XVI
Adioses a don Alvise. Visita a via Carreri. Visita involuntaria a don Nitto.
El traslado de don Alvise se produjo con cierta dificultad, hubo que recurrir al vehículo más capaz para alojar el cuerpo desquiciado y atravesado. Le acompañamos tres: yo, que soy casi pariente de la muerte, además de los dos nietos enemigos, en los cuales la emergencia del accidente parecía haber apagado cualquier contencioso y reavivado el patriotismo doméstico. Sasà, al volante, mostraba a flor de labios una emoción refrenada; Venera, viceversa, sollozaba sin descanso, estrechaba en sus manos las manos del viejo, interrogaba sus ojos cerrados, el hilillo irrelevante de la respiración entre los labios semiabiertos. El viejo parecía desahuciado, y por ello corríamos lo más posible hacia el próximo dispensario nocturno. Pensé, al mirar a la muchacha, en cuánto tenía que impresionarla la inminente soledad en el palacio vacío, pero aún sospechaba más que en su llanto se desahogaba la rabia prolongadamente incubada durante las últimas semanas y la pasión de la reciente noche. Una noche que ahora se marchitaba a ojos vistas, la manchaban topos rosados, se movían, como si los empujara un viento, de oriente hacia el cielo color perla de la costa.
Adelantamos un jeep, que era, insomne, el de los parisinos a la caza de lugares idóneos para la película. A través de la ventanilla, un instante antes de que el polvo se los comiese, los ojos azul celeste de Michel se abrieron maravillados de par en par, viendo el grupo Virgen-Cristo que componía Venera con don Alvise…
Cuando llegamos a la puerta del hospital, ya no se necesitaban más manos humanas, don Alvise había muerto. Y se decidió llevarlo a casa, al palacio de Módica Alta, hacerle subir por última vez las viejas escaleras, sosteniéndole por la cabeza y por los pies, Sasà y yo, como un mueble rígido y largo. Las vecinas, las dos hijas, que llegaron corriendo, los restantes nietos se apoderaron finalmente de él, y desapareció en sus habitaciones para el amortajamiento y el velatorio de rigor.
Mientras tanto se había hecho de día, la luz de las bombillas eléctricas, dominada por la de la naturaleza, aparecía sucia, impúdica, la apagué. Quedamos en una lividez de crepúsculo, nosotros tres, yo de pie y los dos primos sentados, contemplando cómo la franja de mortecina mañana urdía sobre la pared oscuros pronósticos. Yo pensaba en la muerte, en mi corazón, que se empeñaba en seguir latiendo, testarudo como un mulo, aunque me sintiera en cada una de mis fibras tan abocado a morir. Y pensaba en don Alvise, en la masa de recuerdos perdidos detrás de la dura lápida de su frente.
Venera y Sasà Trubia seguían en silencio, uno frente a la otra, parecían esperar a que yo me fuera. Me equivocaba: cuando me moví para salir, Venera me llamó, me quiso a su lado. Luego, de un cajón que yo conocía, sacó el paño de sangre seca, lo depositó en la mano de Trubia.
—Esto te pertenece, primo —dijo.
El funeral fue de calidad, acudió toda Módica. ¡Alvise, que la tierra te sea leve!
Venera había querido en el ataúd el botín de objetos de mujer que el viejo conservaba bajo la urna de cristal; y le había puesto entre las manos, para agarrar bajo tierra a las sombras con el mango, su bastón de nogal. Puck, que le quería, iba a mi lado junto con la criada Anita, detrás del cortejo de los consanguíneos. Del cual destacaba la nieta, asomando por la ropa enlutada un rostro exangüe y bellísimo; alta, en medio de las dos tías, y del brazo de Sasà, con un aire de feroz y doloroso triunfo, como para hacer pensar que en compañía del primo se dirigía al altar. Nadie entre la multitud osó hacer un comentario. La pelea, bofetadas y escupitajo incluidos, de dos noches antes, sería mañana, sin duda, motivo de cómica leyenda entre las paredes del Círculo de los Civiles, pero por el momento Venera interpretaba la muerte y le correspondían los aplausos.
