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Lunes, 12 de julio de 1999, 00:01 h (hora local)

Suite ejecutiva, The Internationa LTD., Amsterdam, Holanda

Jan Pieterzoon se hundió en el mullido sillón y se masajeó las pequeñas marcas rojas de su nariz causadas por las gafas de montura metálica que ahora descansaban sobre su escritorio. Ansiaba whisky. Necesitaba whisky. Pero estas noches no le sentaba bien. Sospechaba que su estómago se había atrofiado y encogido por culpa de los años de desuso. Por supuesto, entre los vástagos proliferaban esos cuentos, pero ¿quién sabía cuáles eran meras ilusiones y cuáles habían de creerse? Y preguntar a un cainita más anciano y entendido sería admitir demasiado la ignorancia propia. La ignorancia era debilidad, y los débiles rara vez sobrevivían. No demasiado tiempo.

—¿Está usted bien, Sr. Pieterzoon?

Jan asintió pero ni habló ni abrió sus ojos. Marja aún estaría preocupada. Le preguntaría qué podía hacer por él y, en este momento, bastaría con la propia pregunta. Escucharla hablar holandés calmaba sus nervios. Demasiados de sus contactos de negocios eran en francés, o en alemán, o —que Dios le ayude— en inglés.

—¿Puedo hacer algo por usted, señor?

—No, gracias, Srta. van Haevermaete.

Sr. Pieterzoon. Srta. van Haevermaete. Jan permitió que la dolorida sonrisa se extendiera lentamente por sus labios. ¿Cuánto tiempo llevas sirviéndome, Marja? Aun así, la formalidad. Y así seguiría. Jan no podía permitirse familiaridad entre ellos, y mientras él no pudiera, ella no la tendría.

Recorrió sus dedos por su corto cabello rubio, y después rozó los músculos de su siempre suave mentón. Cada músculo de todo su cuerpo parecía ser una acumulación de tensión, y por desgracia no tenía tiempo para llamar a su acupuntor.

—Nos marchamos pronto a los Estados Unidos —dijo Jan, abriendo los ojos.

Marja se enteraba en ese momento.

—¿Los Estados Unidos? ¿Cuándo?

—Tan pronto como sea posible. En unas pocas noches.

Observó mientras ella digería la información, y hacía una lista mental de los preparativos necesarios.

—¿Negocios? —preguntó ella.

—No, en teoría no.

Ella asintió. Eso impondría otro conjunto de criterios en sus preparativos. Un viaje para reunirse con inversores o tratar con representantes sindicales habría estado por completo dentro de su campo de operaciones. Sin embargo, si el viaje estaba relacionado con las maniobras misteriosas de la Estirpe, de las cuales ella sólo conocía exactamente lo que necesitaba saber, tenían prioridad otras consideraciones.

—¿Seguridad?

Jan pensó un instante.

—Ton y Hermán.

—¿Ayudantes?

—Usted y Roel. —Roel era competente, bien parecido, un buen compañero para Marja. Jan lo escogió por ese motivo. No tenía ni la menor idea del vínculo subyacente que les unía a Jan.

—Debería bastar. Podemos reforzar posteriormente el personal, si es necesario —explicó Jan brevemente—. No quiero llegar con un séquito demasiado numeroso. Los asuntos pueden resultar… bastante delicados sin que demostremos atrevimiento.

Marja siguió con sus notas mentales.

—¿Destino?

—Baltimore. Nos alojaremos en el Lord Baltimore Inn como huéspedes de Alexander Garlotte. Por favor, haga los preparativos necesarios —le dijo más por costumbre que por necesidad.

Marja se volvió para salir de la oficina. Su falda, más larga de lo que estaba de moda, casi le llegaba a las rodillas. Su suéter sencillo aunque atractivo dio a Jan la impresión de seducción involuntaria… o lo habría hecho si ella participara en ese tipo de juegos. Menuda ironía, pensó. Busqué a una víctima y me encontré a un socio de confianza.

