Capítulo 6

Demonios. Señores del Inframundo. Una vez amados soldados de los dioses, ahora insultadas plagas de la tierra. Cada hombre albergaba un demonio en el interior de su cuerpo, un demonio tan vil que hasta el infierno era incapaz de contenerlo. Demonios como Enfermedad, Muerte, Miseria, Dolor y Violencia.

Y estoy atrapada dentro de una nave aérea con ellos, pensó Gwen, su histeria alcanzaba nuevas alturas.

El avión, por otro lado, se estaba sacudiendo e inclinándose, perdiendo altitud a una velocidad alarmante. Eso no detuvo a los Señores. Se estaban acercando alrededor de ella, rodeándola, inmovilizándola. Su corazón golpeaba fuertemente en su pecho, causando que la sangre subiera súbitamente a través de sus venas y zumbara en sus oídos. Si tan solo ese zumbido amortiguara el chillido salvaje de la Arpía... No tenía tal suerte. Había una tumultuosa sinfonía dentro de su cabeza, chillando, campaneando, llevándose su salud mental, dejándola caer... caer... en un negro vacío donde sólo la muerte y la destrucción reinaban.

Brutal y poderosos como esos guerreros eran, debía haber sospechado que estaban poseídos por demonios. Los ojos rojos, la primera vez que vio a Sabin... la irregular mariposa tatuada en sus costillas...

Soy tan estúpida.

Aunque Gwen había estado observando a esos hombres en los pasados días, debía haber estado demasiado cansada, demasiado hambrienta, demasiado aliviada por su liberación para notar el tatuaje en los otros, en dónde estuvieren. Eso, o a había estado enredada con el atractivo de Sabin. Actualmente, ahora que había pensado en ello, los guerreros habían estado siempre totalmente vestidos en su presencia, como si se compadecieran de lo que ella había atravesado y no hubieran querido asustarla mostrando demasiada piel. Pero ahora sabía la verdad. Habían estado, simplemente, escondiendo sus marcas.

¿Qué demonio poseía a Sabin?, se preguntó. ¿Qué demonio había observado, fascinándola con cada palabra y acción? ¿Qué demonio se había imaginado besando y tocando, arañando y retorciéndose contra?

¿Cómo podían sus hermanas adorar a esos príncipes de la maldad? Bien, la idea de ellos, de cualquier forma. Para su conocimiento, nunca se habían conocido. ¿Quién hubiera sobrevivido de haberlo hecho? Eran hombres sin misericordia o remordimiento, capaces de cualquier acto oscuro, y estaban comprometidos en una guerra sin final que se extendía desde el pasado al presente, de mar a mar, de muerte a muerte.

Cada vez que le habían contado sobre ellos, su miedo a los predadores furtivos en la noche y amigos escondiéndose a la luz del sol se había multiplicado. Allí fue cuando había comenzado a temer al predador dentro de ella, para eso le habían contado esas historias. Por lo cual podía emular a los guerreros. Incluso, así como Gwen había sentido horror al pensamiento, la Arpía había absorbido cada palabra, lista para probarse.

Debo escapar. No puedo quedarme aquí por más tiempo. Nada bueno puede salir de ello. O me matan luego o mi Arpía peleará duramente para ser como ellos. Ella hubiera estado mejor lejos en las manos de su despreciable enemigo.

—Tienes que dejar de gritar, Gwen.

La áspera y familiar voz penetró el caótico fango que inundaba su mente, pero todavía persistían los chillidos.

—Cállala, Sabin. Mis malditos oídos están sangrando.

—No estás ayudando, idiota. Gwendolyn, debes calmarte o nos harás daño. ¿Quieres lastimarnos, cariño? ¿Quieres matarnos después de que te salvamos y te dimos refugio? Nosotros podemos abrigar demonios, pero no somos malvados. Creo que te lo hemos probado. ¿No te hemos tratado a ti y a las otras mejor que vuestros captores? ¿Te he tocado con enfado? ¿Te he obligado? No.

Lo que había dicho era verdad. ¿Pero podía confiar en un demonio? Amaban mentir. También las Arpías, irrumpió la voz de la razón. Parte de ella quería confiar en ellos; la otra parte quería saltar del avión. El avión, todavía sacudiéndose y cayendo en picado.

Está bien, es hora de pensar lógicamente. Había estado con ellos durante dos días. Estaba viva y bien, sin ni siquiera un rasguño. Si seguía en pánico, la Arpía se libraría de su agarre, controlándola, hambrienta por hacer estragos. Sacaría, más que nada, al piloto, quizás incluso a ella, del inevitable choque. ¿Cuán tonta sería, habiendo sobrevivido al cautiverio y a los Señores para terminar matándose ella misma?

