XII
Julio y sus ocios. Paseo por la Cava antigua.
Así pasó julio. Cada día una chispa de fuego, los treinta y uno juntos un zarzal ardiente. Lenguas líquidas me salpicaban, me salivaban a lo largo de las venas. Saliendo de casa, vacilaba como un borracho; ardía, atizado por el sol, y me creía inmortal.
Me escribieron los míos desde el pueblo. ¿Por qué no volvía? Contesté que me quedaría un poco, para seguir de cerca los exámenes de mis alumnas. Ésta, por lo menos, era la excusa. A decir verdad, ya llevaba cosida bajo la piel la nueva ciudad, flotaba en el agua de sus pupilas, me adormilaba en la cuna de sus manos. ¿Qué podía añadir? Cada una de sus calles era mía, en las tardes caniculares, cuando era el único, junto con Iaccarino, en pisar las aceras de piedra dorada; cada uno de los hilos del cielo, entre las cimas de los techos, me pertenecía por derecho de usucapión.
Corrían los días. Por la mañana me acercaba a la escuela, me mezclaba con los grupos de las candidatas expectantes, para aconsejarlas, tranquilizarlas antes del examen. Ellas temblaban, con los ojos desorbitados de angustia ante la tómbola de las preguntas.
—¿Cómo, el tercer romanticismo?
De pronto se me acercó Isolina, olía a torta, un lunar de crema se le había quedado pegado al labio y temblaba con las palabras.
—¿Cómo es ese presidente Cataudella? —exclamó impersonalmente, preguntándolo más al aire que a mí, que era el único en escucharla.
Pero yo la vi tan chiquilla, con aquellos pendiente de cristal, y la cinta roja anudada en el pelo, y el flequillo con tantos rizos esparcidos cuidadosamente en la frente con el peine; tan recóndita y abstrusa en el escondite de sus miembros, que ni siquiera le contesté, me limité a soplarle desde cerca un poco de mi aliento en la boca, hasta que la migaja de torta se soltó. Me miró furibunda, con pupilas que parecían dos cuchillos envenenados, pareció querer gritarme no sé qué, pero la voz se le atascó en la garganta. Fue Licausi, que surgió como por arte de magia a su lado, quien se la llevó, se alejaron…
Luego, acompañada de Alvise, Maria Venera. Sin ningún compromiso personal con esta sesión pero curiosa por hacer prácticas y concentrarse en vistas al próximo examen de octubre. Quizás era la primera vez que salía después de la noche del rapto y parecía extremadamente blanca entre tantos bronceados al aire. Los profesores jóvenes la rodearon como a Penélope los pretendientes, iniciaron alrededor de su flor una danza de abejas. Y la perseguían, le preguntaban si por lo menos para la Virgen de Agosto iría al baile.
Calló, delegó con los ojos la respuesta al abuelo, pero él titubeaba, no le gustaba la interpelación. Al fin murmuró, trastornado por el femenino tropel allá abajo, arrumacos, chácharas, carcajadas, ondulaciones de miembros afectuosos, cuyo tumulto llegaba hasta el atrio del instituto y le halagaba los sentidos, como en sus tiempos, entre los bastidores de un cabaret transalpino, los crujidos de las bailarinas:
—Ya veremos, ya veremos.
