VIII
Palabras sobre la felicidad. Presentación de don Nitto. Partida de cartas en el Círculo de los Civiles.
—Licausi tiene un corazón à la coque: incapaz de amores extremos.
Así sentenció Iaccarino cuando se lo conté.
No obstante, los signos de lo contrario se iban multiplicando, ahora Licausi sólo se dejaba ver a la hora de las comidas, unas veces taciturno y otras locuaz, pero siempre a deshora. En el supuesto de que su corazón fuera un huevo, era evidente que era un huevo duro y más que duro, yo entendía de eso. Mariccia me dio la razón, mientras me entregaba un billete que había traído Puck, de parte de Venera.
Se había arrepentido, la muy loca, quería estudiar de nuevo. Me enfadé, me reblandecí, regresé. Esta vez se lo tomó en serio, y acogía ávidamente las explicaciones; aunque al mismo tiempo la pluma se le fuera de paseo por la hoja, menos para tomar notas que para dibujar en verde muñequitos con rabo y cuernos, y escribir debajo SASÀ. Acabamos por reírnos juntos, ahora ya se me confiaba:
—¿Le mato? ¿Me mato? ¿Qué me aconsejas?
—¿Por qué no haces las dos cosas, primero una y después la otra? —bromeaba yo, no sin sentir un mordisco en medio del pecho, por ansia de ella y mortificación para mí y envidia hacia Trubia. Era en esos momentos cuando se me ocurría pensar en la maqueta confusa de mi futuro. Quiero la felicidad, había decidido en mi interior el primero de enero de aquel año. La quiero por un mes o por una hora. ¿Y qué era, en el fondo, la felicidad? En un tiempo había creído que nacía de amar. Luego de ser amado. Ahora me convencía de que su flor estaba a punto de brotar, a punto de ser cogida por mis dedos, como la primera flor de almendro, aquella mañana de la apuesta, por la mano de Saro Licausi… ¿O no era acaso, la felicidad, el sentimiento de una suspensión, el sentimiento de un tiempo inmóvil y dorado? O sea, el engaño de que el sol se petrifique donde está, y la luna; de que en nuestra sangre ninguna célula envejezca ni un solo instante en ese mismo instante que parece pasar y no pasa, parece no pasar y ya ha pasado. Oh, interrumpir, suspender el tiempo: de modo que todo, piedras, peces, pájaros, hojas, frutos, y tú y yo, Maria Venera, sean y seamos fulminados por la luz en un radiante e incorruptible «ahora»: inmóviles, sin que la resaca de nuestros ayeres nos sumerja, nos rebose por encima de los labios; sin que la escollera de los mañanas, erizada de pinchos y cuchillos, nos amenace con catástrofes y muerte; ningún pasado, ningún futuro, sólo presente, con todos nosotros felices, bellos y durmientes en el bosque, rey, reina, cortesanos, princesa, el propio príncipe…, en un presente invariable que es la misma fiesta dorada de este junio del cincuenta y uno…
La felicidad, pues. ¿Y qué me importa si no se me paga en doblones de España y sí en marcos de Weimar? He leído en un libro que el Rin acaba en arena antes de desembocar en el mar. ¡Pero corre, antes, cómo corre, vagabundo y amable, por campos y selvas, entre rocas y árboles, reflejando nubes, estrellas, trenzas de ondinas ateridas y risueñas!…