La lógica ganó.

Así como la calma se abrió camino hacia su mente dando codazos, sus agudos gritos cesaron. Todos se quedaron congelados. Dentro y fuera respiró, o trató de hacerlo, su garganta se sentía inflamada, bloqueada, ahora oyendo la desesperada alarma proviniendo de la cabina. Antes de que pudiera tener otro ataque de pánico, el avión se estabilizó y todo se tranquilizó.

—Eso es, buena chica. Ahora, retroceded, chicos. La tengo.

Sabin no sonaba seguro, sólo con determinación.

La luz centelló en su conciencia, y los colores pronto siguieron el mismo camino, la vida real se pintó a su alrededor. Bendito infierno. Su visión se había vuelto infrarroja, y ni siquiera lo había notado. La Arpía había estado cerca, tan malditamente cerca, de quedar en libertad. Era un milagro que no lo hubiera hecho.

Gwen aún estaba parada en la parte posterior del avión, los grupos de sillas de cuello rojo la rodeaban. Sólo Sabin quedó frente a ella. Los otros se habían ido, pero no le habían dado la espalda. ¿Asustados? ¿O estaban protegiendo a su líder?

La mirada de chocolate de Sabin apuntaba hacia ella, más fiera de lo que había sido dentro de las catacumbas, sus puñaladas asestaban a hombres que ella sabía que eran Cazadores. Tenía las manos levantadas, vacías, con las palmas hacia arriba.

—Necesito que te calmes un poco más.

¿De veras?, pensó secamente.

Tal vez lo hiciera, si pudiera inhalar suficiente aire a través de su nariz o boca, pero todavía no podía arreglárselas. El mareo estaba avanzado, el negro volvía otra vez furtivamente en su línea de visión.

—¿Qué puedo hacer por ti, Gwen? —Hubo un arrastrar de pisadas al acortar la distancia entre ellos. Su calor filtró en ella.

—Aire. —Finalmente, había sido capaz de pasar el nudo de su garganta.

Las manos de Sabin se posaron sobre sus hombros, empujando gentilmente. Sus piernas estaban demasiado débiles para ofrecer cualquier tipo de resistencia, así que se derrumbó derecho en una de aquellas sillas.

—Necesito aire.

Sin vacilación, Sabin se dejó caer sobre sus rodillas. Insertó su gran cuerpo entre sus piernas y ahuecó su cara con sus manos, forzándola a centrarse en él. Intensos ojos marrones se volvieron el nuevo centro de su mundo, una antorcha en una tormenta turbulenta.

—Toma el mío. —Su calloso pulgar acarició su mejilla, raspando ligeramente—. ¿Sí?

Tomar su... ¿qué?, se preguntó, de todas formas no le importaba.

¡Su pecho! Estrechándose, apretándose hueso y músculo juntos. Un agudo dolor la desgarró a través de sus costillas y golpeó en su corazón, causando que el órgano se salteara un latido.

—Te estás volviendo azul, cariño. Voy a poner mi boca sobre la tuya, dándote mí aliento. ¿Está bien?

“¿Y si era un truco? ¿Y si...?”

¡Cállate!

Incluso en su ofuscamiento, sabía que el espeluznante y fantasmagórico susurro no era el suyo. Afortunadamente, hizo caso a su orden y se calló. Ahora, si sólo sus pulmones se abrieran.

—Yo... yo...

—Me necesitas. Déjame hacerlo. —Si él temía su respuesta, no dio ningún indicio.

Una de sus manos se deslizó a la base de su cuello y tiró de ella hacia adelante, al tiempo que se inclinaba hacía ella. Sus labios presionaron, un enredo caluroso. Su caliente lengua apartó sus dientes, y después el caluroso aire mentolado se deslizó bajando por su garganta, tranquilizando.

Sus brazos lo envolvieron por su propia voluntad, manteniéndolo cautivo, enlazándolos juntos, pecho con pecho, dureza contra suavidad. Su colgante estaba frío, incluso a través de su camiseta y la hizo jadear. Ella, glotonamente, tomó su aliento.

—Más.

Él no vaciló. Sopló dentro de su boca, otra calurosa y calmante brisa se movió a través de ella. Poco a poco, el mareó se desvaneció; su cabeza se aclaró, la oscuridad otra vez dejaba paso a la luz. El frenético baile de su corazón se ralentizó a un gentil vals.

