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Lunes, 12 de julio de 1999, 23:49 h

Vestíbulo principal, Lord Baltimore Inn, Baltimore, Maryland

—¿Manda usted algo más, señora?

Victoria alzó la copa de buen vino tinto y humedeció sus labios, después se dignó a responder al joven uniformado.

—No en este momento, gracias.

Él hizo una reverencia y se retiró, tan contento como si le hubiese dado una propina de cien dólares. Victoria, acomodada en el sillón acolchado del vestíbulo del Lord Baltimore, estaba rodeada de admiradores, por así decirlo, pues varios de los empleados del hotel atendían todas sus necesidades.

¿Qué sentido tiene contar con los mortales, se preguntó, si no están haciendo las labores domésticas que les hacen sentirse tan útiles? Eva una situación que dejaba contentos a todos, sobre todo a Victoria. Ella estaba en su elemento con otros adulándola, y era una diversión lo bastante agradable e inocente comparada con la manera que había estado pasando la mayor parte del tiempo las noches pasadas… recabando información, ninguna terriblemente útil.

El flujo de refugiados en la ciudad se había convertido en un goteo, dos semanas y media después de que el Sabbat hubiese irrumpido en Washington, tres semanas después de su gala social saboteada en Atlanta. Y debía haber sido saboteada. De eso estaba segura. Y al menos otras dos ideas eran certezas en su mente: la primera, que descubriría al responsable de su traición; la segunda, que pagaría por ello.

Los principales sospechosos parecían ser Rolph, la rata de cloaca Nosferatu que ella había invitado por pura bondad, y Erich Vegel, el anticuario Setita con quien Victoria había estado jugando. Parecía que ambos habían desaparecido poco antes del ataque del Sabbat, y ninguno se había despedido de la anfitriona. La desaparición de Rolph no era necesariamente siniestra. Los Nosferatu siempre estaban merodeando los márgenes de la sociedad respetable de la Estirpe y, la verdad sea dicha, Victoria podría haberle echado en falta aunque siguiese allí. El caso de Vegel era más desconcertante, porque fue una llamada de su señor la que había alertado a Victoria de la ausencia de su invitado… si es que Hesha había estado al otro lado del hilo en aquella conversación, y si la llamada en sí misma no había sido un ardid para sugerir que la salida de Vegel era espontánea. Posible. Una trama dentro de otra trama. Pero los Setitas que habían rescatado involuntariamente a Victoria de Atlanta habían estado buscando a Vegel. Eso parecía inferir que él también estaba en dificultades. A menos que el rescate, como la llamada telefónica, hubiese sido orquestado para transmitir a Victoria esa impresión. ¿Podía ser Hesha tan astuto? ¿O podía Vegel haber desertado —si eso era posible para un Setita— dando esquinazo tanto a Victoria como a su antiguo patrón?

Sus investigaciones en estos asuntos… no la habían conducido a ningún sitio. Principalmente porque, hasta ese momento, no había encontrado a ningún otro superviviente de Atlanta. A nadie. De Gainesmil, fuente eterna de información, había sabido que Hesha residía en Baltimore, algo que el príncipe Garlotte no había resuelto del todo. Pero mientras el Setita no llamara la atención, el coste de una caza de serpientes a gran escala parecía prohibitivo.

También estaba Benito Giovanni, quien a última hora había cancelado su viaje a Atlanta para la fiesta. ¿Podía haberse enterado de algo acerca del ataque del Sabbat? Victoria nunca descartaría la posibilidad de un miembro del traicionero clan Giovanni coludiendo con el Sabbat, pero era casi imposible encontrar algo acerca de ese unido clan. Ella había escuchado rumores —de nuevo a través de Gainesmil— de que Benito había desaparecido a la misma hora de la fiesta. Con los Giovanni, no obstante, ¿quién sabía lo que eso quería decir en realidad?

Por otro lado, Victoria se había entretenido reuniéndose con varios de los refugiados. En general, se mostraban conmovedoramente agradecidos, pero Victoria estuvo segura de que si tenía que simpatizar con alguien más en los próximos, digamos, diez años, vomitaría. Las masas le proporcionarían algo de apoyo en la próxima conferencia, dentro de cuatro noches, pero los principales protagonistas, los individuos que decidirían el curso de los acontecimientos, estaban más allá de su control.

En cuanto el flujo de refugiados había comenzado a disminuir, el príncipe Garlotte la había visitado con más frecuencia. Victoria alzó una mano hasta su cuello, y pasó los dedos a lo largo de la cadena hasta el medallón que nunca apartaba de ella. El príncipe parecía disfrutar viéndola llevar la joya. Victoria, a su manera, se consolaba con que el suave metal descansase cerca de su corazón. No obstante, a pesar del evidente afecto que sentía Garlotte por ella, el príncipe seguía siendo cauto. Victoria no esperaba que le entregase su ciudad —tampoco pondría ninguna pega si él lo hiciese— pero esperaba más apoyo directo en las reuniones públicas. Si ese apoyo no se materializaba, y pronto, tal vez se viera obligada a tomar medidas más severas. Por ahora, a pesar de todo, él buscaba su compañía; se consideraba lo bastante fuerte para resistirse a ella si así lo quería, y quizá lo fuera. Por ahora.

Gainesmil, por otro lado, era un plato que Victoria podía derribar de un disparo en cuando le apeteciese. Le dejaba suficiente libertad para que pensase que era independiente, y contemplaba divertida su noble pugna de conciencia entre la lealtad hacia su príncipe y hacia su compañera de clan. Victoria sabía que en su dilema moral no era tanto una cuestión de conciencia, sino de su personalidad veleta. Gainesmil estaría allá donde soplara el viento.

