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Sábado, 26 de junio de 1999, 1:44 h

Auditorio McHenry, Lord Baltimore Inn, Baltimore, Maryland

Caos. Caos en su estado más puro.

El auditorio era más una pretenciosa sala de conferencias, inspirado en un anfiteatro, con cinco filas ascendentes y curvas de diez a dieciocho asientos cada una, y casi cada asiento, en este momento, estaba ocupado con un espectro chillón salido de las simas del infierno. O eso le pareció a Garlotte. Después de hora y media, la atmósfera de la «conferencia» estaba empeorando cada vez más.

—Podrías ver que tengo razón —insistía Victoria por encima del barullo a uno de los Brujah sentado en los bancos del fondo— si no fueses un canalla tan obstinado, imbécil e irrespetuoso.

El joven Brujah meneó su lengua entre la «v» de su índice y su dedo corazón. El resto de la chusma rugió con aprobación y también comenzó a hacer el mismo gesto.

Quizás, supuso Garlotte, Victoria no se encuentre del todo a gusto. Uno contra uno, ella sin duda podría manejar a cualquiera de estos cachorros a su antojo, clavarles una estaca al sol de mediodía, y hacer que suplicaran pidiendo más. En este foro público, no obstante, con cada insurgente apoyado por sus camaradas, parecía algo perdida. Viendo que ni el encanto ni la razón estaban destinados a conducir la noche, había continuado hacia delante hasta llegar a los improperios.

—¿Por qué deberíamos esperar que alguno de vosotros entendiera algo, si no sois más que un hatajo cabreado de pervertidos lobotomizados?

Garlotte permanecía en el centro y al frente. Victoria estaba a su izquierda, cerca del borde del centro del auditorio. Inicialmente había ocupado un asiento mientras Garlotte comenzaba la conferencia, daba la bienvenida a los huéspedes de su ciudad, y procedía con las presentaciones de los asistentes notables. Tras haber concluido sin incidentes los detalles preliminares, Victoria se había levantado y había cavilado brevemente acerca de los recientes problemas iniciados por el Sabbat, y la necesidad de una respuesta unificada por parte de los miembros de la Camarilla. Cuando uno de los rufianes Brujah, todo testosterona bajo su camiseta demasiado estrecha, intervino y expresó su apoyo por «romper las pelotas» de cada vampiro del Sabbat que estuviese a menos de mil millas, Victoria había cuestionado la prudencia de dicha estrategia.

—Como si necesitásemos el consejo de los refugiados paletos que ya han recibido una buena tunda —había respondido el Brujah, y el debate enseguida degeneró desde ese punto.

Aunque Garlotte no estaba seguro de por qué Victoria se había dejado arrastrar hasta una discusión tan enconada y descentrada, estaba inquietándose cada vez más con el comportamiento de los elementos más rudos. La mayoría eran Brujah, por supuesto. Por lo general, dirigían la existencia de los Anarquistas, vagando libremente entre Baltimore y Washington, eludiendo las responsabilidades del clan, y sólo molestándose en aparecer en las reuniones de los vástagos cuando podían montar gresca o cuando pensaban que tenían que reclamar algún derecho. Hasta este momento, Garlotte les había permitido expresar sus puntos de vista sin obstáculos por dos razones: en primer lugar, él mismo se sentía incómodo con algunas de las implicaciones de lo que proponía Victoria, y no quería dar la impresión de que la apoyaba incondicionalmente; en segundo lugar, sofocar a los elementos incendiarios antes de tiempo podría atraer la ira del participante más importante de la conferencia.

Quizá el término participante fuera una descripción demasiado generosa. Hasta ese momento, Theo Bell no había pronunciado una palabra. Se sentaba en el asiento del extremo derecho de la tercera fila, aunque como arconte del justicar Brujah Pascek tenía derecho a un asiento central en la primera fila. Sólo parcialmente oculto por sus gafas de espejo y su gorra de béisbol con la visera baja se encontraba el ceño aparentemente perpetuo en su rostro de ébano. Era un hombre grande y musculoso, y su voluminosa cazadora de cuero y sus brazos cruzados intensificaban esa impresión. Su presencia hacía necesaria la moderación al tratar con los demás Brujah. Aun así, la paciencia de Garlotte estaba cerca de su límite.

Los ocupantes de los asientos traseros de nuevo estaban dedicando gestos poco delicados a Victoria. En medio de ellos, alguien comenzó a patear el suelo, y en unos segundos una veintena de pies enfundados en botas se habían unido a él.