La llenó una necesidad de besarlo, besarlo de verdad y aprender su sabor. Sus orígenes, olvidados. Su pasado, sin consecuencias. Su audiencia, desaparecida como si nunca hubieran estado presentes. Sólo existían ellos dos. Sólo el ahora y sin preocuparse. La había calmado, salvado, amansado; y ahora, allí en sus brazos la vida real se escabullía, la fantasía que había tenido sobre él, sobre ellos, se reproducía a través de su mente. Cuerpos envueltos entre ellos, retorciéndose. La piel resbaladiza por el sudor. Manos vagando. Bocas buscando.

Enredó sus dedos en la sedosidad de su cabello y tentativamente, rozó su lengua con la de él. Limón. Sabía a dulces limones y a un rastro de cereza. Un gemido escapó de ella, la realidad era mucho más decadente de lo que podía haber soñado. Tan embriagador... tan... sublime. Puro y bueno y todo lo que una chica podía querer de un amante. Entonces, inclinó la cabeza y lo hizo de nuevo, penetrando más profundo, silenciosamente exigiendo más.

—Sabin —susurró, queriendo alabarlo. Tal vez agradecerle. Nadie la había hecho sentir tan protegida, querida, segura, necesitada, tan necesitada. No con algo tan simple como un beso. Un beso que no dejaba lugar al miedo. Quizás podría dejarse ir, incluso ser ella misma, y no preocuparse de su lado oscuro...de lastimarlo—. Dame más.

En lugar de obedecer, se alejó sacudiendo la cabeza y de un tirón apartó sus brazos de él hasta que ya no hubo ninguna conexión física entre ellos. ¡Tócame de nuevo!, quería gritar. Su cuerpo lo necesitaba a él, necesitaba su contacto.

—Sabin —repitió, estudiándolo.

Él estaba jadeando, temblando, su cara pálida, pero no de pasión. El fuego no danzaba en sus ojos, la determinación sí.

No le había devuelto el beso, se dio cuenta. Su deseo, ofuscamiento, se desvaneció, tal como el mareo había hecho hacía un momento, dejando las duras realidades que tontamente había olvidado. Las voces sonaban a su alrededor.

—... No había visto venir eso.

—Deberías haberlo hecho.

—No el beso, idiota. La calma. Sus ojos cambiaron y sus garras emergieron. Estaba preparada para atacar. Quiero decir, hola. ¿Soy el único que recuerda qué pasó con el Cazador que se metió con ella?

—Tal vez Sabin es un portal al cielo como Danika —dijo alguien secamente—. Tal vez la Arpía vio unos cuantos ángeles mientras recibía el boca a boca.

La risa de los hombres abundaba.

Las mejillas de Gwen ardieron. La mitad de lo que dijeron se escapó a su entendimiento. La otra mitad la mortificó. Había besado a un hombre, un demonio, que claramente no quería nada que ver con ella... y lo había hecho frente a testigos.

—Ignóralos —dijo Sabin, su voz tan gutural raspó sus tímpanos—. Céntrate en mí.

Sus miradas chocaron, marrón contra dorado. Ella se movió hacia atrás en su silla tan rápido como pudo, poniendo tanta distancia entre ellos como fuera posible.

—¿Todavía me tienes miedo? —preguntó, su cabeza inclinándose para un lado.

Ella levantó su barbilla.

—No. —.

Estaba asustada de lo que le hizo sentir, asustada de que lo qué él fuera, volvería a dejar de importarle. Asustada de que nunca la ansiara como ella lo ansiaba a él. Asustada de que el espectacular hombre protector enfrente a ella no era nada más que un espejismo, esa maldad esperaba justo debajo de la superficie, listo para devorarla entera.

Qué cobarde que eres.

¿Cómo infiernos podía haberlo besado de esa manera?

Una de sus cejas se arqueó.

—No habías mentido, ¿no?

—Nunca miento, ¿recuerdas? —Irónicamente, eso era mentira.

—Bien. Ahora, escucha atentamente, porque no quiero tener ésta discusión de nuevo. Tengo un demonio dentro de mi cuerpo, sí. —Apretó los apoyabrazos tan tensamente que sus nudillos estaban blancos—. Está allí porque siglos atrás estúpidamente ayudé a abrir la caja de Pandora, soltando los espíritus en su interior. Como castigo, los dioses me maldijeron a mí, y a todos los guerreros que viste en éste avión a portar uno dentro de ellos. Al principio, no pude controlar a mi demonio e hice... cosas malas, como dijiste. Pero eso fue miles de años atrás, y ahora tengo el control. Todos lo tenemos. Como te conté en esa celda, no tienes nada que temer de nosotros. ¿Me entendiste, pelirroja?

