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Domingo, 1 de agosto de 1999, 1:21 h
Pendulum Avenue, Baltimore, Maryland
Gainesmil lo había mencionado con indiferencia.
—La Srta. Ash, mi invitada, me pide que te invite. No ha tenido el placer de conocerte.
—¿Victoria Ash quiere conocerme? —había preguntado Fin.
Gainesmil le había asegurado que era cierto, y por eso Fin estaba en la mansión. Ningún vástago de la ciudad salvo Gainesmil o el príncipe Garlotte, el sire de Fin, se atrevería a ser tan ostentoso, pero la lealtad del arquitecto con los años no estuvo exenta de compensaciones. Por primera vez, Fin se sentía desaliñado con su lustrosa cazadora de cuero y sus botas negras. Siguió a un criado vestido formalmente al atrio mientras el ayuda de cámara aparcaba el Cámaro de Fin.
—Por aquí, señor. —El mayordomo o sirviente o lo que demonios fuera subió a Fin por una enorme escalera curva y le llevó por una sala espaciosa adornada con retratos y espejos que ocupaban toda la pared. Unas cuantas lámparas de cobre proporcionaban bastante alumbrado, que se reflejaba en la infinita regresión de los espejos. Fin se sintió incómodo al advertir el chillido de sus botas a cada paso por el pulidísimo suelo de baldosas.
Finalmente el hombre abrió una puerta que daba a una salón relativamente pequeño e íntimo, y allí se sentaba Victoria Ash. Mientras el sirviente se marchaba, ella se levantó para recibir a Fin y cogerle de las manos.
—Venga. Siéntese conmigo. —Lo llevó a través de la habitación hasta un par de cómodos sillones—. Me alegro mucho de su visita —dijo, mientras se acomodaba en su asiento.
—Supongo que ha estado usted muy ocupada desde que llegó a la ciudad —propuso Fin. No estaba seguro de qué decir. Al fin y al cabo, ella era la que le había pedido que fuera. El talante tranquilo de Victoria le desarmaba, aunque había algo que Fin no podía identificar, cierta tensión, simplemente por sentarse tan cerca de ella. Vestía una blusa de satén suelta, y una falda larga que se plegaba a lo largo de sus piernas hasta los tobillos. Fin no pudo evitar ver que sus labios eran carnosos y rojos, la envidia de cualquier modelo. Le recordaban un poco a Morena, pero se vio incapaz de evocar en su mente la imagen de su amada.
—Alexander habla con afecto de usted —dijo Victoria.
Tardó un momento en asimilarlo. Alexander. El príncipe Garlotte. Su sire.
—¿De verdad? ¿De mí? —Fin encontró aquello difícil de creer y nunca había oído a nadie referirse al príncipe con el nombre de Alexander.
—Claro que lo hace —dijo Victoria, y la sinceridad tranquilizadora de sus palabras era innegable—. En cuanto a mi ajetreo —prosiguió— aquí ya me queda poco que hacer. Ya sabe usted cómo son los hombres… todos quieren protegerme de la penosa y peligrosa labor de defender una ciudad.
—Bueno, no hay que tontear con el Sabbat —dijo Fin—. ¿Alguna vez usted ha…?
—Ha sido usted muy atento al venir a verme —lo interrumpió Victoria y empujó suavemente la conversación en una dirección diferente—. Ya sabe —dijo ella, situando un dedo sobre sus tentadores labios—, Alexander no ha llegado a decirlo, pero creo que usted es el que espera que le suceda como príncipe alguna noche.
Fin no pudo evitar reírse de aquello.
—Usted me debe haber confundido con Isaac.
Victoria dio una palmadita en la rodilla de él para anticiparse a su protesta.
—No. Isaac es un sheriff competente, pero creo que Alexander tiene planes más importantes para usted.
Sus palabras, tan absurdas hacía un momento, pensándolo bien parecían adquirir valía. Fin comparó la impresión de Victoria con su reciente decisión de tomar un papel más activo en los asuntos de la población de vástagos de Baltimore.
—No pretendo desairar a su hermano de sangre —dijo Victoria. Se estiró y puso en su sitio un rizo del cabello de Fin—. Pero hay cualidades que veo en usted y no en Isaac.
Fin titubeó un instante. No es que no estuviera de acuerdo con Victoria. Muy al contrario. Nunca antes había escuchado a nadie pronunciar pensamientos tan similares a los suyos.
—He… he estado intentando… desde hace un tiempo, tomar más… ser más firme. He… he intentado hablar con Katrina de ello…
—Katrina. Hmph. —Un ceño fruncido oscureció el semblante de Victoria. Fin repentinamente quiso masajear las arrugas de su frente.
—¿Conoce usted a Katrina?
El ceño de Victoria se hizo más profundo.
—Sí. Hablamos, pero la conversación fue… breve. Y no especialmente gratificante.
—Suele ser así.
—Sospecho que está demasiado ocupada con sus chiquillos.
Fin se quedó de nuevo fuera de juego, y después se dio cuenta de lo que Victoria debía haber querido decir.
—Vive con Jazz y Tarika, pero no son… —negó con la cabeza—. El príncipe Garlotte nunca nos dio permiso para Abrazar a nadie.
—Oh, claro que son sus chiquillos —explicó Victoria pacientemente. De nuevo sonreía con dulzura, y eso hizo sentirse mejor a Fin—. Alexander tal vez no le haya dado permiso públicamente. Ya sabes… el favoritismo y esas cosas.
Fin cayó en la cuenta poco a poco que Victoria podía tener razón. En el pasado se lo había preguntado, pero nunca había llegado a preguntárselo a nadie. Simplemente había asumido que las compañeras de Katrina eran… bueno, sólo eso… compañeras, no chiquillas. Fin pensó en Morena, en cómo su corazón ansiaba que se uniera a él por toda la eternidad, pero no lograba imaginar su rostro. Sólo estaba Victoria, sentada tan cerca, apoyándose y tan preocupada por él.
—Katrina —dijo Fin con su incredulidad desmoronándose—. Ella las Abrazó. ¿Cree usted que es así?
—Sí. Creo que su vena obstinada es lo que le granjea el cariño de Alexander. Él prefiere a los chiquillos enérgicos. —Las palabras de Victoria fluían como la miel. Elevaban a Fin y le ayudaban a ver las cotas que podía aspirar a lograr—. Y déjeme usted que le cuente qué más pienso…