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Martes, 6 de julio de 1999, 21:23 h
Una gruta subterránea, ciudad de Nueva York
La luz titilante de la lámpara no bastaba para que un mortal leyera con comodidad, pero Calebros no se dio cuenta. Sus ojos grandes y profundamente engarzados estaban acostumbrados a la oscuridad total y parcial. Qué suerte, porque se pasaba las noches estudiando detenidamente los informes. Algunos llegaban electrónicamente a través de SchreckNET; Umberto le traía las copias impresas si a Calebros no le apetecía recorrer los húmedos túneles hasta el terminal. Podría conectarte un terminal propio si te libraras de ese fósil de máquina de escribir y limpiaras tu escritorio, había ofrecido Umberto. Calebros había dado un cachete en las orejas al jovenzuelo ante la insinuación.
Otros comunicados llegaban a través del mensajero. El mayor número de informes, con mucho, los recababa el propio Calebros. Su sire, Augustin, le había enseñado el valor de poner sobre el papel hechos aparentemente ajenos. A menudo los resultados eran infructuosos, pero a veces surgían pautas donde no se pensaba que existiesen. Por ejemplo, en el arrugado folio que Calebros estaba estudiando en este momento[2].