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Jueves, 8 de julio de 1999, 3:02 h

Suite del gobernador, Lord Baltimore Inn, Baltimore, Maryland

Los leños falsos alimentados por gas ardieron en la chimenea. Victoria parecía disfrutar de una sensación de poder por ser capaz de iniciar un fuego simplemente girando un tirador, sin tener que acercarse demasiado. Puso al máximo el acondicionador de aire, para que el calor del fuego fuera agradable, aunque las puertas francesas al balcón permanecían abiertas, permitiendo que la brisa procedente del puerto jugara con las cortinas que iban del techo al suelo.

—¿Así que usted ha hablado con Vitel? —dijo Gainesmil. Se limpió una mota de pelusa de sus chorreras de seda verde en perfecto estado.

Victoria le observó pelearse con la chorrera.

—No merece la pena preocuparse por esa camisa, Robert. —Se puso en pie y caminó hacia las puertas francesas—. Sólo porque sea cara no implica que debas ponértela. Por otra parte, todo el gusto de algunas personas está en sus bocas.

Gainesmil se quedó mudo en su asiento ante esta reprimenda. Antes, ella lo había tratado con amabilidad, incluso con afecto, pero a veces Victoria parecía olvidar que era el consejero más cercano al príncipe Garlotte, y le trataba simplemente como a cualquier otro subordinado Toreador.

—¿Sabe?, el príncipe se sorprendió mucho con la llegada de Vitel.

Victoria le dio la espalda y miró fijamente al puerto.

—Viejas noticias, querido. Eso fue hace semana y media.

Gainesmil tartamudeó pero no se le ocurrió nada que decir. Se ruborizó consternado. Esta mujer lo confundía. Justo cuando pensaba que su sociedad se estaba solidificando, se volvía fría y condescendiente. Y si Gainesmil iba a alejarse de su gratificante lealtad hacia el príncipe, tenía que estar seguro de su nueva aliada. Si no —a menos que estuviera seguro de Victoria y de las recompensas de apoyar su causa—, los riesgos no merecían la pena. Recordaba con mucha claridad la taza de latón, y cómo Malachi, por orden de Garlotte, había cortado las dos últimas yemas de Isaac. Aquel recuerdo hizo palidecer a Gainesmil. Reprimió las imágenes y se concentró a cambio en Victoria. En la brisa de las puertas abiertas, su traje de lino blanco parecía hacerse uno con las largas cortinas al vuelo. Gainesmil podía imaginarse que ella estaba desnuda entre las ondeantes cortinas, con el aire marino acariciando su pálido cuerpo… de hecho se lo imaginaba, para su enojo.

—No respondió a mi pregunta —dijo él enfadado.

Pero si ella le escuchó, no dio pista alguna y siguió limitándose a observar el puerto. Gainesmil decidió esperar. Se negaba a morder sus talones como algún perrito faldero. Si no valoraba sus contribuciones, tendría que dejar que se las arreglara sola, y ella se lo perdería.

Mientras esperaba, Gainesmil advirtió un medallón redondo en una cadena sobre la mesa de café a su lado. Recordó haber visto a Victoria llevarlo en la conferencia; podía imaginar cómo reposaba sobre su pecho… también se sacudió esta imagen. Gainesmil se inclinó hacia delante en su asiento. Es lo bastante grande para tener algo dentro, pensó, inspeccionando la centelleante joya desde poca distancia. Victoria podría haber olvidado su presencia, igual que le prestaba poca atención a él. Lentamente, Gainesmil tendió la mano hacia el medallón de oro.

—Esta misma tarde he visto a Vitel —dijo Victoria.

Gainesmil contrajo su mano tan rápido que se golpeó el codo con el extremo de la mesa a su lado. Un dolor hormigueante recorrió su brazo, pero consiguió sostener la lámpara, que había comenzado a tambalearse peligrosamente.

—Vitel parece muy… —Dio la espalda a las puertas abiertas, pero seguía sin mirar a Gainesmil. Elevaba la barbilla, mientras miraba fijamente en algún punto intermedio indeterminado y evaluaba el asunto—. Triste. Muy triste. —Su mirada se fijó en el otro Toreador—. ¿Sientes su pérdida, Robert?

Gainesmil se perdió en sus afligidos ojos verdes. No podría seguir su razonamiento pero no quería admitirlo.

—Sí…, supongo que estaba triste.

—Perdió un chiquillo en el ataque a Washington —explicó Victoria sin apenas reprimir sus emociones. Cerró las puertas francesas—. No conoce el destino de su otro chiquillo. ¿Has Abrazado alguna vez, Robert? —De nuevo sus ojos se centraron en él.

Gainesmil se humedeció los labios.

—No, yo… no.

—El príncipe tiene chiquillos, ¿no?

—¿El príncipe Garlotte? Oh, sí. —Gainesmil emergía de su confusión a medida que la conversación volvía a terreno familiar—. Usted ha conocido a Isaac… —Vaciló levemente mientras la visión de los dedos cortados y ensangrentados volvía a asaltarlo.

—El sheriff.

—Sí —asintió Gainesmil—, el sheriff. El príncipe tiene otros dos chiquillos. Ninguno de ellos demuestra mucho interés en los asuntos de la Estirpe. Katrina es una muchacha hermosa, aunque es un poco bocazas. Él la adora. —Gainesmil meneó su cabeza con desaprobación—. Se habría desecho hace mucho de cualquier otro que lo mancillara del modo en que ella lo hace.

Victoria se acercó lentamente a la chimenea y apagó el gas. Las llamas se extinguieron.