Fue en aquel minuto, contemplándola, mientras acomodaba mi paso a las dolidas cadencias del cortejo, cuando me di cuenta de que ya había dicho todas mis frases y que me encontraba de nuevo sentado con todos los demás en el antiguo palco de espectador. El amor por Maria Venera había caído como una vela, me sentía desencarcelado, liberado de ella y de quien fuera, en el supuesto de que alguna vez hubiera amado realmente a alguien. Hasta entonces, me iba convenciendo de ello, no había realmente amado, sino únicamente querido amar. Y, para colmo, eligiendo sólo imágenes falsificadas: una Venera Sulamita, detrás de cuyo sentimiento fantástico todavía estaba indeciso si se ocultaba un fútil o un orgulloso misterio: una Cecilia Perséfone, a la que sólo el lenguaje melancólico y escaso había permitido mantenerse deiforme en mi pensamiento, y de la que me llegaban ahora todos los días postales de lugares que no eran los Campos Elíseos, sino más modestamente Peschiera, Verona, Custoza, donde debía de haberse juntado con un viajante de comercio lombardo-véneto o con un estudioso del Risorgimento… Y esa Isolina, finalmente, prometida a esposa y predestinada plurípara, a la que ya imaginaba desabotonando y ofreciendo a muchos vociferantes gemelos una infantil teta. Teatro, sólo teatro. No había hecho más que interpretar el amor, imitar el inevitable amor, en el argumento de la inevitable vida. Expuesto en solitario al ludibrio de los reflectores, con mis versos empapados de lágrimas, los sentidos alerta, las delicias y cruces del corazón. Yo, primer actor de paso entre tantos afectuosos comparsas. Comenzando por Iaccarino y Madama, ¡ah, infieles!, con ojeras negras bajo los ojos y señales de mordiscos amorosos en el cuello, para terminar con las diferentes Colombinas, Rosauras, Zanettas, enamorantes, enamoradas, compañeras de una temporada de gira, durante mi primera, fatídica, absolutoria y última tournée en la juventud…
Pocos años después de la guerra, imaginaos. ¡Pero parecía a un siglo de distancia, remota, la sucia guerra, la sucia muerte! Renacíamos convalecientes al sol; más aún, incapaces de morir, invulnerables en ambos talones. Y también tú, Sicilia, isla mía, te pintabas de carmín los labios, volvías de nuevo a coquetear con la vida. Bajo el sol que no se ha apercibido de nada, desconoce las invasiones, los granizos, las mafias, se limita a criar imparcialmente avispas sobre una cesta de higos y moscas sobre un asesinado, bajo un olivo perezoso. En Palermo se vuelve a rezar otra vez en las iglesias, tras los portales de los poderosos: «Padre nuestro que estás en los cielos», «Padrino nuestro que estás en la tierra»… Éstos son, ahora y mañana, los paternóster de la Conca d’Oro… Pero ¿y qué? ¿Qué debía hacer yo, yo, Gingolph el Abandonado, yo, Guerino, llamado el Mezquino? ¿Yo, inepto, febril, pleonástico, moribundísimo yo? Un payaso, un muñeco de amor, del que se debería decir en los cartelones de los Pupi: «En el primer cuadro se contempla a Gesualdo, llamado el Mezquino, que encuentra al ogro y le besa las manos. El ogro Amor se lo come. Se lo come pero lo escupe. Como hace la ballena con Jonás». ¿Y qué?… ¿Creéis que debéis aplaudir? Iros al diablo.
Bien, bajemos un tono. O, mejor, dos. El hecho es que después del funeral me fui yo solo, solito, por las sombras de la via Carreri, donde estaba el local más popular de Módica, con chicas de primera categoría, limpias, perfumadas, profesionales. Ya había ido un par de veces para acompañar a Iaccarino, cliente habitual, prácticamente abonado; pero me quedaba esperándole en el locutorio y salvándome con educación de las insistencias de rigor.