¿Transitar por un tiempo inmóvil es, sin embargo, posible? Y, viceversa, ricos sólo de palabras, armados sólo de palabras, ¿cómo suspender el tiempo? ¿Escribiéndolo, tal vez? Así que las palabras me servían, acaso más los adjetivos que los sustantivos, para contrastar la osificación del mundo, los objetivos sin cualidad, los gestos sin pasión… Como ya de niño, cuando las buscaba en el diccionario y cada una de ellas parecía una diosa que nace del mar. Palabras inventadas y tiempo suspendido: ésta es mi receta para ser felices. Por otra parte desde antes, desde los tiempos de la escuela primaria, lo había descubierto cada lunes en una página del Corriere dei Piccoli, en un pequeño quiosco frente a la escuela. Ahí permanecía encantado contemplando, detrás de Mio Mao[54], los verdes prados, el cielo azul, los tejados rojos, todo un pueblo angelical donde el tiempo había muerto, pero morir no se podía. A partir de entonces, cualquiera de mis sílabas busca Arcadias pintadas, sin un grumo de humano, con una cascada detenida sin caer en el aire, un molino con las astas inmóviles, un lagarto entre dos piedras, domesticado por el sol: una paz. En una mañana que nunca será mediodía. Con onduladas colinas, abajo, donde el horizonte se rinde tímidamente a la luz, y un campanario hunde en el aire su dedo alzado, y un rebaño mordisquea en silencio un seto, y la invasión del sol en los claros del follaje, siguiendo largas columnas oblicuas, despierta colores puros, gélidos y destilantes colores, azul de Prusia, amarillos de Vermeer, sombras de sueño, perfumes de hierba enamorada…
Pues bien, era un sentimiento semejante el que deseaba, por un mes o una semana, y lo esperaba de una Venera, de una Venera suplente, de un encuentro con una desconocida durante un baile…
Qué curioso: ambos son ciegos, amor y felicidad, pero no se llevan bien. Está claro que el amor no es una paz, ni sirve para suspender el tiempo, sino que lo acorta y lo dilata. Introduce además en la mente una comitiva de espectros elocuentes, un cine publicitario y frenético, con una voz que grita constantemente: ¡tú, tú, tú!; y otra que replica inmediatamente: yo, yo, yo… No tiene nada en común, el amor, con una idea de felicidad. Salvo cuando todavía no ha llegado y lo esperamos detrás de los cristales, cultivando su vicio en la mente, y husmeando de lejos su aliento como una alarma de la primavera. Así que ahora, si quería ser feliz, ¿qué pintaba el amor? Tal vez nada, pero quizás me gustaba pedir ambas cegueras, y me negaba a desaparearlas, las mezclaba juntas bajo un mismo nombre contrabandista. Mucho más adelante aprendí de un sabio oriental que la felicidad puede ser esto: escuchar de noche el canto de una niña que se va después de habernos preguntado el camino. Por aquel entonces mis dientes de joven lobo no habrían permitido que ninguna Caperucita Roja se alejara cantando…
Añado que era verano, un junio casi ya julio: mediterráneo. Con un fragor de sol en la cabeza, y céspedes negros bajo los zapatos, como muñones gangrenados. Habría sido difícil dirigir como es debido una orquesta de sentidos tan furiosa, de violonchelos en celo y tímpanos lúgubres, ansiosos de muerte. Qué triste, vacilante destino, en Sicilia, tener tanta sangre que gastar por venas tan pobres y perezosas, y una fuerza de enanos para una soberbia de númenes… Y de acuerdo, todo esto no tiene nada que ver, he divagado, pero no está dicho que no sirva para explicar por qué aquella tarde, al salir de casa de Maria Venera, sólo deseaba una cosa: ser elegido en la rosa privilegiada, entre los trescientos nombres secretos de los invitados que el caballero don Nitto Barreca guardaba escritos a mano en el bolsillo trasero del pantalón.
