XIII
El gran baile, de las diez a la una de la noche.
Llegó el día del gran baile al aire libre, la noche de un martes, que era el quince de agosto del cincuenta y uno. En Chiaromonte Gulfi, con sus siempre verdes jardines colgantes sobre el valle. En el cielo, al principio, una luna de circo ecuestre, pero inmediatamente grandes nubes la ocultaron.
(Embalsamado álbum de aquella noche en mi mente, fantasma de muchos rostros, tachados uno tras otro con una cruz… Si conociera la fórmula, te despertaría… Y en cambio cada vez es un malentendido diferente, te fallo por un pelo, por un pelo y medio…) (… Siempre así, yo: al borde de una gracia fallida, de un milagro traidor. Como cuando un tema nos revolotea por la cabeza, y sabemos cada uno de sus matices, pero los labios desobedecen…)
Ahí me tenéis, con el pelo largo, vestido de un azul suave, en la mesa con Sasà Trubia, casi irreconocible, ahora que se ha quitado la barba. Yo paladeo por buena educación el licor que me ha ofrecido y toso inmediatamente en el pañuelo. La noche es de color humo de Londres en torno a la pista reluciente. Pienso lo que parecería, visto desde la barquilla de un dirigible, este cóncavo círculo de luz y sonido, este rojo cráter de confiado ruido: ¡llameante círculo, visto desde arriba, pero tan exiguo y cercado por tanta tiniebla alrededor! Me levanto, me asomo por la balaustrada a la tiniebla del valle. ¡Qué silencio! Aunque, al volverme, da vueltas la ronda de conmovedoras ilusiones, giran damas con caballeros, sonríen, ríen los futuros difuntos, las futuras animillas del mil novecientos noventa y nueve… Ignorantes de que una horda invisible de no nacidos y no nacidas, encerrada por ahora en sus senos, en sus barrigas fajadas de seda, no tardará en arrojarles al foso; ignorantes de que la estúpida horda del futuro galopa invisible detrás de ellos, empuja con una lanza en los riñones este minuto de volátil e inútil felicidad…
Hemos llegado de los primeros, mis dos habituales amigos y yo. Aparcado el cochecito en cuesta, en las proximidades de la verja, a pie y fumando tranquilamente, hemos ido a mostrar las entradas a Isolina, que estaba con otras azafatas.
—Aprobada con ocho de media —se pavoneó con Licausi, mirándome a mí. Y prometió que dentro de poco vendría a bailar. De momento se ocupaba del control de los billetes de entrada, del mecanismo de concursos y loterías de beneficencia preparado para el resto de la velada. Rosada, amable; los graciosos hombros desnudos bajo un pequeño chal de terciopelo; un mínimo surco de sombra señalando la acerba embocadura de los senos… Entramos, la gravilla de las avenidas chirría bajo las suelas, una trompeta ensaya, a modo de prueba, un acorde. Aún es pronto, ninguna pareja en la pista, en las mesas las habituales caras de los solteros, siempre los primeros en llegar, qué caraduras somos, mientras que no está bien que una soltera se muestre impaciente.
En este momento me llama a su mesa Sasà Trubia. Sólo a mí, para hablarme a solas. De Venera, supongo, y la sangre me tiembla. Porque también querría hablar finalmente con él, desahogarme el corazón. En lugar de eso me ruega que le pida a don Nitto que no ingrese el talón por el momento. No es que esté al descubierto, pero… que no lo ingrese por ahora, tiene cierto proyecto a la vista…
De acuerdo, peroraré. Así que me envalentono:
—Sasà, estoy enamorado de una mujer que no me quiere.
Le cuesta entenderme con aquel do re mi de trompeta detrás de los oídos. Cuando me entiende, bromea.
—Ya le diré yo lo que hay que decirle, ¿quién es?
—Tu prima. Maria Venera.
Se turba, la voz no le funciona. En ese momento se nos junta Iaccarino, un monstruo de indiscreción, y se queda frente a nosotros, dando saltitos de un pie a otro, con gestos de dolor, como debidos a la coacción de un callo rabioso o de una vejiga repleta. Naturalmente la conversación se congela.