—Si me quieres, Dolores.
—Si me quieres, Bologna.
—¡Hagamos la última, la sangrienta!
Me sabía de memoria el desinit de la Educación sentimental, y lo repetía con frecuencia a los amigos, para contradecirlo: «Después no hemos tenido tiempo mejor». No, para mí no era así, y se precisaba una irresistible turgencia de las venas para inducirme a franquear, reluctante, aquellos umbrales.
Pero aquella vez los penetré con decisión, como alguien que va a comprar un revólver. Y con un bajo y tranquilo deseo en mi interior, sin ningún remordimiento de los nervios.
La habitación estaba densa de esencias, en penumbra, casi a oscuras, de no ser aquel limón amarillo en un jarro, con su campestre y furiosa luz. Ella era delgada, todavía guapa bajo los pesados afeites. De Portici.
—Se ve que eres un señor, los palurdos eligen a las gordas —me aduló con un acento mixto de Nápoles y de todos los nortes y sures de sus veinte años de vagabundeo peninsular. Recuerdo un chasquido de la cremallera, y esa visión de la indumentaria que cae, expulsada por un sencillo pero técnico movimiento de las rodillas, rápidamente. No pude dejar de vomitar, al final, en el lavabo, no por asco, había sido bonito, sino por la mera subversión mecánica en un cuerpo demasiado zarandeado. Tuve tiempo, sin embargo, de contemplar las bagatelas femeninas en la arquilla, los adornos ordenados con cuidado, simulando una duradera intimidad propietaria. Como nosotros, pensé, nosotros aquí en la tierra, en nuestra apresurada quincena…
Al descender las escaleras, dije por decir algo:
—Hemos estado en el Séptimo Cielo. —Y señalé los muchos peldaños.
Pero ella, sin darle ningún énfasis trágico:
—Querrás decir el infierno —contestó y, después de entregar a Zoe, detrás del mostrador, la chapa, volvió a subir.
En la ciudad me pilló la lluvia: pocas gotas, gruesas, cálidas, una borrasca de paso. Tuve que refugiarme en el Café Bonaiuto, donde sobre el mármol de una mesa un periódico prometía paz en Corea y el regreso de Einaudi y De Gasperi de sus vacaciones. Uno, de Ponte San Martino, el otro, del valle Sugana. Debían de haber pasado fresco, allí arriba, despertados temprano por el correo diplomático o como se llame. Sin saber que…
¡Cómo corrompe el tiempo no sólo los cuerpos sino los acontecimientos, los cómos y los porqués de cualquier acto humano! Bastan pocas estaciones y cualquier acontecimiento se deshace, se vacía de sentido, se cubre de un luctuoso y leproso salitre, se resquebraja al igual que la piel de una pared. No hay ninguna esperanza de que cuanto ocurre en este mismo instantáneo presente se disponga a tener mañana más fuerza que cualquier cosa ocurrida ayer: las matanzas religiosas de la Valtellina, los ataques en el Isonzo, el paralelo 18º… Sangre, fiebre y crujir de dientes, ayer; hoy, titulitos en un libro…
El camarero Santo asintió. No era la primera vez que, tomando el café, le entretenía con mis huy huy y habitualmente los aprobaba, los asumía como reflexiones profundas, regalándome, como a un perro, un terrón de azúcar de más y un servicio devoto a cambio de la instrucción que le proporcionaba.
Esta vez, sin embargo, añadió al azúcar un mensaje, de don Nitto, que me esperaba con urgencia en la Sorda. Michele pasaría cada media hora por el café, para ver si estaba.