Don Nitto Barreca, llamado Bàzzica, era el único superviviente de una familia de ricos que tenía propiedades aquí, en nuestra comarca, pero vivía en Palermo. Muertos los padres, tíos y tías, en el arco de pocas estaciones, y no siempre sin sangre, él había llegado con la intención de detenerse una semana para contar la abundante herencia, pero había acabado por sentar los cuarteles y las raíces en la villa de la Sorda. Allí mantenía, de acuerdo con rígidos turnos semestrales, a veces una a veces otra, a mujeres de padre y muy señor mío, tigresas como para relamerse los labios, que importaba de serrallos muy lejanos, bajando al pueblo sólo las tardes que en el Círculo se jugaba al azar, hasta tal punto era vicioso. A decir verdad, él habría preferido los juegos de ingenio, pero después de algún intento en los primeros tiempos había acabado por despedir a los voluntariosos compañeros de bridge, de acuerdo únicamente en hacer de cuarto —dijo— al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Después de lo cual se había entregado al bacarrá, mucho más en uso por estos lugares. A mí don Nitto me intimidaba, pero también le admiraba confusamente, aunque me sorprendía verle siempre acompañado de un guardaespaldas forastero, una especie de enorme buey vestido con un traje de pana. Tampoco es ésta la única razón que me alejaba de él, le había visto en Navidad tener una banca de millones con una frialdad insultante, haciendo seguir cada frase, no por necesidad natural sino por jactancia, de una sarta de bostezos que le deformaba todavía más la cara adornada de peludísimos lunares. La baja estatura, el mentón huidizo, el traje a rayas claras, en cuyo ojal llevaba sin embargo, meridionalmente cosido, un testarudo botón enlutado, la tartamudez intermitente llamada como ayuda para disimular no sé qué ocultos propósitos, la armadura deforme que le servía de cuello a la cabeza, todo conjuraba para dibujarle un semblante equívoco, erizado en torno a sí mismo, para adquirir cuya confianza se precisaría más valor que para desvalijar el banco de Londres. En realidad se susurraba en privado que la pantalla del juego ocultaba extraños comercios, contrabando de antigüedades y de más cosas, pero yo no lo creía, no conseguía creer que se pudiera delinquir sin necesidad. Ni lo creía, faltaría más, ningún notable, le estaban tan sumisos, le cortejaban, le admitían en casa, después de haberse dicho, de la manera más optimista, que la mantenida sólo era un huésped continental. Éste es el hombre con el que yo debía congraciarme si quería entrar en la rueda mundana.
Para comenzar fui a instalarme en la antesala, donde los jugadores se entretenían tomando café, hasta que el grupo se hubiera reunido al completo para el desafío de después de cenar. Éste se iniciaba alrededor de las nueve, prolongándose luego hasta noche avanzada, y comenzaba con una subasta de la banca que era mera formalidad, ya que siempre resultaba don Nitto quien ofrecía más. El acto sucesivo consistía en la llamada de un voluntarioso contable que ayudara al banquero a controlar las apuestas, a cobrar y a pagar. Ahora la elección de don Nitto caía regularmente en un abogado cheposo, gran inventor de sistemas ganadores, que, por haber ido a experimentarlos en persona al Casino de Sanremo, ya no tenía una lira que arriesgar y se contentaba con participar platónicamente en la pasión de todos, satisfecho de la mera manipulación de billetes y fichas, y del hedor de los sudores mortales exhalados y casi palpables debajo de la gran lámpara con lágrimas, todos en torno a la mesa verde.
De él quería desembarazarme para ocupar su lugar. Cosa que conseguí golpeándole como por casualidad el brazo que sostenía la tacita y arrojándole a quemarropa un café doble sobre la chaqueta. Abrasado, furioso, el jurista huyó a casa de su mujer para cambiarse, no sin cruzarse por la calle con don Nitto que llegaba, quien, a falta de otros, tuvo que rogármelo a mí. Y yo llevé mi carota hasta el punto de mostrar resistencia, acepté sólo por complacerle.