Mientras tanto llegan amontonadas las familias, el baile arranca. Tocan Tico Tico, pasa delante de nosotros saltando con absoluta seriedad el baroncito Puleo con la señora notaria Virzì. Isolina, abandonada su misión de portera, baila sin descanso, hueso de muchos perros, examinando críticamente la corbata del caballero de turno. Licausi, al acecho detrás de una planta, no la abandona un instante con los ojos, en espera de que se libere y regrese a la mesa de la familia. Luego se le abalanza encima, derriba sillas y luces bajo la mirada benévola de mamá y papá, invocando la cláusula del país más favorecido. Ella parece bien dispuesta, se levanta de nuevo, bailan sin hablar.
—Se ha calentado Licausi, que era tan marmota —comenta Iaccarino, con un pie sobre la pista y otro sobre el mío, mientras observa las peripecias del baile.
—Ya no hay religión —asiente distraídamente Sasà y, en voz baja, a mí—: ¿Dices que Venera no te quiere?
Asiento pero no prosigo. Iaccarino, entre una y otra copa, ha iniciado uno de sus números. Es lo que me temía, y cuidado que se lo había advertido. Que no bebiera, que hablara poco, yo sé lo que me había costado arrancarle a don Nitto una invitación también para él. Por el contrario, cuando la noche se encuentra aún en sus primeros vagidos, él ya se ha desencadenado. Se ha propuesto describir la fiesta como un heraldo de justas antiguas o un Filogamo pregonero[71].
—Uno, dos, tres… He aquí que por la derecha avanza doña Letizia Mistretta, y el marido la sigue a dos pasos: cornu petit ille, caveto![72] A la izquierda responde una esquila: la pareja Gangemi-Nicita, que surca la multitud como las olas marinas la proa de un jabeque corsario. Donde él pone los pies, no crece brizna de hierba; ella se adecúa, monumental. ¡Qué banquete para los hambrientos, en una balsa de la «Medusa»!…
—Sé lo de vosotros dos —le digo al oído a Sasà—. ¿La quieres? ¿También tú quieres casarte con ella?
Pero Iaccarino, dirigiéndose a mí:
—¿Cómo, no te ríes? —se enfadó.
Luego, habiendo descubierto bajo un farol a una solitaria opulenta:
—Señorita Varcadipane —invocaba—. ¡Oh, maravilla, oh, misterio! Oh, vago tulipán mío, oh, tú, que habría amado, oh, tú, que lo sabrás. Sentada tranquila en tu sitio, virgen que nadie busca, ¡Iaccarino te buscará!
Resoplamos, no se rindió.
—Falsa, sólo puede ser falsa, es demasiado hermosa para ser verdadera. Ya imagino un diálogo dentro de cincuenta años: «Abuela, ¿eras hermosa en tu tiempo?». «Una vez lo fui», responderá. «Una noche de pleno agosto».
Se levantó, avanzó majestuosamente hasta inclinársele, habló prolongadamente a su busto grande, despampanante, sobre cuyos temblores ondulantes deslumbraba una blusa amarilla.
—Que le zurzan —estalló finalmente Trubia, y a mí muy secamente—: Qué es eso de casarse, con las primas uno no se casa. Las sangres no cuajan, los hijos salen defectuosos…
—Ya, los hijos… —exclamé yo con cierta malicia.
Me miró con sincera perplejidad, no debía de saber nada del niño perdido. Venera debía de haberlo silenciado. Por otra parte inmediatamente se trabucó, viendo aproximarse y dirigirse hacia nosotros a una emperatriz miope, enjoyada como la Begum, la hija, creo, del joyero Virgadauro.
—Éste no es el momento —me dijo—. Hala, baila, ¿a qué esperas para bailar? —me despidió, levantándome con las manos, empujándome a la pista, para quedarse a solas con ella.
Bailar… ya, en el fondo no he venido aquí para otra cosa. ¿Así que he tardado tan poco en olvidar mis intenciones de guerra con el mundo? Emparejarme con la primera que pase, gritar al mundo: «¡Mundo, eres mío!». Porque, si Venera no se digna, queda a cambio todo el vedado. ¡No una, sino dos, sino tres presas sabrá domar el buen cazador, como Horacio solo a los Curiáceos!
La fiesta iba animándose. De repente se llenó la pista. No me disgustó. Ya no hacía falta mantener el paso, bastaba con balancearse encima de la misma baldosa, con un aire de partícipe carnalidad. Bésame, bésame mucho…[73] Addormentarmi così… ¡Cuántos ojos brillantes, cuántos rostros crédulos flotando sobre las charcas de brillantinas, lociones masculinas, ungüentos femeninos! Una múltiple ambrosía circulaba en los intersticios que restaban entre cuerpo y cuerpo, y parecía fácil nadar en ella, como el pez de don Cesare en el agua de su pecera.
