VI
Espionajes desde un elevado balcón. Carta al Ángel Arcángel. Galfo padrino de sí mismo. Perorata sobre las cartas anónimas.
Al principio del Niente
fu la luce e l’idea,
palinsesto, cibreo
oscuro della mente,
creato che si crea
ininterrottamente…[39]
Estaba en la cama pariendo el resto, cuando Madama:
Mimosa, Mimosa,
quanta malinconia nel tuo sorriso…[40]
Entonó con voz gutural, y se peinaba mientras, mirándose en los tramposos cristales de mi ventana. Costumbre contra la que yo había batallado desde un principio, pero que a ella le permitía satisfacer al mismo tiempo dos heterogéneos deberes y placeres: el cuidado matutino de su persona y la curiosidad por las historias del prójimo a través de un ojo de buey natural entre dos macetas de perejil. El objetivo era el caserón de enfrente, un edificio con muchas vistas, donde se daba espectáculo gratis no sólo al alba sino durante las veinticuatro horas del reloj. Desde mi belvedere podían seguirse los más variados y privados desenvolvimientos de la vida, peleas y reconciliaciones, avaricias y despilfarros; contar las piezas y los cambios de lencería; espiar mil y un secretos golosos, llegadas y partidas de suministradores, deudores, acreedores, la carrera de una muerte y el inicio de una pubertad. ¿Debo confesar que yo mismo, algunas mañanas, cuando Amalia con la excusa de venir a despertarme invadía mi domicilio, me dejaba arrastrar a convertirme en su cómplice de espionaje? Para documentación de los libros que escribiría un día, argüía en mi defensa; aunque fuese difícil hacer entrar en dicha exigencia la atención que dedicaba a los impalpables encajes, a las libélulas de seda negra, oscilantes en el perchero de la jovencita Isolina. Ésta comenzaba, apenas levantada, en pantuflas y bata, a golpear con un sacudidor una alfombra y a introducirse ya con esta música en mi duermevela. Al levantarme, me apoderaba de un binóculo de la marina, arrancado a los celos de Madama, y seguía a la muchacha de cuarto en cuarto, la veía ir y venir del baño a la cocina, con movimientos a un tiempo furtivos y lánguidos, mondar con calma una fruta, prepararse con flema un café, fumar, bostezar. Al fin, llegadas las ocho y veintiocho, sin saber cómo, ya dispuesta, con la bata escolar pegada a sus selváticos miembros de cabra, salir precipitada, desaparecer fulminante detrás de la esquina del Stretto, donde el Salón se empeña en subir.
Isolina estudiaba para maestra en mi propia escuela, pero en otra sección. Licausi, que tenía una debilidad por las estudiantes, se había prendado de ella poco a poco, a fuerza de encontrarla en el pasillo, limitándose hasta el momento, para verla de nuevo por la tarde, a dirigirse con mayor frecuencia de la debida a la farmacia de los padres, donde voluntariamente alargaba la espera, dejándose saltar en la cola, hasta que se veía obligado a pedir por lo menos un sobrecito de bicarbonato, sin que las más de las veces llegara a ver ni siquiera la sombra de la muchacha. No por ello hacía dramas, habiéndose por el momento prendado tibiamente. Porque Licausi era, o parecía, hombre tibio y cauto, a cuyo corazón los sentimientos llegaban de puntillas y tardaban muchos meses en arder.
En cuanto a mí, hacía mucho que me había fijado en esa Isolina de enfrente, le había incluso sonreído, aquel domingo que el gato de Madama, llamado Quo Vadis?, había quedado prisionero, entre fuertes lamentos, en una angostísima cornisa, y los vecinos lo contemplaban desde terrazas y balcones. Incapaz de darse la vuelta, Quo Vadis? había titubeado largo rato sobre el vacío, resoplando, bufando; luego había decidido animosamente arrojarse, se precipitó igual que un yunque al mar, para levantarse inmediatamente, no obstante, sin un solo arañazo, y, sacudiéndose un poco el polvo del pelo, regresó a casa plácidamente. Fue entonces cuando le sonreí, mientras, sosteniéndolo por el cuello, presentaba el animal a los aplausos de la platea. Y ella me había devuelto la sonrisa.
