10

Lunes, 12 de julio de 1999, 23:43 h

La catedral sumergida, pantanos Cranberry, Massachusetts

Desde el momento en que cayó en manos de los Nosferatu, Benito Giovanni había contado con que le torturarían.

Se había resignado a ello, se había preparado para ello. Casi estaba esperándolo con ansia. No por alguna extraña excitación, sino más bien del modo que se espera el apretón de manos que sella un peliagudo trato. Anhelaba la serenidad del cierre de la operación; en este caso, el fin a los años de discreción y ansiedad.

Lo habían secuestrado en su ático-oficina, su santuario privado, la cumbre de su poder mundano.

Su influencia —la influencia de la familia Giovanni— hacía sombra a la ciudad de Boston. Era su ciudad. Los Giovanni la habían conservado contra los progresos tanto de la Camarilla como del Sabbat. El alcalde, el jefe de policía, los capitanes de la industria, el arzobispo, las viejas familias adineradas… Benito podía convocar en su ayuda a todos aquellos poderes en cuanto pulsara la marcación automática de su teléfono. Se había entronizado en el mismísimo centro de la intrincada telaraña de contactos y manipulaciones que componían la sutil estructura de su dominio.

Y los Nosferatu habían llegado de repente y lo habían secuestrado.

Lo torturarían, eso estaba claro. Y él, a cambio, les contaría todo lo que sabía acerca de todo este desagradable asunto.

Por desgracia, admitía Benito, la suma de todo lo que sabía sobre este asunto no era demasiado. Muy poco, se temía, para satisfacer a un Inquisidor decidido.

Por supuesto, había realizado el encargo. Pero él sólo era el tratante, el casamentero. No era un gran secreto en los círculos de la Estirpe que Benito Giovanni contaba con muchos contactos en el mundo del arte. Tenía fama por hacer aparecer obras maestras que se creían desaparecidas víctimas de la depredación del tiempo y las agitaciones políticas. Esta fama se debía, sobre todo, a la cruzada de Benito en los años posteriores al fin de la Segunda Guerra Mundial para liberar con discreción muchas obras de arte inapreciables que habían sido saqueadas por el Reich. Un torrente continuo de estos tesoros se abrió camino hasta Boston y desde allí a las manos de una clientela muy selecta de museos y coleccionistas privados.

Entre el clan Toreador, con su devoción casi religiosa hacia las artes, se veía a Benito de manera romántica como una especie de cruce entre un santo y un contrabandista de alcohol. Si se supiese la verdad, Benito encontraría este homenaje bastante embarazoso. Hizo todo lo posible por granjearse y conservar la buena voluntad de los Toreador. Aunque individualmente les Artistes podían ser volubles y caprichosos, su conocimiento y sus contactos eran una ventaja competitiva sin igual en su ámbito de trabajo.

Uno de los muchos beneficios de esta asociación de facto con los Toreador era el flujo interminable de invitaciones a las grandes fiestas, bailes y galas con las cuales les Artistes marcaban el inacabable avance de las estaciones. Estas válvulas de escape decadentes para su tedio proporcionaban a Benito oportunidades únicas para ponerse en contacto con los auténticos ostentadores del poder: los príncipes y primogénitos de las ciudades más importantes a ambas orillas del Atlántico.

Benito se permitió blasfemar entre dientes cuando trató de mirar la hora. Se lo habían confiscado, por supuesto, en el momento de su secuestro. Quizá fuera la milésima vez que se había sorprendido en mitad de este pequeño ritual. Había estado pensando en las citas perdidas, en la fiesta del Solsticio de Verano que Victoria había celebrado en Atlanta. Ya había pasado mucho tiempo.

Oportunidades perdidas.

Victoria era prometedora, alguien a quien vigilar en las noches venideras. Se acababa de mudar a Atlanta en una osada maniobra por hacerse con un puesto recientemente vacante en la primogenitura de la ciudad. La reunión del Solsticio era una especie de presentación en sociedad para ella; la primera andanada en su puja por el poder.

No obstante, por valiosa que fuera Victoria como contacto, no era la única atracción de la fiesta del Solsticio. Ella le había llevado a creer que no sólo estaría presente el loco príncipe Benison de Atlanta (lo que sería de esperar), sino que también haría una aparición especial Julius, el arconte Brujah. Esta combinación volátil amenazaba con explotar espectacularmente, haciendo llover fragmentos de poder, prestigio e influencia sobre aquellos lo bastante osados para agarrarlos. Benito lamentaba profundamente no haber estado cerca durante los fuegos artificiales, pero la llamada telefónica y aquella voz —aquella maldita voz que había esperado no volver a escuchar de nuevo— habían hecho necesario que Benito no acudiera.

Menuda ironía que fuera asaltado de nuevo por esa voz y que después hubiera sido víctima de estos captores. Irónico, pero sin duda no fortuito.