Subí, pues, a la villa, aunque sin entusiasmo. Ahora ya era hora de terminar, aquella lluvia había sido un aviso. No tardarían en volver los días de la escuela, con el crujido de las páginas, las partículas de polvo arriba y abajo, dentro del mismo rayo de polvillo oblicuo. Y tantos delantales negros, ojos azules, negros, castaños, debajo de frentes fruncidas e infantiles… Reelería los versos antiguos, las antiguas y hermosas sílabas; comenzaría de nuevo con los provenzales, con los provenzalizantes: Ai, las! tan cuidava saber / d’amor e tant petit en sai…[83] Todo igual, pero con un año más, el cincuenta y uno ya no volvería. Y tampoco Módica: me amenazaba un traslado. Cuando ya no me servían invitaciones y fiestas, mi breve gloria mundana no deseaba futuro, el baile de Chiaromonte había sido el último de mi vida. De ahora en adelante preferiría siempre una tranquila infelicidad a una felicidad amenazada.
En su habitual quiosco, casi una Camera Regis, don Nitto, sin levantarse, me ofreció los cinco bastones de sílice que eran su mano. Junto a él, de pie, el diputado Scillieri se contentó con presentarme dos dedos fláccidos, con el aire de ofrecerme la prueba de una hostia o de una copa de maná. No estábamos solos, en las dos puntas de un banco vi sentarse a los dos hombres del caballero, a los que conocía de vista: palermitanos, venidos con él de la Vicaria y que se habían quedado a vivir en la villa en compañía del chófer Michele. Uno de cabeza minúscula, pegada al tallo de un cuello largo, que parecía temblar a cada respiración, pero como tiembla un hilo de acero; el segundo de cara lampiña y oscura, con breves patillas recientemente afeitadas. Y ambos untaban de mermelada dos medias hogazas de pan con un cuchillo de hoja ancha, de esos que llaman leccasapone[84]. En el centro de la escena, sobre una mesa, una resma de papel blanco, un tintero y una pluma —una estilográfica de oro— parecían esperar a alguien. Inmediatamente me convencí de que me esperaban a mí.
Nitto me dirigió un discurso entrecortado y didáctico, como en la clase de los burros. El diputado Scillieri se hallaba ante un grave problema: tendría que celebrar dentro de dos semanas un mitin importante, maduraban cosas serias, nacía un pacto entre los monárquicos y los ex Uomini Qualunque, capaz de regenerar Italia, no podía echarme atrás. ¿Atrás de qué? ¿Qué tengo que ver yo? ¿Qué quieren éstos de mí?
Miré al diputado, tenía un aire astuto y estúpido, ojos pequeños y juntos. Yo nunca le había hablado, sólo había espiado en compañía de Madama sus tráficos amorosos, desde mi observatorio astronómico, entre dos tiestos de perejil. Es cierto que llevaba algún tiempo honrándome sin motivo con sombrerazos y reverencias…
Le pregunté con la mirada qué quería de mí, con la mirada me indicó la hoja sobre la mesa, y con el labio acabó por proferir:
—Dos o tres conceptos, pero sustanciosos. Sobre la patria, sobre el trabajo, la libertad. La libertad, sobre todo.
Me dirigí a don Nitto, protesté que no podía, que no sabía. Pareció como si le doliera sinceramente.
—Si no puedes, si no sabes…
Pero añadió, suave y triste:
—Nunca lo hubiera creído: tú, como tantos otros, un aprovechado…
No entendía.
—¿Te has olvidado de Cecilia? —preguntó, acariciándose con la mano el collar de escayola que le cerraba la garganta—. Buena chica. De confianza. Obediente a las órdenes de papá. Si quieres, le telegrafío y vuelve —dijo, y me metió con ello una fea mosca en la oreja que ya no he sabido desalojar.
Los dos matones, mientras tanto, se habían levantado del banquillo, paseaban bajo los árboles, dirigiéndome de vez en cuando una mirada de bonachona curiosidad, como cuando el carnicero estudia en el mostrador de mármol una pieza nueva de ternera. Me pareció que no tenía salida, me senté a escribir.
Introduje alguna malicia, el diputado Scillieri se jugó la carrera, yo sigo huyendo.