Así pues, Madama aclaró, a preguntas mías, que Mimosa era una canción de treinta años atrás, la cantaba su padre cuando ella todavía era niña. ¿Niña? No pude sino sonreír, albergaba yo demasiados prejuicios sobre su edad para aceptar por bueno aquel cálculo. Por otra parte, visto el uso que de ella hacía, su lozanía y su madurez no dañaban, habría sido peligroso delegar el encargo de vaciarme las venas en los atractivos más verdes. Yo era entonces, en las cosas de la carne, a la vez fácil y difícil de contentar. Y en los tugurios de las afueras adonde a la fuerza me llevaban los amigos, las raras veces que sucedía, elegía sin titubear a la más abandonada, la más anciana y humillada, temerosa de que cualquier otra me habría de algún modo frenado. Rechazando incluso a la estimulante vicedueña, Zoe, excluida de los consumos del vulgo, pero siempre disponible para la clientela más fina. Yo no, la belleza de Zoe, aunque marchita por el uso profesional, no dejaba de intimidarme, y por ello me contentaba con las vagabundas callejeras quincenales. A no ser que me replegara al final, madriguera, túmulo y templo, en el sacrosanto tálamo de Madama. Que ahora, sin dejar de entonar a grito pelado Mimosa, me señaló con el peine que empuñaba, lleno de pelos, calle abajo, el invariable relevo de todas las mañanas: entre un marido con rurales botas de media caña que se iba, y el ex diputado Scillieri, Uomo Qualunque[41], que le reemplazaba.
Mi sonrisa fue breve, llevaba prisa, me esperaba el hartazgo de una jornada: la última clase en la escuela, y la visita a Maria Venera, para concertar cuanto había que hacer respecto a su emergencia; sin contar, entre una cosa y otra, con la comida de don Cesare, con las previstas interpelaciones de la oposición… Así que me di prisa, pero en la puerta del aula Gertrude me entregó a un tiempo el libro de calificaciones y una carta perfumada, llegada con el correo de la mañana.
Me gusta recibir correo, una moderada ebriedad se apodera de mí cuando puedo hundirme en una butaca, con un plaid en las piernas y un cortapapeles en el puño, junto a una bandeja de bellos y grávidos sobres. Tan bellos, antes de ser aliviados de su contenido, como feos y desgarrados después, apenas han terminado de revelarse, casi siempre, como un insolente impreso del fisco, la circular de la comunidad de vecinos, el anillo de transmisión de una estúpida cadena de San Antonio… Hasta que, una o dos veces por año, del blanco vientre germina una flor: esta hoja, por ejemplo, perfumada de violeta, rayada, color de rosa, que comienza sin más preámbulos: «¡Oh, Ángel, Arcángel mío!».
¡Arcángel, fijaos! ¡Con mayúscula! ¡Uno de los Tronos, de las Dominaciones! ¡Uno de los que Vuelan entre las Nubes! ¡Ni la menor duda, se trataba exactamente de mí, la dirección aparecía al principio, toda ella en rasgos femeninos, y, sin embargo, decidida, como el paso de la legión tebana!
Será una broma, pensé, es una broma. Pero leamos antes qué dice. E inmediatamente volé con los ojos a la firma. Encontrando en ella, ay de mí, una especie de nudo gordiano, un garabato premeditado, la firma, en suma, de una carta anónima.
Cuando pude leerla, mientras las muchachas agachaban la cabeza sobre el tema, la carta recitaba:
¡Oh, Ángel, Arcángel mío! Debo decírtelo, pues: ¡te amo! Y no me consideres desvergonzada, nunca sabrás quién soy. Aunque, incluso con esta impunidad del anónimo, tiemblo. He llevado diez veces la mano a la pluma antes de decidirme. Al fin he debido hacerlo, era demasiado pesado este secreto. Además acaba el año, ya es hora de saludarse, es hora de lavarse el corazón. ¡Oh, Ángel, Arcángel mío! Antes de conocerte temía la felicidad. Tú me has convertido en otra persona, has eliminado el luto de mi alma. Debes saberlo, hermoso amor mío. Y debes saber que en mi diario, entre las páginas del veintiuno y del veintidós de junio, entre San Paolino de Nola y San Luis Gonzaga, que ambos te protejan, tengo tu foto, aquella colectiva, hecha en el gimnasio, donde estás de pie junto al director. Y donde yo no estoy, me había ocultado para verte la nuca, el antojo pequeño y marrón que tienes en la nuca. Bello, bello marido mío, sé que eres un poeta. Escribe un poema para mí, ¡para la bella desconocida (¡soy bella!) que te ama! Te beso en los dos ojos.