Sus captores, los Nosferatu, tenían fama de extraer secretos. Benito no se hacía ilusiones respecto a hacerse el héroe, o a escupir a la cara del Inquisidor. Todos aprenderían, por supuesto, a su debido tiempo.

Y aun así, ellos exigirían saber más. Para ellos el conocimiento era una compulsión, una adicción. Cada vez lo presionarían más, hundiendo sus afiladas preguntas con fuego y estacas. Lloriquearía vergonzosamente todo lo que sabía. Después continuaría con más detalles generados por pura fantasía y desesperación.

Y seguirían fisgoneando aún más.

Benito tenía una esperanza, una muy débil. Les daría todo lo que pidieran. Lo racionaría a lo largo de un periodo de tiempo gratificantemente largo, lo suficiente para que se convencieran de la veracidad de sus confesiones… o al menos de la veracidad de sus instrumentos de extraer confesiones. Se arrojaría a su merced y suplicaría a los parias deformes, horrendos y grotescos que tuvieran piedad de su pobre cuerpo maltrecho y que le permitieran vivir.

No parecía una esperanza muy probable, pero era todo lo que tenía.

Para mantener esta esperanza fugaz y efímera, Benito primero tenía que convencerse de que, por encima de todo, los Nosferatu eran verdaderos devotos del conocimiento. Si podía llegar a creerse que su principal preocupación —de hecho, su única preocupación— en este asunto era saber la verdad, entonces no todo se había perdido. En cuanto hubiesen descubierto el papel que Benito había jugado en este asunto —y que estaba libre de culpa de la sangre derramada— lo liberarían.

La única duda molesta que amenazaba con desplomar esta rebuscada estructura era que él no estaba del todo convencido de que los Nosferatu se postraran ante el altar del Conocimiento sólo de boquilla. En el fondo, albergaba una tenaz sospecha de que su ídolo era, por el contrario, el dios atrofiado de los Secretos.

Los secretos, una forma muy especializada de conocimiento cuyo poder disminuye con el número de personas que los poseen.

En cuanto Benito compartiera su conocimiento de estos sucesos con el Inquisidor, el auténtico poder de la revelación se diluiría, reducido a la mitad. La única manera de devolver toda su fuerza al secreto sería eliminar a uno de sus guardianes. No era difícil calcular la probabilidad exacta de que Benito sobreviviera a un encuentro con el culto de los secretos.

Benito estaba preparado para los hierros candentes y los cuchillos retorcidos y las estacas con púas. Pero no estaba listo para el avance enloquecedoramente regular de las horas canónicas.

La campana tañía el oficio. Maitines, imaginó, aunque era difícil saberlo con certeza. Las pisadas amortiguadas de incontables idas y venidas nunca parecían frenar, y mucho menos cesar. Pero sin duda incluso los Nosferatu, que llevaban desde hacía incontables generaciones una existencia subterránea, aún debían estar sujetos a la progresión primitiva del día y la noche.

Las campanas sólo eran el principal protagonista del complejo tapiz de sonidos que llenaban su cautiverio. A veces escuchaba susurros desde más allá de su celda ascética. En otras ocasiones, cánticos. En otras, el estridente chirrido de la pluma sobre pergamino.

Pero en ningún momento escuchó el sonido que más esperaba: el giro de una llave en la cerradura. La señal inconfundible de que estaba, por fin, ante su Inquisidor.

Habían pasado noches, semanas enteras, si debía creerse el tañido de las campanas. Hasta ese momento no había logrado vislumbrar a sus prudentes captores. Benito, sospechoso por naturaleza, aún no estaba dispuesto a descartar la posibilidad de que el tañido de las horas fuese una forma sutil de tortura; una método para que sus captores jugasen con sus percepciones, confundieran su sentido del tiempo, para alimentar su desesperación. El mensaje acumulativo de las campanas era lo suficientemente claro. Si ya habían pasado varias semanas desde su secuestro, Benito podía tener pocas esperanzas de recibir ayuda externa, de un rescate por parte de su familia o sus muchos agentes. Con cada repique de las campanas, se hacía más evidente que Benito estaba completamente solo, aislado de sus recursos y totalmente a merced de sus captores.

Las campanas de iglesia tenían un efecto añadido que sin duda no desconocerían sus secuestradores. El clamor sagrado solía evitar cualquier posible intervención por parte de aliados del Más Allá. Benito había intentado varias veces llegar a través de las sendas espirituales para hacer contacto, para enviar un mensaje, para pedir ayuda. Pero en vano.

Los habitantes del reino espiritual esquivaban este suelo sagrado… aunque estuviese derruido y en desuso desde hacía muchas generaciones.

Con cada noche que pasaba, la ansiedad, la desesperación y el hambre crecían. Benito contó el periodo de su cautiverio en citas canceladas y oportunidades perdidas.

Y mientras tanto, la Bestia se volvía más audaz, royendo la razón y poniendo a prueba su atadura.