—¿Mancillarlo? ¿Cómo?

—Oh, de todas las maneras que se le ocurren. —Gainesmil puso los ojos en blanco—. No hace mucho Abrazó a dos mortales sin su permiso… no uno, téngalo en cuenta, sino dos.

—¿Y él no hizo nada? —Victoria parecía escéptica.

—Lo barrió debajo de la alfombra —explicó Gainesmil—. Nunca ha surgido como asunto oficial, aunque todo el mundo está enterado.

—Fin, el tercero, es otro cantar, pero igual de decepcionante —prosiguió—. Parece no poder dejar atrás a los mortales. Está loco por una chavala… er, chica…

Victoria se sentó en el extremo del sofá pegada a Gainesmil. Puso un dedo sobre su rodilla.

—Vitel me contó algo muy interesante —dijo, cambiando bruscamente de tema.

—¿De qué se trata? —Gainesmil intentaba seguirla, pero los ojos de ella estaban demasiado cerca, y su dedo trazaba círculos sobre la rodilla de él.

—Dijo que los Tremere no movieron un dedo para salvar Washington.

Gainesmil asintió estando de acuerdo.

—Sí, hemos confirmado el dato con distintas fuentes. No podemos agradecérselo a la Sra. Chin. Por lo visto Dorfman, Peter Dorfman, el Pontifex, estaba fuera de la ciudad, de hecho fuera del país, y sus subordinados pensaron que era más importante proteger la capilla que proteger la ciudad.

—Y ahora la capilla Tremere es el único vestigio del poder de la Camarilla en Washington —dijo Victoria—. Deberían ser castigados por tamaña cobardía.

—O elogiados —ofreció Gainesmil, y quedó satisfecho por la aparente confusión de Victoria—. Oh, sí, así es como lo interpretan ellos. Que estaríamos mucho peor sin un punto de apoyo desde el que reconquistar la ciudad.

—¡Pero tal vez no la hubiéramos perdido! —protestó Victoria.

—Ah, pero ¿quiénes de entre nosotros pueden testificar que las fuerzas de la capilla, aunque dispersas, habrían bastado para dar marcha atrás al asalto del Sabbat? —preguntó Gainesmil, haciendo de abogado del diablo.

Victoria comprendió y siguió el razonamiento de él.

—Y la capilla es más valiosa como puesto defensivo, y como obstáculo para las líneas de suministros y comunicaciones del Sabbat si siguieran avanzando. —Victoria asintió. Apretó la pierna de Gainesmil y se levantó de su asiento—. Menudos demonios. Tendré que hablar con la Sra. Chin. ¿Cuánto falta para la próxima conferencia?

Gainesmil echó una ojeada a su reloj.

—Mañana es ocho. Nos volvemos a reunir el dieciséis, más bien durante la medianoche del diecisiete.

Victoria se cernió sobre él y puso un esbelto y delgado dedo sobre sus propios labios.

—¿Se sabe algo de los justicar…?

Gainesmil negó con la cabeza.

—Nada, que yo sepa. El príncipe Garlotte elevó una petición a la justicar Lucinde, pero no hemos recibido respuesta alguna. El tiempo es muy diferente para esos antiguos europeos…

—Bueno —dijo Victoria—, supongo que no corren el peligro de ver desaparecer sus dominios ante sus ojos viejos y arrugados.

—Hablando de desaparecer —Gainesmil recordó uno de los motivos para su visita de esta noche—, tenemos un problema con un empleado del hotel… un botones.

Victoria se murió de vergüenza y sonrió abochornada. Gainesmil pensó haber visto incluso un ligero rubor.

—Lo llaman servicio de habitaciones…

—Por favor, trate de controlar sus impulsos, Victoria —suspiró Gainesmil—. Sólo se tiene que hacer uso del personal en emergencias extremas. Si no, con la cantidad de huéspedes que hay en la ciudad, pronto empezaremos a servir nosotros.

—Y no podemos permitirlo, ¿verdad? Controlaré mis impulsos, Robert —dijo, pasando sus dedos por su pelo—, si tú controlas los tuyos.

A Gainesmil se le secó la boca. Victoria caminó hacia él y abrió las puertas dobles al dormitorio. El toque en un interruptor apagó todas las luces, salvo aquellas del exterior alrededor del puerto. Pulsó otro interruptor, que comenzó a cerrar las persianas especialmente instaladas para bloquear toda luz exterior.

—¿Por qué no viene a visitarme el príncipe, Robert? Apenas lo he visto durante la última semana. ¿Se ha cansado de mí? —Victoria apoyó su espalda contra la puerta.

A medida que las persianas obstruían poco a poco lo que quedaba de luz, los ojos de Gainesmil se ajustaron a la creciente oscuridad. Sintió su lengua torpe.

—Yo… seguro que no… uh, el príncipe, es que… ha estado muy ocupado con la defensa de la ciudad, el… uh, flujo de refugiados no ha descendido, a pesar de la aparente inercia del Sabbat…

—Entiendo —dijo pensativa Victoria—. No estoy entre sus principales prioridades.

Gainesmil no pudo volver la cabeza cuando ella se paseó por la oscuridad hasta la cama en la habitación adyacente. Apenas sin moverse, se quitó el vestido y, desnuda, se deslizó bajo las sábanas.

—Lo echo de menos —suspiró Victoria—. Y Robert, perdona que no te acompañe a la puerta.

Como si estuviese borracho, Gainesmil se levantó y fue hacia la puerta… la otra puerta, la salida. No fue hasta que estuvo cerrada a su espalda cuando logró deshacer el nudo que tenía en su garganta.