30

Domingo, 8 de agosto de 1999, 23:59 h

Pendulum Avenue, Baltimore, Maryland

—¿Puedo hacer algo por usted, Srta. Ash?

—Sí, Langford. Puedes largarte.

Normalmente el mayordomo de Gainesmil salía de la habitación en silencio, pero esta noche con cada paso aplastaba trozos de cristal bajo las suelas de sus minuciosamente limpios zapatos. Victoria abrió los ojos sólo cuando oyó cerrarse la puerta. No podía ver a nadie. Esta noche no. No podía soportar pensar que alguien la mirara. Y no tendría que hacerlo. Ahora no. Cada espejo, cada jarrón con una superficie reflectante, cada cristal de los cuadros de la pared se encontraba hecho pedazos en el suelo. Las cortinas estaban echadas, las luces destrozadas.

Su mano derecha trazó la línea de su mandíbula, y rozó la pequeña cicatriz con forma de serpiente mordiéndose la cola. Entonces sus dedos se extraviaron hasta su cuello, donde ya no descansaban el medallón ni la cadena de oro. Se los había devuelto a Garlotte, y con ellos el recuerdo de su tiempo con Elford, el demonio Tzimisce. Menos la serpiente, las heridas de su cuerpo se habían curado.

Menos la serpiente.

Había consumido cantidades ingentes de sangre desde su llegada a Baltimore, y los achaques físicos —las protuberancias óseas, la piel estirada y fundida— se habían convertido en cosas del pasado. Pero al mismo tiempo que las atroces degradaciones de los demonios habían retrocedido, algo mucho peor —¡mucho peor que su belleza echada a perder!— se había apoderado de ella. Se había lanzado imprudentemente a las mezquinas maniobras de la política, un intento vano por mantener a raya sus demonios, pero después de las palabras de Xaviar de dos noches atrás, ya no podía negar su pánico. No menos de tres de sus planes habían estado a punto de llegar a buen término en las noches pasadas, y había perdido su oportunidad con los tres. Se había empezado a formar un cisma entre el príncipe Garlotte y Jan, aunque ella no había logrado culminar el golpe. Después, ironías del destino, el propio Garlotte había exigido un cónclave, y ella había dejado pasar la oportunidad. Y finalmente el pobre y crédulo Fin se había atrevido a desafiar a su sire. El príncipe había pasado vergüenza, sin duda, pero si Victoria hubiese respaldado las exigencias del chiquillo, simplemente hablando en su favor —Alexander, ¿es cierto que la muchacha ha Abrazado, no una sino dos veces?— la ocasión podía haber sido mucho mejor.

Pero se había acurrucado de miedo. Paralizada por palabras que aún la obsesionaban.

Esclavos de los Antediluvianos.

Victoria sintió una mano aferrando su corazón. Elford la había violado. Vykos la había marcado. Pero esto era mucho más penetrante, más insidioso. Puso la mano sobre su pecho, sintiendo el corazón que ya no latía. Los dedos de su otra mano recorrieron el dibujo del diván finamente bordado sobre el que estaba, e intentó en vano no temblar.

—No soy dueña de mi destino —susurró a la oscuridad.

A pesar de su manía fanática por examinar cada una de sus acciones, sentía la horrible certeza de que toda la libertad era ilusoria, nada más que ignorancia. Como la sangre dentro de su cuerpo no muerto, su alma no era suya.

Esclavos de los Antediluvianos.

Las Noches Finales están cerca.