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Domingo, 1 de agosto de 1999, 22:15 h

Hemperhill Road, Baltimore, Maryland

Jan se sentó pacientemente. No podía hacer mucho más. No podía obligar al príncipe Vitel a que hablara. Habían pasado muchos minutos desde que Jan había hecho la pregunta, pero Vitel seguía meditando. Seguía sin contestar.

Un enorme espejo con marco de oro dominaba el estudio. La pieza cubría la mayor parte de una pared, desde el rodapié hasta el techo, y reflejaba a los dos vástagos que se sentaban delante. Ambos iban vestidos con trajes modernos de ejecutivo; el de Jan cortado según la última moda europea, propio de su contacto más frecuente con el mundo mortal; el de Vitel contaba con líneas más clásicas, eterno en su estilo y artesanía.

Jan había hablado con Marcus Vitel en numerosas ocasiones durante las pasadas dos semanas, pero esta era la primera visita de Jan al príncipe depuesto en su «hogar lejos del hogar», su santuario en una ciudad forastera.

Un santuario entre muchos, sospecho, pensó Jan, a pesar de que sus ayudantes no habían logrado vincular ningún título de propiedad con Vitel, incluido el de esa casa solariega. Los vástagos de la posición de Vitel —sin duda era uno de los Ventrue más influyentes del continente, aunque apenas se había implicado en asuntos ajenos a su ciudad— por lo general contaban con múltiples refugios diseminados por un puñado de ciudades. Al estar Baltimore tan cerca de Washington, Jan imaginaba que Vitel tendría listos varios refugios.

Un príncipe se enfrentaba a muchos desafíos: Anarquistas rebeldes, chiquillos vengativos, primogénitos ambiciosos, manadas errantes del Sabbat, por mencionar unos pocos. El príncipe inteligente no debía resistirse a recurrir al exilio forzoso cuando lo dictaban las circunstancias. Para un príncipe exiliado, siempre existía la posibilidad, independientemente de los años que pasaran, de que regresara y recuperar su ciudad.

Tal era la intención declarada de Marcus Vitel.

Era un objetivo en el que Jan deseaba suerte a Vitel, pero podía ofrecerle poca esperanza o ayuda. La Camarilla con suerte conservaría Baltimore, con suerte no sería expulsada de toda la Costa Este… y la recuperación de Washington parecía imposible. Pero cuanto más éxito tuviera Jan en el logro de sus objetivos, más probable era que Vitel pudiera alcanzar los suyos alguna noche. El príncipe en el exilio había demostrado ser relativamente útil en el intento desesperado de la Camarilla por frustrar el avance del Sabbat. Vitel, a diferencia de cierta Toreador, no había intentado utilizar la defensa de Baltimore como vehículo para su engrandecimiento personal. Él había puesto en marcha el toque de queda en Washington, y después había desaparecido en segundo plano. Como resulta apropiado para un príncipe depuesto, pensó Jan. Lo que trajo a Jan aquí esta noche era concretamente el asunto del toque de queda.

—Es imposible —dijo Vitel.

El sonido de la voz del príncipe estuvo a punto de asustar a Jan, de tanto que se había acostumbrado al silencio. La respuesta no era la que Jan había estado esperando.

—¡Debe haber algún modo para extender el toque de queda más allá de treinta días! —insistió Jan.

De nuevo, Vitel no respondió enseguida. No era de los que comentaban sus ideas, de los que hacían planes pensando en voz alta o junto a otros. Él pensaba. Meditaba. Sopesaba opciones. Y cuando estaba listo, hablaba.

Su delgado rostro anguloso, macilento pero congelado en el tiempo antes de envejecer con muchas arrugas, era difícil de interpretar. Los ojos del príncipe, no obstante, revelaban el alma de un hombre vencido. Durante las pasadas semanas, Jan había observado como Vitel se había apartado más y más de la gente. Quizás el príncipe cada vez fuera más consciente de que las probabilidades estaban muy en contra de la Camarilla, en contra de que volviera alguna vez a su ciudad, salvo como prisionero de guerra para ser torturado por los demonios Tzimisce y después eliminado de algún modo inconcebible.

Eran los ojos, decidió Jan —los ojos junto con las canas grises que surcaban el cabello de Vitel— los que le hacían parecer viejo y cansado.

—Es imposible —repitió finalmente Vitel.

—El gobernador de Maryland está dispuesto a mantener la Guardia Nacional en la ciudad… si el comité de supervisión del Congreso lo solicita. —Jan recibió esa noticia de Garlotte—. Sé que las tropas no hacen nuestro trabajo; no combaten o persiguen al Sabbat. Pero hacen que al Sabbat le resulte más difícil llevar a cabo sus planes.

Vitel asintió expresando su acuerdo, pero con entusiasmo.

—Sí. Las tropas y el toque de queda son obstáculos añadidos para ellos. —¿Cómo pueden hacer nada los vampiros cuando se supone que nadie puede estar en la calle tras el anochecer?— pero en su mayor parte, el orden ha sido restaurado en Washington. El comité de supervisión devolverá la autoridad al alcalde y al ayuntamiento. Si no, habría una reacción violenta por parte de la opinión pública. La crisis ha pasado. Las tropas volverán a casa.

—La crisis, tal y como ellos la ven, ha pasado —dijo Jan—. Nuestra crisis acaba de empezar.

Vitel no discutió el asunto, y Jan sabía que debía someterse al conocimiento superior del funcionamiento interno de la capital que tenía el príncipe.

Los dos se quedaron sentados en silencio durante varios minutos. Jan se quitó las gafas y las metió en el bolsillo de su pecho. Se preguntó distraídamente si Vitel tendría whisky en la casa, pero preguntar le habría parecido demasiado estúpido.

En vez de eso, Jan se quedó mirando al pequeño alfiler que brillaba en la solapa del príncipe. Un águila de oro. Los vástagos de educación inferior pensarían que el símbolo era el del pueblo estadounidense, pero Jan sabía que las raíces de Vitel se encontraban entre la chusma del Imperio Romano, y que en el príncipe había más de legionario conquistador que de demócrata del Nuevo Mundo.

Jan empezó a preguntar de nuevo, para insistir en el tema: ¿Está usted completamente seguro? No me abandone porque haya perdido su maldita ciudad. ¡Aquí hay más cosas en juego! Pero él era más juicioso. Gracias a quien era su sire, a Jan se le concedían muchas libertades entre los vástagos de la Camarilla, pero podía pasarse de la raya. Hacerlo sólo serviría para perjudicar su causa. Y la causa lo era todo. La misión asignada por Hardestadt debía tener prioridad máxima.

—En cuanto se suspenda la ley marcial en Washington —dijo Jan, cayendo víctima de la solemnidad de su anfitrión—, el Sabbat tendrá carta blanca.

Vitel asintió en silencio.

No habrá nada que les detenga, prosiguió Jan en su mente. Han tenido tiempo de reagruparse tras sus victorias. Podrán presionar con todas sus fuerzas.

Jan se puso en pie. Miró fijamente al príncipe y a sí mismo en el enorme espejo. Al menos también hemos tenido tiempo para prepararnos, pensó, pero no le consoló mucho.

Vitel parecía perdido en sus propias ideas. Jan no lo molestó, sino que se escabulló del estudio y se marchó.