumbrar el imperio que ejerce sobre su marido. Socialmente hablando, un marido no debe aparecer como el amante de su mujer, por mucho que la quiera, como tampoco una esposa debe desempeñar el papel de una amante. Ahora bien, tanto tú como él faltáis a esa ley Hija mía, el mundo, según lo que de él me has contado, lo que menos perdona es la felicidad; por lo tanto, es preciso ocultársela; pero esto no es nada. Hay entre los amantes una igualdad que no puede jamás, en mi opinión, aparecer entre una mujer y su marido, so pena de un enorme trastorno social y desgracias irreparables. Un hombre nulo es algo espantoso; pero hay algo peor, y es el hombre anulado. Llegará un momento en el que tú habrás reducido a Macumer a un estado en que no sea más que la sombra de un hombre: dejará de tener voluntad, ya no será él mismo, sino una cosa modelada a tu antojo; te lo habrás asimilado tan perfectamente que, en vez de ser dos, no habrá más que una persona en vuestro hogar, y ese hogar será entonces necesariamente incompleto; tú serás la primera en sufrir a causa de ello, y el mal no tendrá ya remedio cuando te dignes abrir los ojos. Por mucho que hagamos, nuestro sexo no poseerá jamás las cualidades que distinguen al hombre; y esas cualidades son, más que necesarias, indispensables en la familia. En este momento, a pesar de su ceguera, Macumer vislumbra ese porvenir y se siente menoscabado a causa de su amor. Su viaje a Cerdeña me demuestra que va a intentar encontrarse de nuevo a sí mismo por medio de esa separación momentánea. Tú no vacilas en ejercer el poder que te entrega el amor. Tu autoridad se advierte en los gestos, en la mirada, en el acento. ¡Oh, querida, eres, como te decía tu madre, una loca cortesana! Es verdad, y creo que tú te has dado cuenta de ello, que soy muy superior a Luis; pero ¿me has visto contradecirle alguna vez? ¿No soy en público una mujer que le respeta como la autoridad de la familia? ¡Hipocresía!, dirás tú. Ante todo, los consejos que considero útil darle, mis opiniones, mis ideas, se las someto en el recogimiento y silencio de nuestra alcoba; pero puedo jurarte, ángel mío, que ni siquiera entonces afecto ante él ninguna autoridad. Si yo no siguiera siendo su mujer, tanto en secreto como en público, él perdería la fe en sí mismo. Querida, la perfección en la caridad consiste en borrarse uno mismo de tal modo que quien reciba el favor no se sienta inferior a quien se lo hace; y esta oculta abnegación nos produce dulzuras infinitas. Mi gloria ha consistido en que tú misma te engañases y me hayas hecho elogios de Luis. La prosperidad, la dicha, la esperanza han hecho, por otra parte, que desde hace dos años recuperase lo que la desgracia, las calamidades, el abandono y la duda le habían hecho perder. En este momento, según mis observaciones, descubro que amas a Felipe para ti y no para él mismo. Hay mucha verdad en lo que te dijo tu padre: tu egoísmo de gran dama se halla solamente disfrazado por las flores primaverales de tu amor. Pequeña mía, es necesario amarte mucho para poder decirte estas verdades tan crudas. Déjame que te cuente, con la condición de que nunca le dirás nada de esto al barón, el final de uno de nuestros coloquios. Habíamos entonado tus alabanzas en todos los tonos, porque bien ha visto él que yo te amaba como a una hermana muy querida, y después de haberle llevado, sin que lo advirtiera, al terreno de las confidencias.

—Luisa —le dije— todavía no ha luchado con la vida, ha sido tratada como una niña mimada por la suerte, y quizá sería desgraciada si vos no supierais ser un padre para ella, del mismo modo que sois un amante.

—¿Acaso puedo serlo? —me preguntó.

Se detuvo, como un hombre que ve ante sí el precipicio adonde va a rodar. Esta exclamación fue suficiente. Si tú no hubieses partido, algunos días más tarde me habría dicho algo más.

Ángel mío, cuando ese hombre se halle sin fuerzas, cuando haya encontrado la saciedad en el placer; cuando se sienta, no digo envilecido, pero sí sin dignidad ante ti, los reproches que le haga su conciencia le producirán una especie de remordimiento y te herirán a causa de que tú te sentirás culpable. En fin, acabarás por despreciar a quien no estabas acostumbrada a respetar. Piénsalo: el desprecio es en la mujer la primera forma que adopta el odio. Como eres de noble corazón, te acordarás siempre de los sacrificios que Felipe te haya hecho; pero ya no podrá hacerte más desde el momento en que él mismo se haya saciado de este primer festín, y ¡ay del hombre, igual que de la mujer, que ya no inspiran deseo alguno! Todo se ha dicho ya. Para vergüenza o para gloria nuestra, no podría decidir sobre este punto tan delicado. ¡Somos exigentes únicamente con el hombre que nos ama!

¡Oh, Luisa, cambia, ahora que aún estás a tiempo! Todavía puedes, comportándote con Macumer como yo me comporto con l’Estorade, hacer surgir el león escondido en el interior de ese hombre realmente superior. Se diría que quieres vengarte de su superioridad. ¿Acaso te sentirías orgullosa al ejercer tu poder de un modo que no fuese en provecho tuyo, al convertir un hombre de talento en un grande hombre, tal como yo hago con un hombre corriente en un hombre superior?

Si hubieras permanecido en el campo, también te habría dicho esto por carta; habría temido tu petulancia y tu ingenio en la conversación, mientras que estoy convencida de que al leerme reflexionarás acerca de tu porvenir. Querida amiga, lo tienes todo para ser feliz, no eches a perder tu felicidad y regresa a París en el mes de noviembre. Esos cuidados y ajetreo del mundo de los que yo me quejaba son diversiones necesarias para vuestra existencia, tal vez algo excesivamente íntima. Una mujer casada debe tener su coquetería. La madre de familia que no hace desear su presencia al hacerse rara en el seno del hogar se expone a que se cansen de ella. Si llego a tener varios hijos, lo cual deseo para mi felicidad, te juro que tan pronto como hayan llegado a cierta edad, me reservaré unas horas durante las cuales estaré sola; porque es preciso hacerse desear por todo el mundo, incluso por los hijos. Adiós, querida celosa. ¿Sabes que una mujer vulgar se sentiría halagada por haberte ocasionado ese arranque de celos? Yo, en cambio, sólo puedo sentirme afligida por ello, porque en mí no hay más que una madre y una amiga sincera. Mil besos. En fin, haz lo que quieras para excusar tu partida; si tú no estás segura de Felipe, yo sí que lo estoy de Luis.