Una broma, claro está. De Iaccarino. Sólo él habría sabido hilvanar semejante folletín, tal vez para distraerme de Maria Venera. Pese a todo, incluso en la improbabilidad de que esas líneas fueran auténticas, me enternecían extrañamente, agradecía a quienquiera que las hubiera escrito el haberlo hecho. Diré más: llegaban en el momento justo, mientras me disponía a humillarme, cómplice de Maria Venera, sin poder esperar de ella más que un gracias. Si era un juego, confiaba en que no terminara, que la correspondencia prosiguiera: hasta tal punto, en aquellos días, mi sentimiento necesitaba de una ilusión amorosa. ¡Que derramara Venera, el ídolo Venera, de un incensario agujereado, sus inciensos sobre otro que no fuera yo poco me importaba ahora! ¡Si no el suyo, otro perfume de mujer, fuera genuino o falsario, había venido a cosquillearme la nariz!
Salí, pues, a pasear entre los bancos, mirando a derecha y a izquierda, nunca se sabe. Y de vez en cuando asentía con la barbilla a una pregunta imaginaria, de buen humor gracias a aquellos propicios sorteos y leves sonrisas de la fortuna, que estaban introduciendo en mi vida un inesperado y graciosísimo follón.
Ya que conviene saber que yo había viajado mucho, años atrás, entre sangre y llanto, y las piernas seguían doliéndome. Había perdido la juventud como se pierde un tren, y me había quedado en la mente, en su lugar, una brecha profunda y negra que inútilmente vendaba con adornos y enmascaraba con flores. Sabía que seguía allí, cicatriz de irrealizado, desgarrón de no vivido, que me sentía arder todas las noches en la mejilla más que un puntazo del Zorro. Pues bien, ahora la rueda parecía moverse en sentido contrario. A caballo de los treinta años me sorprendía muchacho entre muchachos, experimentando los nunca jugados juegos del amor y del azar en una luz de maravilla.
Hubo más. Cuando salí del aula con la cartera de los exámenes en la mano, y debía de tener una cara entre jocosa y alterada, Galfo me esperaba torvamente en el pasillo. Yo mismo le había llamado, telefoneándole en el recreo. Debía decirle, por encargo de Venera, que se tranquilizara, pero él se me adelantó, sabía que daba clases a la muchacha y que la cortejaba, me dijo, tenía que dejarlo.
—Tienes que dejarlo tú —exclamé—. Venera no nos quiere ni a ti ni a mí. En cuanto al niño, de un modo u otro se arreglará.
Se puso pálido, colorado, me amenazó con el puño en la nariz. Mi carcajada no le afectó, me susurró que quería desafiarme. A puñetazos, esa noche, en la explanada del Pizzo, si no me atrevía a aceptarle otras armas, a él, que era matador infalible de torcaces y becadas. Le miré mientras hablaba, me inspiraba compasión. Estaba furioso y al mismo tiempo triste, indeciso, necesitado de ayuda. Al final, sin saber qué responder, objeté que no quería ni disparos ni puñetazos, para mí eran chino, podía aceptar como máximo una partida de damas, quien pierde paga el café. No se contuvo: la mano, que levantó de repente y con la que intentaba más o menos abofetearme, se le enredó por fortuna entre la cartera y el libro de calificaciones, levantados por mí a modo de defensa; y poco tuvo que hacer Gertrude, rápidamente llegada, para separarnos y llevárselo del brazo al despacho de los bedeles, adonde yo también me dirigí inmediatamente para consolarle, para secar con el pañuelo las amplias y profusas lágrimas de su desolación.
Llegué tarde a comer, pero en la trattoria Iaccarino y Licausi se habían quedado esperándome, les vi, al entrar, mirarme con ojos festivos en los rostros caldeados por la digestión y el vino. Una palpable animación les dominaba, y hasta el pez parecía participar de ella, redoblando los cabezazos y los coletazos contra los cristales de su prisión. Estaba claro que se pretendían de mí las informaciones más amplias tanto sobre mi encuentro de ayer con Venera como sobre mi enfrentamiento de hoy con Galfo, acerca del cual había corrido, y me había precedido, la voz. Yo les tuve en suspenso, quise primero comer tranquilamente, no sin elegir como privada alusión aquellos finísimos espaguetis llamados «cabellos de ángel». Luego, llamada también Mariccia a consulta, ahora que se había ido el último cliente, conté todo de la A a la V, silenciando sólo la Zeta de la incipiente maternidad.