Garlotte dio un paso adelante y alzó una mano. El alboroto quedó rápidamente reducido a unos cuantos pisotones pertinaces. Uno de los menos revoltosos entre los Brujah —Garlotte recordaba que se llamaba Lydia— dio un pescozón al infractor, y el pataleo cesó por completo.

—Todavía no hemos escuchado a algunos —dijo el príncipe con calma, mientras al mismo tiempo su mirada de hierro taladraba el grupo Anarquista.

Evitó expresamente mirar hacia Victoria —estaría molesta por no haber acudido en su auxilio antes— mientras se volvía hacia el otro lado del auditorio con una expresión atrayente pegada a su rostro.

En respuesta, Maria Chin, la única representante del clan Tremere presente en la reunión, se levantó e inspeccionó con calma la cámara para cerciorarse de que tenía la atención de al menos la mayoría de los presentes. Los alborotadores Brujah estaban intimidados, por no decir completamente apaciguados, tras la intervención del príncipe.

—Srta. Ash —comenzó la bruja de la capilla de Washington del clan—, habla usted de una respuesta unificada, o una acción concertada, pero nos parece que en este momento carecemos de una valoración completa de la situación.

Las energías de Victoria crecieron de manera evidente.

—Una afirmación extraordinariamente perspicaz… por fin —añadió, echando un vistazo a las zonas superiores de la cámara. Un silbido colectivo surgió de aquella sección, pero rápidamente se desvaneció con una mirada intencionada de Garlotte.

—Si vamos a responder a estas incursiones del Sabbat, algo que debemos hacer —insistió Victoria—, primero tenemos que recabar tanta información como sea posible. Imagino que tal vez nos pueda ilustrar acerca de cómo les ha ido a los Tremere las noches pasadas…

Chin se pensó bien las palabras de su respuesta. Ningún rastro de emoción surcó sus rasgos orientales.

—Como todos los demás clanes, hemos sufrido… algunos daños.

A Garlotte no le sorprendió la naturaleza imprecisa de la respuesta de Chin. Los Tremere no iban a revelar a nadie ajeno a su clan el grado en que los hechiceros podrían o no estar debilitados a causa de las atenciones del Sabbat. Victoria debe saberlo, pensó.

Luego habló otro Toreador, uno de los súbditos de Garlotte.

—Sin duda ningún clan ha superado la semana pasada indemne —admitió Robert Gainesmil—. Pero ¿cuántas capillas siguen activas en las ciudades atacadas? —preguntó con mayor intención—. Si tenemos que resistir a las bestias, en primer lugar debemos saber en qué posición estamos.

—¡Que le den a los brujos! —gritó uno de los Brujah, y un nuevo tumulto de apoyo llenó el auditorio.

Esta vez Garlotte esperó pacientemente. También tomó nota que Gainesmil, un partidario antiguo e incondicional del príncipe, estuviese apoyando a Victoria, aunque eso fuera beneficioso para ellos. Mediante reprimendas no conseguirían que la reservada Tremere transmitiera lo que ella —y lo que es más importante, sus superiores— consideraban que era información privilegiada, basándose en su lealtad a la secta o en cualquier otra cosa.

Chin, mientras tanto, permanecía tan imperturbable como el traje de falda liso de color gris que llevaba. Los chillidos de los Anarquistas no la afectaban más que las insinuaciones de deslealtad hacia la Camarilla de los dos Toreador.

—Coincidimos en que es vital recabar la información adecuada —dijo Chin.

Adecuada, pensó Garlotte. Ahí está el problema.

—¿Tenemos una lista fidedigna de las ciudades que han caído? —preguntó Chin.

—Atlanta, Savannah. —La nueva, profunda y potente voz se ganó al instante la atención de todos los presentes, a pesar de los alborotadores del fondo. Theo Bell contaba con los dedos de sus manos de manera impersonal las ciudades—. Charleston, Columbia, Greenville, Asheville, Raleigh y Wilmington, en Carolina del Norte, cayó ayer por la noche. Norfolk está sufriendo un ataque esta noche; la prensa lo llama agitación laboral en los astilleros. Se han interrumpido las comunicaciones con Charlottesville y Fredericksburg.

—Dios bendito —susurró Gainesmil sobrecogido ante la enumeración mientras se hundía en su asiento—. Los bárbaros están en las puertas.

—¡Que pasen! —gritó el mismo Brujah que había despreciado anteriormente a la Tremere. Sus parientes se hicieron eco de sus sentimientos. Theo se cruzó de brazos de nuevo y volvió a su actitud impasible previa.

Chin también volvió a sentarse, ahora que el centro de la reunión había pasado de su percibida obstinación al espantoso avance del Sabbat.