Desplegado sobre tres mesas alineadas el habitual paño verde, comenzó la partida. Don Nitto en la banca, yo cajero, Ciccio Calafiore y Sasà Trubia en los dos tablò, como les llaman, con muchos más apostando, claro está, a remolque de ellos dos contra la banca. Calafiore era un pelirrojo pillo, beato y avaro, que examinaba las cartas con una pereza irritante, y luego cerraba el juego o pedía carta utilizando parcos monosílabos. Capaz, si estaba ganando, de emboscarse en el baño para una necesidad ficticia, y de desaparecer luego a la chita callando. Pero Sasà era un jugador de especie más noble, miraba las cartas con altanería, perdía sonriendo o riendo. A excepción de esta vez, y la cosa me hizo reflexionar. Con tal tétrico amor de destrucción insistía en errar la apuesta, doblándolas o triplicándolas cuando todo aconsejaba lo contrario. La suerte, por otra parte, le era meticulosamente enemiga, tanto que poco a poco los socios de su «ala» le abandonaron para trasladar sus fiches al otro lado de la mesa, donde Calafiore de algún modo se defendía. Al cabo de un enésimo golpe perdedor (un cero redondo, en jerga «muñeca sobre muñeca», o sea, figura sobre figura), Sasà comenzó a apostar de palabra: «Caen mil, mil al caer»… Dos veces, tres veces, y arrugaba cada vez más la frente. Hasta que «No veo la gloria»[55], dice don Nitto, y Sasà se levanta de golpe, escribe un cheque por su deuda y me lo tiende, luego saluda a todos y se va. Dejándome una especie de aguijón en la mente: si su humor dependía del mal correo recibido por parte de Venera, o si también de ella dependía su mala suerte. No siendo excepcional el caso de que alguien llegue a ser gafe para sí mismo.
«Se ha apagado una vela», dijo a sus espaldas don Nitto, que no sólo conocía todos los juegos sino las correspondientes liturgias orales. El juego prosiguió durante horas; siempre con el mismo curso hechizado: el banquero ganaba una y otra vez, yo recogía mecánicamente las ganancias. Abstraído, entre tantas frentes acaloradas con furibundos éxtasis, preguntándome cuál de aquellas damas de la baraja se parecía más a Venera. Descubrí que llegábamos al epílogo cuando don Nitto exclamó: «Zerilò!», mostrando entre índice y pulgar un nueve y una figura. Eran las dos de la noche y yo tenía frente a mí una montaña de títulos y de billetes, debajo de la cual me costaba descubrir el cenicero cuando quería aplastar una colilla.
La palabra Zerilò, arcano conjuro que don Nitto solía pronunciar para atraer la suerte, igual que el jockey apremia con la espuela al purasangre a la vista de la meta, resonó en el silencio lleno de humo con el acento de un De Profundis. Las otras que siguieron, con las que pretendía ceder la mano, parecieron una firma irónica bajo un certificado de defunción. Continuar era impensable, a nadie le quedaba nada con que prender la leña, la partida había terminado y comenzaba la noche.
En las puertas del Círculo nos detuvimos a oler la noche. Había en el aire un tufo, agradable sin embargo, como de haz de leña que arde. Como si el carbonizado corazón del sol, al desaparecer, hubiera dejado de sí una obstinada fumigación. O bien en los campos alguien estuviera quemando algo. Respiramos a grandes bocanadas. Luego, mientras los demás se alejaban sin volverse, pegados a las paredes, don Nitto me dio las gracias brevemente, alzó la ceja cuando rechacé con humildad la comisión del dos por ciento que el vencedor, según antigua costumbre, suele ofrecer al ayudante no jugador.
—Entiendo —dijo—. No era mala intención —añadió.
Y, cogiéndome del brazo, se hizo acompañar hasta su vehículo. Luego me preguntó la edad.
—Te creía más joven —comentó—. Mejor así. No soporto a los que tienen menos de treinta años. A mí me gusta la gente con callos en el corazón.
Asentí con la barbilla, pero pensaba para mis adentros, romántico como creía ser, que estaba confundiendo positivamente una luciérnaga con un callo…
Al saludarme desde la ventanilla:
—Encárgate un traje nuevo —me dijo—. Dentro de unos días te servirá.