Los Malkavian, como siempre, eran irrelevantes. Aparte del príncipe Benison de Atlanta, nunca conoció a un miembro de ese clan que valiera un dedo de vitae.

No había tenido oportunidad de hablar con Theo Bell y sospechaba que no aceptaría una invitación a una conversación privada, incluso si surgiera la ocasión… algo que no era probable que sucediera. Aquel matón había estado ocupado con su chusma patrullando las franjas de terreno entre Washington y Baltimore, e incluso había llegado a liderar incursiones menores en la capital hostil. Bien por él, pensó Victoria. Ésa era la clase de actividad que la mantendría a salvo. Además, parecía ser de una extraña clase de Brujah… de aquellos que conocían su lugar.

Marcus Vitel, príncipe de aquella otra ciudad, antiguo príncipe —Victoria no tenía muchas esperanzas en recuperar la ciudad al Sabbat, a pesar del celo demostrado por los Brujah— parecía estar de luto, y Victoria no sabía si por su ciudad o por sus chiquillos. Se rumoreaba (y Gainesmil lo confirmaba) que Vitel era responsable, al menos en parte, de la ley marcial que se había impuesto en Washington y que había dificultado la consolidación del control de la ciudad por parte del Sabbat.

Vitel se había alojado en una casa privada, y aunque no había rechazado las visitas de Victoria durante las pasadas dos semanas, tampoco había sido excesivamente locuaz. Aun así, ella había comenzado el proceso de hacerle expresar sus sentimientos, de determinar qué era lo que abriría sus anhelos internos a ella. Quizá le engancharía demostrando compasión hacia sus pobres chiquillos.

Dios bendito, pensó Victoria. Más simpatía.

En cuanto a los propósitos prácticos, sólo quedaba Maria Chin, la representante de los Tremere. Victoria pensaba que el conocimiento de que los Tremere de Washington, la propia capilla de Chin, habían observado perezosamente cómo la ciudad había caído en manos del Sabbat podría ser de utilidad. Quizá se pudiera hacer un trato. Victoria podía defender las acciones de los Tremere a cambio del apoyo del clan en la conferencia. Estaba, por supuesto, el factor que complicaba las cosas de que los Tremere tomaran, como Gainesmil y Vitel posteriormente habían sugerido, la postura que estaban más preocupados con los intereses a largo plazo de la Camarilla —manteniendo la presencia de la secta en el distrito de Columbia— que en sostener a un príncipe Ventrue a corto plazo. Los Tremere tal vez no necesitaran la defensa de Victoria. Pero sin duda, o eso esperaba ella, verían el beneficio de tener amigos en la conferencia, y no había nada malo en intentar establecer la base para un apoyo mutuo en el futuro.

Por eso Victoria había bajado al vestíbulo del Lord Baltimore Inn. Chin había accedido a charlar con ella. Victoria echó una ojeada a su reloj de diamantes y no se sorprendió en absoluto al ver a Chin entrar por las puertas del vestíbulo a medianoche en punto, exactamente a tiempo. Victoria se levantó para recibir a su invitada, e ignoró por completo a los empleados mortales del hotel que se escabulleron en todas direcciones, temerosos de haber ofendido de algún modo a la elegante huésped y de ser personalmente los culpables de su marcha.

—Maria —dijo Victoria, adoptando un tono amistoso y familiar.

La expresión de la Tremere permaneció inmutable, neutral.

—Srta. Ash. —Vestía una larga capa gris azulada con la capucha hacia atrás. Victoria pensó que era ligeramente anacrónica, pero eso no era pecado ni algo extraordinario entre vástagos.

Victoria cogió a su invitada del brazo y la llevó hacia el ascensor.

—Me encargo de servirla personalmente —torpemente, lo sé—, pero me temo que ninguno de mis sirvientes viajó hacia el norte conmigo, y no he tenido tiempo de entrevistar a nadie… —Victoria prosiguió con el parloteo, una charla lo bastante inocua para cualquier mortal que estuviese al alcance del oído. Chin no contribuyó a la conversación ni intentó responder las preguntas retóricas de Victoria.

Rebosa personalidad, pensó irónicamente Victoria, pero ¿no sucedía lo mismo con todos los Tremere? Mientras giraba su llave para llevarlas de camino a la séptima planta, la Toreador se sintió tentada de seducir a Maria en ese momento, para ver algún tipo de reacción por parte de la mujer. Podría hacerlo antes de llegar a la quinta planta, pensó Victoria, pero decidió no hacerlo. No tenía mucho sentido poner en peligro futuros beneficios a cambio de un placer insignificante en este momento.

Lo que en realidad sucedió antes de llegar a la quinta planta fue muy diferente. Victoria estaba charloteando, compensando el silencio de su compañera. Ninguna de las ocupantes del ascensor vieron u oyeron la trampilla abierta en el techo, o el garrote especialmente elaborado que bajó a través de la abertura. Victoria no se dio cuenta de que algo iba mal hasta que los pies de Maria Chin colgaban medio metro por encima del suelo, e incluso entonces tardó un instante en asimilar la imagen de los ojos saltones y los brazos debatiéndose de la Tremere.

Victoria vio las manos, los guantes negros, tirando enérgicamente del cable detrás del cuello de Maria. Inmediatamente, los instintos de Victoria para afrontar el peligro pudieron con ella: gritó con todas sus fuerzas.

Le pareció que su grito proporcionó el ímpetu para que el cable cortara por debajo del mentón de Chin. Victoria retrocedió contra la esquina, su boca aún abierta de par en par, mientras el garrote separaba completamente el cráneo de la columna vertebral, y ambas porciones de Maria Chin caían con un ruido sordo al suelo.