Ahora tocaban Les feuilles mortes. No quería perderlo, invité a Giuliana Martoglio. La conocía de vista, de cara era así así, pero llena y sinuosa de cuerpo como un violín, y la precedían dos senos que parecían montañas de Etiopía. Además me intrigaba por cómo solía escuchar sonriendo y callando a quienquiera que intentara hablarle.
Adelanté las manos.
—Puede expresar un último deseo antes de bailar conmigo.
Sonrió. Yo comencé inmediatamente mal, chocando con un absorto surplace de dos, mejilla contra mejilla.
—Lo he hecho adrede —fingí, para justificarme—. Siempre coceo a las parejas más tiernas, les recuerdo que el tiempo existe.
Volvió a sonreír, descubrí con pavor que su sonrisa era una tapadera sobre el vacío y que, en cuanto a bailar, bailaba peor que yo.
—Usted es un stradivarius —mentí—, pero desgraciadamente yo no soy Paganini.
Como si no hubiera dicho nada, seguía sonriendo.
—El primer baile con una mujer siempre me emociona —improvisé—. Es como llegar a la estación de una ciudad desconocida.
Esta vez ni siquiera sonrió, me miró atontada. Ya sin la menor fe, probé con uno de mis manierismos de reserva.
—Vamos, dígame algo: nombre, apellido, flor predilecta… Veamos si la voz es graciosa como el resto.
Obedeció.
—Martoglio Giuliana.
Tenía una voz de adenoidea y santa simplicidad. Ya que intentaba robarle por lo menos una momentánea tibieza:
—Abandónese a mí como una hoja al viento —propuse inútilmente, notándola rígida entre mis brazos como un poste telegráfico…
Pero la pieza llegaba a su término, todas las hojas estaban muertas.
—La devuelvo a su ramo, señorita Martoglio Giuliana —me rendí.
Fue mejor y peor después, cuando invité a No-recuerdo-cómo-se-llama. Eran tiempos, aquéllos, en los que se bailaba a dos, cerca, y se hablaba mucho, bailando. Ella era irónica, espinosa y guapa, de una belleza amenazadora; y habíamos bailado juntos, noches antes, un catastrófico charlestón. Lo recordaba, cómo no, ¿cómo habrían podido sus pies olvidar los míos?
—Así que nos une un pasado —le dije.
—Demasiado doloroso, inventémonos otro —decidió con alegría.
No podía decirme nada mejor. Comencé a inventar y ella seguía el juego, resoplando con muchísima frecuencia por la nariz con la elegancia de una reina. Resfriada y real, me mandó un beso con los dedos cuando le dije que los bacilos no habrían podido elegir una nariz más hermosa. Luego, de repente, pasando al tú con naturalidad:
—¿Recuerdas nuestro primer encuentro en tren hace cuatro años?
—Y el beso —recité a mi vez—, aquel beso en el penúltimo túnel, ¿te acuerdas de él?
—¿Cómo, no fue en el último? ¿Cedí tan pronto?
Y así sucesivamente, hasta que nos cansamos.
—Juguemos más bien a inventarnos el futuro —sugerí.
Pero en aquel instante llegó Michel, el francés del cine, me golpeó el hombro con la mano, ahora le tocaba a él, se escaparon como dos ciervos.
—Nombre, apellido y flor predilecta —repetí un minuto después a una desconocida de cabellos leonados.
Resultó ser la fotógrafa de Michel y éste, que parecía seguirme la pista, después de un solo baile me la arrebató. «El hechizo de Tònchila funciona», pensé, abandonando la pista. No sin decirle a Isolina, al pasar junto a ella, que me parecía una laguna alpina. Se sonrojó violentamente, pareció refugiarse en el pecho de Licausi, que la abrazaba.
—¿Qué quiere decir? —protestó—. ¿Que soy de hielo?