Cuando se fueron les acompañé un poco, el viejo en medio, yo al este, ella al oeste, y la miraba de reojo o como podía, me contentaba con la única excrecencia visible, la punta del pecho en el corpiño negro que lo cubría. Pero instintivamente me recompuse cuando, levantando la cabeza bajo la ráfaga de las campanadas del mediodía, me pareció que una figurita nos estaba espiando, desde la terracita de su casa, la figurita de Liborio Galfo…
Dieron unas sabrosas charlas nocturnas sobre deporte y literatura varia bajo las cuatro palmeras del Stretto, discusiones vespertinas sobre el socialismo en las trastiendas de los cafés, en las farmacias semicerradas. El volumen del cielo se desplegó en el valle como una sábana inmensa, las grietas de las horas vacías se llenaron de palabras. Yo grité como los demás, golpeando la mesa con el puño, dividí el bien y el mal con una somera espada. Y me peleé con Iaccarino, que, por vanidosa ignorancia o real sabiduría, no preveía amnistías en la cayena terrestre y se negaba, como solía decir, a cortejar fantasmas esperando las próximas calendas griegas… Ya que, en contra suya, yo adoptaba el partido de la utopía, incluyendo también a Venera y mis objetivos sobre ella, Iaccarino me argüía:
—Cero en política, doble cero en amor. —Y añadía—: Es el precio natural que cuesta el amor. No se ama impunemente, ¿o tú qué crees?
Yo:
—Mira quién habla —decía, pero sin insistir, por miedo a que acabara por devolverme a Madama en la cama…
Comenzaron los bailes en la Sorda, por rotación, en una villa después de otra: villa Tasca, villa De Leva, villa Salmè… Con una luna poco a poco creciente, de grácil a obesa, y que tomaba colores diferentes: de marchito lirio lacustre, de rubicundo tarì…[67]
Yo cada vez era invitado por la autoridad de don Nitto. Él, antes de entregarme la invitación, me preguntaba por Cecilia con simpatía, quería saber si había quedado contento, me regaló incluso, en recuerdo suyo, el antiguo jarro rojinegro, que conservaría aún, si, instigado por quien yo me sé, Quo Vadis? no hubiera jugado con él al gato y al ratón una mañana, esparciendo sus añicos por las cuatro partes del universo.
Con motivo de los bailes veía con frecuencia a Trubia, pedíamos un baile a las mismas damas, nos disputábamos las precedencias en los más deseados carnets. Recuerdo noches excitadas, innaturales, con orquestinas de medias luces, y nosotros trotando convencidos en torno a las pistas redondas, entre las albercas, los parterres, las mesitas llenas de bebidas. Con una persuasión unánime de estar en el júbilo, en la gloria de un júbilo, todos en una cima irrepetible de la juventud, todos nosotros, jovencitos y jovencitas, en nuestros miembros obedientes, en las mejillas ardientes, en el brillo y en el triunfo de los ojos, todos nosotros dioses y diosas, a pesar de nuestros trajes Marzotto de popelín y sedas largas de noche, de nuestras pobres frases ceremoniales: «¿Permite este baile?», «¿Cómo se llama esta canción?», «Tomemos un whisky en el bufé»…
Al alba todos a Sorcio a comer la pastasciutta en el local recién abierto, esperábamos el sol para ir a dormir… Venera no vino nunca, y a mí me alegraba. Prefería ir a verla a casa para las clases. Después de la marcha de Cecilia había vuelto a ser asiduo; satisfecho, a falta de otra cosa, con mirarla de cerca cada día, igual que un fanático pone cada día en el tocadiscos el mismo disco. Ella, después de aquel esbozo de efusión del sudario exhibido, se había vuelto precavida, casi hostil; no parecía recordar que era su único cómplice, el único en conocer sus miserias privadas. Mi divagación con Cecilia no le había impresionado, desdichadamente, y me escuchaba, cada vez que se la mencionaba, con blanda neutralidad. Sólo me preguntó, después de una velada en el jardín de Iblea, cómo iban vestidas las debutantes más hermosas, las hermanas Mormina, la Scichilone, la D’Angelo…, con qué caballeros habían bailado más… Escuchó sin pestañear el nombre del primo Sasà.