Como era de prever, los sufrimientos del bailarín no conmovieron a nadie, y sobre la cita caballeresca el auditorio bromeó sin gracia. Y las propuestas fueron muchas: que yo le fuera al encuentro en el Pizzo con bacía de Mambrino y espada de madera, intimidándole de lejos con un Tìrati’n panza de sello mafioso[42]; que ellos me seguirían vestidos con sábanas blancas y aparecerían de repente gritando «¡Uh, uh!»; que, como se hace en las bodas, imprimiéramos una invitación de participación al desafío en la tipografía de Matteo Baglieri y la repartiéramos a caballeros y a damas, públicamente…
Frivolidades que me desazonaron un poco. Yo había sido el primero en reírme de la intimidación de Galfo, y sin embargo me habría gustado, en el fondo, que los amigos la tomaran en serio. Necesitaba rodearme de un tiempo artificioso, algo de fanfarria. Quería, por unos cuantos días, vivir en una condición exaltada. Una vida cantable, más ópera cómica que seria, pero, en cualquier caso, de tenor. Y me tocaba, por el contrario, aquel entremés de chistecitos. Y para colmo la carcoma, respecto a mi amor por Venera, de no hallar en los amigos la alianza y la consideración debidas. Ellos estaban seguros: no llegaría a ser más que su cimbel, peor aún, su correveidile galante. Sostuvieron que era una listilla sosa, deseosa de hombres, pero confusa y desordenada de mente. Así decían, y por un minuto yo les daba la razón, luego Venera volvía a ser ante mis ojos igual que la Virgen de Gulfi llegada de allende el mar, a la que ni tres yuntas de bueyes habían conseguido mover del lugar donde había decidido pararse y tener un altar. ¡Un lugar, no cabía la menor duda, que para ella habría sido mi corazón!
Pero lo que más me hería era que ninguno de ellos me estimara digno de suscitar un afecto. Si la propia carta al Ángel Arcángel era (y no podía ser otra cosa) una burla, ahí tenía la prueba: no se gastan bromas semejantes a don Juan, sólo a Leporello…
Para sincerarme por completo, saqué la página teñida de violeta, la leí por dos veces, no sin antes habérsela hecho oler a todos, de la misma manera que a los perros policía se les restriegan por el hocico las bragas de la doncella desaparecida. El comentario, al terminar, fue una interjección, entre de asombro y de escarnio. No la recogí y ataqué decidido en dirección a Iaccarino, al que quería provocar para que se descubriera.
—¿La has escrito tú?
No confiaba en una respuesta directa, Iaccarino era incapaz de mantener coloquios que en sus labios no se convirtieran inmediatamente en vaniloquios. Especialmente en la mesa, cuando ya había pescado demasiadas veces en el jarro de Cerasuolo, la costumbre era que, una vez se le había ofrecido el tema, se sentara en las rodillas a la cocinera y, desordenándole con la mano la estopa de los viejos pelos, se fuera por los cerros de Úbeda con las palabras. Así ocurrió también esta vez, y así fue, más o menos, la perorata que improvisó:
—Hay muchas maneras, orales y manuales, de transmitir el pensamiento, pero la más antigua y respetable es la carta sin nombre. Inmune de cualquier ambición de autor, verídica voz del abismo, representa lo que más se parece a la palabra de Dios.
—Te olvidas del trueno —objeté—. Coelo tonantem…[43] —Mientras que Licausi, que en nuestros conciertos había asumido la parte del contracanto plebeyo y al que, por consiguiente, Iaccarino llamaba «mi Sancho», se limitó a hacer con los labios:
—¡Bum!
Mariccia rió sin entenderlo, hasta el punto de que Iaccarino se molestó y la alejó bruscamente de sí. Luego, pedagógicamente:
—No lo olvido. Y estoy de acuerdo en que la creación es únicamente un «¡Bum!», una espantosa ventosidad del vientre de Quién sabe quién. Una ventosidad, pero a mis narices más bien un pedo clandestino, un cuesco, un código anónimo, un delito sin firmar, como los que vuestros Sherlocks se esfuerzan groseramente en descifrar. En suma, no menos que las pinturas de desconocidos y los expósitos en el torno, la carta sin padre es una bastardía relativamente sublime, cuyas especies convendría clasificar…
Hizo una pausa jactanciosa, en espera de que probara a contradecirle. Yo, en cambio:
—Qué bien hablas —le adulé, y le ofrecí otra copa.