Pelirroja. Antes, durante su ataque de pánico, la había llamado de otra forma. Algo como... ¿dulce? No. Tyson solía llamarla dulce. ¿Querida? No. Pero cerca. ¿Cariño? ¡Sí! Sí, eso era. Parpadeó con sorpresa. Con deleite. Ese duro guerrero quien podía cortar la garganta de un hombre sin vacilación se había referido a ella como a un precioso tesoro.

Entonces, ¿por qué no le había devuelto el beso?

—Hemos alcanzado nuestro destino, muchachos —dijo una voz no familiar salpicada de alivio por el intercomunicador. El piloto, se figuró, y experimentó una ola de culpa por el problema que había causado—. Preparaos para el descenso.

Sabin se quedó en el lugar, una roca indómita entre sus piernas.

—¿Me crees, Gwen? ¿Vas a continuar con buena voluntad el viaje a nuestro hogar?

—Nunca tuve buena voluntad.

—Pero nunca trataste de escapar.

—¿Debería haberme enfrentado a un país extraño por mí misma, sin provisiones?

Él frunció el ceño.

—He visto por mí mismo cuán habilidosa eres. Y te hemos ofrecido provisiones una y otra vez. Por la razón que fuera, parte de ti quiere estar con nosotros o no estaría aquí. Lo sabes, y lo sabes.

Lógicamente, no lo podía negar. Pero... ¿por qué? ¿Por qué una parte de ella querría quedarse? ¿Antes o ahora?

Sabes la respuesta a eso, aunque has tratado de negarlo. Él. Sabin. ¿No te sientes atraída hacia él? ¡Ja!

Lo estudió, notando las delgadas líneas tirantes que se extendían desde sus ojos, las sombras puntiagudas producidas por sus pestañas, el músculo crispándose en su mandíbula. El fuerte golpeteo de su pulso, ahora tan fuerte en sus oídos. Tal vez se sintiera tan atraído hacía ella como se sentía ella, pero estuviera combatiéndolo. El pensamiento la complació.

¿Tenía a una mujer esperando por él en Budapest? ¿Una esposa?

Las manos de Gwen se cerraron en puño, sus uñas se clavaron profundamente, cortando. Ya no estaba complacida.

Eso no importa. No deberías quererlo.

—Gwen. ¿Lo harás?

La manera en que dijo su nombre fue una bofetada y una caricia al mismo tiempo, sacudiéndola y haciéndola tiritar. Le gustaba que buscara su cooperación, aunque sospechaba que la sometería y la forzaría a su voluntad si se negaba.

—Tal vez debería haber huido.

—¿Hacia dónde? ¿A una vida de arrepentimientos? ¿Una vida deseando haber actuado contra los que te han lastimado? Te estoy ofreciendo la oportunidad de matar Cazadores. Y como sabes, matarlos no es el único beneficio —dijo.

—¿Qué quieres decir?

—Te puedo ayudar a controlar la bestia de la forma en que controlo a la mía. Te puedo ayudar a canalizarla por una buena causa. ¿No quieres estar al control?

Toda su vida había querido tan sólo tres cosas: conocer a su padre, ganar el respeto de su familia y aprender a controlar a la Arpía. Si Sabin podía cumplir esa promesa, podría, finalmente, después de todos esos años, alcanzar por lo menos una de esas tres cosas. Él, probablemente, estuviera extralimitándose y destinado a fallar, pero era una tentación que no se podía resistir.

—Iré contigo —dijo—. Te ayudaré lo mejor que pueda.

El alivio apareció en él al cerrar sus ojos y sonreír.

—Gracias.

Esa sonrisa relajó los duros contornos de su cara, haciéndolo parecer otra vez juvenil. Al mismo tiempo que se embebió de él, el avión se sacudió abruptamente. Sabin fue empujado hacia atrás; ella fue propulsada hacía adelante. Para su deleite y consternación, la distancia entre ellos nunca se ensanchó.

—Con una condición —añadió ella cuando se establecieron.

Su alivio se endureció en algo cruel.

—¿Qué?

—Tienes que invitar a mis hermanas. —Tal vez no de inmediato.

Estaba avergonzada por sus circunstancias y no quería que sus hermanas la vieran de esa forma, que supieran lo que le había pasado. Pero las extrañaba hasta la locura, y sabía que su nostalgia por su hogar pronto pesaría más que su vergüenza.

—¿Invitar a tus hermanas? ¿Quieres decir que quieres que tenga que manejar a más como tú?

—Debería haber sido felicidad lo que hay en tu tono, no disgusto —dijo ofendida—. Mis hermanas han castrado hombres por menos.

Sabin se apretó el puente de la nariz.

—Claro. Invítalas. Los dioses nos salven.