Yo había visto con buenos ojos que no hubiera ido de vacaciones con las tías, pero me resistía a creer que fuera para no encontrar al primo. No le gustaba darle la satisfacción de sentirse esquivado, temido. Debía de ser más bien el orgullo lo que la retenía en el pueblo, un valeroso orgullo de pobre, junto a la vergüenza de tener que oponer siempre los mismos vestiditos negros a los rutilantes uniformes de las rivales. Además, Alvise no estaba bien, se despertaba cada noche con palpitaciones y la llamaba en su ayuda. Ella le cuidaba a conciencia, había crecido de golpe después de la fuga, se había endurecido, entendía más cosas. Había dejado de tocar dulzuras en el clavicémbalo, se quedaba estudiando hasta tarde. Una vez me sorprendió con una cita en francés, otra vez le vi en la mano un arduo Landolfi, iba mejorando. Y en la misma medida yo me enfervorizaba día a día, yo, profesor, acostumbrado a encontrar guapas a las inteligentes incluso cuando guapas no eran. Me reavivé, pues, pero sin alterar mis modales, suspicaces y frenados. Estaba claro que no habían bastado aquellos días de éxito carnal para despabilarme, enorgullecerme, había yo regresado inmediatamente a mi habitual y subordinado sentimiento: pronto a alterarme, pero sin dejarlo entrever; contento y descontento de estar cerca de ella; propenso a desearla pero asustado de poseerla; resignado a que no me amara pero rabioso de que amara a otro… Todo, en suma, lector, como en el primer capítulo, el mismo vaivén de humores, según que la sintiera más o menos propicia a interpretar su papel en mi guión de amor infeliz: ella de nadie, hastiada, disfrutable, en el espectáculo de gestos, voz, pasos y aroma, de que se componía la memorable e inconfundible y soberana Ella; yo mirándola desde mi palquito oscuro, despellejándome las manos para toda la eternidad.
Un domingo que Alvise se sintió mejor quiso venir con nosotros a Ispica, a visitar la Cava, un valle largo y estrecho, agujereado por grutas antiguas y ermitas. Se había excedido, se cansó inmediatamente, ya no se movió de un asiento de piedra, pero nos permitió continuar la exploración. Nosotros proseguimos, catecúmenos de un feliz y verde Más Allá. Sin los ruidos de cadenas, los lamentos, los afelpados vuelos de murciélagos, que acompañan los viajes subterráneos de un Eneas, o de un San Pablo. Mientras que allí, a lo largo de las áridas murallas se desarrollaba toda una trama de túneles y ventanucos ofrecidos a la alegría de la luz; y no había panorama o figura que no exhortara plácidamente a vivir.
Busqué el brazo de Venera, la ayudaba a salir de las madrigueras donde se había metido en busca del frescor, tan duro era el sol, pero más aún por un impulso infantil a ocultarse, a jugar. La verdad es que es difícil, siendo niño, resistir mucho tiempo la ficción de ser adulto.
Dentro de la necrópolis más amplia el hedor era opaco como en una antigua bodega, nuestros miembros sudorosos se estremecieron. Nos movíamos a saltitos, esquivando los nichos vacíos. Uno de ellos la sedujo, pequeño, junto a otro mayor.
—Una niña y su padre —aventuré yo.
—La esposa niña de un rey —me corrigió.
Seguíamos mirando, nos perdíamos, nos reencontrábamos, caminando entre las columnatas que el artificio de los hombres o los accidentes naturales habían creado. Una escolopendra intentó seguirnos, no lo consiguió, volvió a acovacharse rápidamente cuando se sintió dominada por un zapato amenazador. Ella, con temeroso valor, quiso darle la vuelta a la piedra.
Un rumor de voces se acercó. Muchas. De mujeres, hombres. Por juego nos ocultamos detrás de una columna volcánica, aguardamos a que pasaran. Comprendimos que la comitiva no buscaba tumbas, sino hierbas por las pendientes del valle. Eran personas sencillas, sus conversaciones eran humanas, en lengua vernácula. Nosotros permanecimos inmóviles, el juego de ocultarse es de los más amorosos del mundo, si se practica a dúo: dos solos contra todos, más solos y amorosos que desnudos en una cama.