—Debería ser evidente —dijo Victoria, tomando de nuevo la iniciativa—, que tenemos que oponernos a ellos.

—¿Qué propones exactamente? —preguntó Garlotte. Sospechaba algo, pero hasta ahora sólo había escuchado vaguedades—. Sin duda el príncipe Vitel de Washington y el príncipe Thatchet en Richmond, y otros, están tomando las precauciones necesarias. Igual que yo.

—Pero ¿puede un solo príncipe prepararse lo suficiente? Teniendo en cuenta… —interrumpió Gainesmil. Ondeó su mano, como si trazara una línea con las ciudades caídas, y paseó la mirada intranquilo entre Garlotte y el de nuevo callado Theo Bell.

El príncipe reprimió una mirada ceñuda. Que su súbdito cuestionara su capacidad para proteger la ciudad era irritante, aunque parecía que la pregunta desafilada de Gainesmil procedía de la preocupación, más que de cualquier deseo de dañar la posición de Garlotte.

—Exactamente lo que yo pienso —dijo Victoria—. Nuestras ciudades caerán una tras otra…

—No pueden seguir con lo que han estado haciendo —interrumpió Lydia, la Brujah—. No tienen motivo.

—Parece que están hartos —dijo Victoria—. Lo suficiente como para matar al arconte Julius.

El silencio horrorizado subsiguiente rápidamente cedió en cuanto los ocupantes de los bancos traseros estallaron ante este insulto. Mientras los elementos más violentos de los Brujah dedicaban epítetos poco halagüeños a Victoria con imprudente desenfreno, Garlotte echó un vistazo cauteloso hacia Bell. El oficial vestido de cuero del clan Brujah parecía no haberse ofendido porque Victoria les hubiese arrojado a sus caras el fallecimiento de su compañero arconte. De nuevo, era notoriamente difícil interpretar su rostro.

Victoria consiguió de algún modo hacerse oír por encima de sus detractores.

—Esta asamblea debe aceptar la responsabilidad de la resistencia ante estos ataques. Si no, nuestras ciudades caerán como fichas de dominó.

—¿Cómo el puto sudeste de Asia? —gritó arrepentido un Anarquista quien, por su aspecto, bien podía haber sido un veterano de Vietnam.

—Esto no es una suposición —dijo bruscamente Victoria—. Habéis escuchado la lista y lo que dijo Theo. —Su inferencia de que el arconte apoyaba su posición detuvo a los demás Brujah—. Si no nos ponemos en marcha, caerá una ciudad tras otra.

Un tipo raro y desharrapado, con una barba lo bastante larga para meterse en sus pantalones, escupió en el suelo y elevó un dedo en el aire.

—¡Nunca tomarán Washington! —afirmó. Su igualmente desaliñado compañero mostró su acuerdo asintiendo vigorosamente.

Garlotte se sorprendió por su interés repentino y apasionado. Los dos Malkavian, conocidos sólo como el Matón y el Cuáquero, generalmente permanecían callados. Pero el príncipe también sabía que nunca debía sorprenderse por nada que hiciera alguno de los lunáticos.

—Nunca pensé que tomarían Charleston —dijo inesperadamente un refugiado.

—O Savannah —coincidió otro sureño desplazado.

—Debemos tomar el control de la situación —aseveró Victoria.

—¿Con qué autoridad? —Todos los ojos se giraron hacia el orador, el príncipe Garlotte. Aquí estaba el quid de sus reservas. Evidentemente se tenía que hacer algo, pero un acuerdo que pisoteara sus derechos soberanos como príncipe era inaceptable.

—Con la autoridad de la necesidad —dijo Victoria—. Con la autoridad de la supervivencia. Yo estuve en Atlanta. Casi no logro escapar. —Lanzó una mirada tan fría a los Anarquistas que ninguno de ellos se atrevió a desafiarla o a burlarse de ella en esta cuestión—. No volveré a ser una víctima.

Transcurrió un largo y silencioso instante, mientras cada vástago en la cámara imaginaba lo que significaría ser una víctima del Sabbat.

Pero entre todos ellos, Victoria sabía lo que era aquello. Y la emoción apenas reprimida se filtró hasta la superficie en su voz.

—Debemos decidir lo que es necesario, y después tenemos que convocar a los clanes, a los príncipes, al Círculo Interior… —Se detuvo, recobrando la calma—. Debemos hacer lo que sea necesario.

Justo entonces, las puertas dobles en el fondo del auditorio se abrieron de golpe. Malachi se echó a un lado cuando Isaac Goldwin entró con resolución en la cámara. Pasó, sin demasiada amabilidad, junto a algunos de los Anarquistas que, en el transcurso de la noche, habían salido en tropel de los asientos para bloquear el pasillo, y se abrió paso hasta ponerse al lado de Garlotte.