—Srta. Haevermaete —dijo justo antes de que se cerrara la puerta. Ella volvió a entrar en la oficina—. La fábrica de Bonn… tendremos que cerrarla. Ya no habrá tiempo para dirigirla adecuadamente.

—Son mil seiscientos puestos de trabajo, señor.

—Soy perfectamente consciente de ello —respondió Jan impersonalmente—. También están los intereses financieros de dieciséis inversores. La balanza no está equilibrada. Procure que el papeleo esté tramitado por la mañana.

—Sí, señor. —Después se marchó.

Jan no desaprobaba los impulsos humanitarios de Marja. Muchas de sus sociedades eran ardientes defensoras de las organizaciones sin fines lucrativos. En primer lugar, así fue como la encontró. Sus propias tendencias filantrópicas tal vez estuvieran más centradas, pero no eran menos sinceras. Era una de sus pocas concesiones a la conciencia.

A medida que los pasos de Marja se alejaban al otro lado de la puerta, Jan devolvió de mala gana sus pensamientos a los acontecimientos que habían hecho necesario el próximo viaje…

—Nuestros amigos al otro lado del Atlántico parecen incapaces de encargarse de sus dificultades —había dicho Hardestadt. Jan había viajado a Nantes, a uno de los incontables refugios de Hardestadt, por orden del antiguo Ventrue. Una audiencia personal no era habitual—. ¿Estás al tanto de los ataques del Sabbat en el continente norteamericano? —Hardestadt preguntó mientras pasaba una copa de plata a Jan a través del pequeño espacio entre sus sillas Luis XV a juego.

—Sí, mí sire. —Jan se sentía muy pequeño al lado de aquel hombre. Un telón de fondo de siglos otorgaba más estatura a los rasgos aristocráticos y el fuerte mentón del antiguo. El estudio en que se sentaban, a pesar de la alfombra de felpa, las cortinas de terciopelo, y el veteado atractivo de las estanterías de caoba, era frío. Estéril. Inmutable. Mientras elevaba la copa hacia sus labios, el simple buqué de la vitae hizo que la cabeza de Jan diera vueltas. Sólo un sorbo de esa sangre (vitae de antiguos enviados hacía mucho a la Muerte Definitiva) fue suficiente para abrasar su boca y su garganta, pero el ardor bailó de modo enloquecedor por la fina línea que separa el dolor del placer. El calor se extendió por el torso, los brazos y las piernas de Jan. Sintió ascender el color a su rostro normalmente pálido.

—Tendrás que ir allí y resolver este lío —dijo Hardestadt.

Jan, mareado tras su segundo sorbo de la copa, pensó que debía haber oído mal. Podría lograr mucho en dicho asunto, pero ciertos detalles insignificantes exigían su cada vez más nublada atención.

—¿Voy a acompañar al mando militar? —preguntó.

—Tú eres el mando —dijo bruscamente Hardestadt—. Los acontecimientos de otros lugares no nos permiten emplear recursos ilimitados en ayudar a nuestros primos. Los miembros del Sabbat son delincuentes revoltosos, lo han sido desde el principio. Devuélvelos a su sitio. E intenta no tardar demasiado.

La trascendencia de las palabras, la inmensidad de la tarea, penetró poco a poco en la mente aturdida de Jan. Guerra abierta en las calles de Estados Unidos. El Sabbat había conseguido de algún modo coordinar sus acciones como nunca antes lo habían hecho en todos los siglos transcurridos desde su creación. Era una situación digna de la atención de un justicar, de todo un grupo de justicar. Y enviaban a Jan para que se encargara del problema. Él solo.

—Sí, mi sire.

Jan bebió un gran sorbo de la copa, tan largo como le permitía la educación. El fuego purificó su interior.

—Sé que no me fallarás en esto —dijo Hardestadt.

No le fallaré, asintió Jan su concordancia en silencio. No le fallaré… y si fallo, no viviré.