Desde nuestro escondite veíamos una franja del camino, de un resplandor deslumbrante. Aparecieron en ella siluetas de sombra, titubearon, pasaron de largo. Yo sentía su aliento en la nuca, ahora había retornado el silencio, los herbolarios ya debían de hallarse en el fondo del valle, ya no se oían. Ella se soltó, emocionada tal vez pero sonriente, se cercó a la entrada. Ahí una niña, podía tener cinco años, apoyada en un bloque de roca, nos miraba. Sin temor, pero seria. Una extraviada, una retrasada del grupo, pensamos. O bien… Maria Venera miró la fosa minúscula y vacía delante de nosotros y rió con los ojos dirigiéndose a mí. Ella, la niña, permaneció seria, supongo que nos tomaba por los señores de la casa. Especialmente cuando Venera la miró y se puso un dedo en los labios, como en señal de una alianza secreta. Ella hizo lo mismo, con su menudo índice se apretó con fuerza la boca, luego caminando de espaldas se fue muy despacio.
Ahora paseábamos del brazo por el verdegal. Un jardín de las Hespérides entre dos laderas de mazmorras rupestres. Vida en muerte, muerte en vida, etcétera, etcétera. Venera no pareció interesada en el concepto, pero subió ligera por un sendero de alpinistas hasta una gruta colgada sobre el vacío, se me apareció riendo desde una especie de balcón, imitó a Julieta, y luego descendió.
Iba vestida de negro como siempre. El habitual trajecito liso, una muselina de ocasión. Pero le sentaba tan bien que la hacía parecerse a un pájaro. Con las piernas finas y esbeltas y un aire natural de vuelo. Una cigüeña, una grulla. O bien una alondra, por cómo cantaba. Porque ahora se había puesto a cantar, cantarina también ella como Cecilia, pero con un repertorio de melodías menos vulgares.
—È l’amore uno strano augello…[68]
¡Claro que sí, claro que sí, Maria Venera! ¿Quién lo podrá domesticar?
Luego, mientras estaba agachada recogiendo orégano y alcaparras, a imitación de las campesinas de hacía un momento, se me ocurrió decirle a sus espaldas:
—¿No quieres? Yo quiero casarme contigo.
Se volvió sorprendida, tanto como yo mismo de haber pensado y dicho estas palabras.
—Pero ¿cómo? —preguntó, desequilibrada de golpe, estaba claro que quería ganar tiempo, que estaba calculando apresuradamente algo—. ¿A pesar de todo?
—A pesar de todo —dije yo.
Pero ella había echado a correr. Por el serpenteo de una lagartija o de una víbora, dijo de lejos, que la había asustado. No la creí, naturalmente. Estaba pensando en la respuesta, había huido a pensar una respuesta. Cuando se me acercó de nuevo, me dijo bruscamente que no.
—No, no me caso contigo. Con Galfo sí, me habría casado con él, me habría servido toda la vida. Y yo necesito un hombre o bien un criado. Y tú no acabas de ser ni una cosa ni otra… Además, careces de edad, no eres ni joven, ni niño, ni viejo. Aunque pronto, dentro de poco, poquísimo, te volverás viejísimo.
No contesté, tal vez tenía razón, tal vez no, ¿cómo es posible que estuviera tan segura?
—En fin, que te vayas —exclamó.
Y atrajo con los brazos mi cabeza contra la suya, me besó brevemente.
Así es como era: curiosas perfidias, segundas intenciones, abandonos incongruentes…
Era mediodía, nos juntamos con Alvise al amparo de un seto de hibisco. Tenía en la mano una flor, nos mostró las cinco cuñas de sombra anidadas en el corazón de los cinco pétalos rojos.
—No durará —nos dijo—. Dentro de unas horas se cerrará, será únicamente una capucha de arrugas. Dura poco el hibisco.
Luego comió jovialmente con nosotros las tortas que habíamos traído, nos contó finalmente por entero su historia de amor, ácidos úricos y muerte, en el veintiuno o veintidós, en Vichy con una tal Colombe o Marie-Edvige o Comosellame Chauvet.