—Mi príncipe —se inclinó respetuosamente el sheriff—, hay problemas en Washington.

Un silencio sepulcral atenazó la sala.

Garlotte se enfureció en silencio. En primer lugar, el leal Gainesmil se había puesto de lado de Victoria en público antes de que Garlotte hubiese indicado claramente su postura. Ahora, el insolente chiquillo del príncipe estaba montando un espectáculo público al comunicar cierta información que, probablemente, debería haberse transmitido en privado.

—¿Qué problemas? —preguntó en tono grave el príncipe. Apenas podía devolver el genio a la botella en aquel instante.

—Violencia —dijo Isaac de manera siniestra—. Tiroteos en las calles, más de los habituales incluso para la capital. —Escupió las últimas palabras con desagrado, como si la idea de aquella ciudad ocupando una posición más elevada que Baltimore le disgustara.

Inmediatamente estalló un alboroto que dejaba a todos los anteriores en ridículo. Gritos de «¡El Sabbat! ¡Están aquí!» y «¡Matadlos! ¡Matadlos a todos!» llenaron la sala.

—¡Por la melena de Jesucristo! —gritó Matón—. ¡Washington ha caído!

A su lado, el Cuáquero rompió a llorar abatido.

—Sabía que sucedería… sabía que sucedería…

Victoria trató de aprovechar la repentina marea de adrenalina.

—¿Veis? Esto es lo que yo… —Pero nadie escuchaba.

Los Anarquistas estaban exaltados. Pateaban el suelo indignados, arrancaban asientos de sus sujeciones, se aporreaban en los hombros, y en general avivaban el frenesí colectivo.

—Malditos cabrones.

—Matad hasta el último…

—Voy a abrir en canal sus… y sacar sus… y darles una patada en…

Aquéllos que todavía no lo habían hecho, se movieron en tropel desde los asientos hasta los pasillos. Allí, por unos breves momentos, se arremolinaron en evidente agitación —algunos haciendo trizas los papeles pintados con sus garras; otros arrancándose las ropas y aullando amenazadoramente— antes de salir por la puerta. Un coro que decía «¡Tenemos que ir a Washington… tenemos que dar unas cuantas ostias… malditos cabrones!», se fue desvaneciendo lentamente en la distancia.

La tensión no fue menor tras la ausencia de la facción militante. Garlotte ignoró a su chiquillo sheriff, mientras Victoria daba golpecitos con el pie de manera fastidiosamente engreída. Theo Bell no se había marchado con los rufianes de baja estofa; estaba sentado, con los brazos cruzados, inescrutable como siempre. La hosca Tremere, Maria Chin, parecía como si hubiera mordido un limón. Matón se había marchado con los Anarquistas, dejando al Cuáquero escondido (sin mucho éxito) detrás de una silla. Por lo demás, varios refugiados se apiñaban y parloteaban de modo nervioso. A Garlotte le recordaban a ganado mugiendo.

Victoria se desplazó hacia el príncipe.

—Debemos ponernos en contacto con los justicar —dijo—, para que se lo puedan notificar a los miembros del Círculo Interior.

—¿Crees que no saben lo que está pasando? —preguntó Garlotte.

—Imagino que lo saben. ¿Sé si les importa? —Se encogió de hombros—. ¿Estoy dispuesta a arriesgarme a que no envíen ayuda si no se les solicita? ¿Estás dispuesto a arriesgarte a eso, con Baltimore en juego?

Garlotte miró a Bell. El arconte, eso le parecía, tal vez fuera el único en ofrecer algún punto de vista sobre el tema, pero Theo parecía inclinado a reservarse la opinión. Chin, como sabía Garlotte, era una nulidad entre los Tremere; era un cargo intermedio enviada, porque resultó estar cerca, para vigilar a los demás vástagos. Si tenían que tomarse decisiones importantes, tendría que decidirlas él. Victoria estaba muy cerca de él. Sentía su calor, y captó el centelleo del medallón, el medallón de su querida esposa.

—Me pondré en contacto con Lucinde —dijo finalmente.

Por mucho que odiara llamar la atención del justicar Ventrue y de los poderes fácticos de la Camarilla sobre su ciudad —¿quién sabía lo que podrían decidir?— lo haría. El Sabbat estaba en Washington. Tenía que hacerlo.

Garlotte volvió la espalda a Victoria.

—Isaac, acompaña a la Sra. Ash a su habitación —ordenó a su chiquillo mayor—, y después vuelve. Quiero hablar contigo.