Se había ofendido, inútilmente añadí que en aquella laguna yo habría querido arrojar una piedra…
Divertido pero cansado. Advertía (era una de las primeras veces, más adelante llegaría a acostumbrarme) un extravagante sabor a inexistencia: en mí, en los demás, en la cómica palpitación de vidamuerte de aquel instante y de aquel lugar. Como antes en la Cava, todas las flores y todos los frutos crecían sobre la nada. Teníamos millones —millones de millones— de células en marcha hacia la ruina final, la cenicienta perfección de la nada. Con la sospecha de que los juegos verdaderos se desarrollaban al otro lado del telón, que alguien nos miraba sin dejarse ver y aplaudían de mentirijillas sin hacer ruido con las manos. O bien lo que me asombraba era únicamente la insensatez de que tantas maquinitas humanas, dedicadas a pensar, estuvieran en el mundo sin ninguna razón, supremamente facultativas. Cuando la razón exigía que en su lugar existiera únicamente el inmenso vaccum del no ser…
¿Qué más se necesitaba para deducir de todo ello que yo mismo, mi propio increíble yo, fuera, fuese únicamente un disfrazado no ser? «Yo inexisto», me dije. «Mi asociación con los demás es únicamente una sociedad de apariencias, una liga de mutuo socorro, en la que cada cual es avalista de los demás, todos nos garantizamos vida, dolosamente, recíprocamente. Videor, ergo non sum… O, mejor dicho: Sum, ergo non sum…».
Para interpretar estos sofismas habría hecho falta, familiar de los presocráticos, el profesor Iaccarino. Pero el taimado, del brazo de su tulipán, se había dedicado a vender billetes para la elección de la más guapa. Y pretendió con petulancia que yo comprara.
Comenzaron los fuegos artificiales de medianoche. El artificiero había emplazado los morteros en la parte inferior del jardín, donde los senderos se precipitaban en la oscuridad. Dejamos de bailar, se apagaron las velas en las mesas, y en las tapias del jardín, los farolillos a la veneciana, sólo quedó una luz colgando entre las frondas de una araucaria, luego también la apagaron. La oscuridad cayó entonces sobre nosotros con el peso de una colcha de campesino. Desaparecido en la tierra el anillo de fuego, alguien, desde la barquilla del aerostato, se sorprendió…
La orquesta tocaba valsecitos veloces, en sordina; las parejas en la oscuridad, apretadas y juntas, no se besaban pero pensaban en besarse… Hasta que surgió el primer rayo en el cielo y siguiéndolo, persiguiéndolo, surgieron otros cien, disolviéndose finalmente en fuentes y surtidores de oro, cuyo juego de romperse y recomponerse acompañaba nota a nota la música y parecía, en lugar de ser dirigida por ella, dirigirla.
Isolina y Licausi, inseparables, habían acabado por casualidad a mi lado. Cada vez que un cohete estallaba en las alturas, y su corola descendía luego lentamente en sombrillas de luz rosada, se me ocurría observar el efecto en su garganta: un resplandor de crepúsculo en un mármol de Massa o de Carrara.
—Tú, ocho en italiano —la desafié en voz baja—, ¿sabes quién ha imaginado una casa colgante, amarrada con una soga a dos estrellas?[74]
No lo sabía, y yo, en un impulso de audacia, busqué con mis dedos los suyos, deteniéndome un milímetro antes, cuando advertí en torno de las suyas la vasta, exclusiva e hirsuta mano de Saro Licausi.
Me entristecí. «Cecilia», pensé. «Venera», pensé. ¿Dónde estaban, ahora? ¿Qué ecos escuchaba la primera, qué cuernos de caza de Adda o de Olona, en los vados de su infancia lejana? Si es que no dormía, más obviamente, en la alcoba de un comendador…
Y la otra, mi Mariavenera, la Carmencita pianista, ¿qué pillo amor la mecía en el sueño? ¿Estaba durmiendo, estaba soñando? Nunca supe la respuesta a mi duda respecto a Cecilia. En el caso de Maria Venera fue diferente: tan pronto como el último estallido y la música cesaron a un tiempo, coincidiendo la última esquirla de fuego con la extinción de la última nota; y las farolas volvieron a resplandecer a nuestro alrededor, tranquilizando allí arriba a cualquier vigilante ojo de un aeronauta vagabundo; he aquí que en el centro de la pista, del brazo de don Alvise, vistiendo el traje blanco materno de los viejos encajes de Villarmosa y los cabellos sueltos sobre los hombros, «a la ahogada», resplandeció Maria Venera.