—Diferenciaría —prosiguió— en los escritos anónimos tres maneras diferentes, aunque hermanas entre sí, de las cuales la primera está dirigida a atemorizar, a incriminar y procede de la bilis seca. Afirmativa, apresurada, utiliza palabras frugales, MANE THECEL PHARES[44], o bien BURRO EL QUE LO LEA. La otra se alimenta de trémolos, propala deseos y esperanzas, destila prolijos y suspirantes humores. Tienes un ejemplo entre las manos y huele a violeta. Pero la tercera, que es la más meritoria, esparce amargas y salubres verdades, abre los ojos a los jueces y sobre todo a los maridos…
Secundando su manía por las citas y los retorcimientos del lenguaje, que yo sabía perfectamente cuánta acritud y tristeza de corazón encubrían:
—¡Otelo! —declamé—. ¡Otelo! ¿Sabes tú qué hacía Desdémona mientras en el arsenal te embadurnabas tenazmente de pez?
Así le daba cuerda para que se descubriera por sí solo. Sin por ello renunciar en las pausas a acosarle.
—¿La has escrito tú?
No me hizo el menor caso, ya se había embalado.
—¡Oh, despacho!, que llegas al alba con el suave paso del cartero, y olores a esencias raras, y umbríamente te ocultas, no graznas sino que susurras, no proclamas sino que insinúas…, ¡benemérita mosca en la oreja, linterna del minero, socorrido báculo del ciego! Tú eres el que levantas la piedra pulida y desvelas debajo de ella las manadas de los pálidos ciempiés; tú eres el que, por desoído, denuncias a César los Idus de Marzo, tú el que… En suma, ¡es razonable que como progenitor tuyo sea alabado Monseñor Cuervo, que es el más sabio de todos los animales!
—Una objeción, Excelentísimo Señor —interrumpí—. Recuerde aquellos versitos de nuestro bachillerato: Maître Corbeau sur un arbre perché…[45]
—Objeción desestimada —contestó—. Por un cuervo bobalicón que coma con la boca abierta sobre un árbol, hay otros mil más sabios que ayunan sobre los bustos de las diosas y se hacen llamar Nunca más…
Mariccia, a la que estas digresiones cansaban al cabo de tres minutos (exactamente tres minutos después que a mí), intentó frenar la corriente.
—Yo no sé de qué cuervo hablan, pero déjenme decir que a mí esta carta me huele mal. Me cuesta creer que una mujer, por insensata que sea, confunda a éste con un Arcángel. —Y me señaló con amable desprecio—. Si luego, aunque lo considero harto imprudente, es sincera, no me fío de que se avergüence de confesar con nombre y apellido tan singular afecto…
—Las mujeres —sonrió Licausi—, cuando tienen que comprar cebollas en el mercado, se tapan con la mantilla.
Los tenía a todos en contra y entonces cogí por el brazo al ciego que acababa de entrar y que cada día ayudaba con su armónica a las peristalsis de los comensales. Pero Iaccarino no había terminado de relampaguear. Aterrorizó con un grito al pobrecillo, que había comenzado a tocar Sciuri sciuriddu[46], y le ordenó que se callara. Y a continuación:
—Si terminara en una isla —pontificó— no querría otro libro que un diccionario. Tantos son los gritos y las músicas que es posible oír en sus vertiginosas vísceras. Del mismo modo es probable que todas las cartas anónimas desparramadas por el mundo sean los vocablos sueltos de una única y gigantesca carta anónima y que los escriba una única mano, un solo Cuervo oculto, para encerrar en ellos un significado absoluto. Tu billete por sí solo no cuenta más que uno de los millares de fragmentos en que se rompió el Zeus de Fidias, pero si pruebas a juntarlo con los demás, con sus miembros esparcidos, verás como responderá. Ya que la respuesta existe, sombra del Verbo sobrevivida entre las sílabas de Babel. O bien sólo momentánea encarnación de Proteo… ¿Sabes tú cuántas son las caras de Proteo? Incalculables, y cada una de ellas reniega de la otra, es Proteo y no lo es. Entonces yo me pregunto, te pregunto: ¿dónde está el auténtico, el indiviso Proteo?
A pesar de la pasión que parecía emplear, estaba claro en ese momento que hablaba al azar, por embriaguez y melancolía. De modo que escapé hacia la salida, me esperaban Venera y sus ansias de embarazada. Pero antes, para descargar la conciencia, amenacé en la misma puerta:
—¡Lo sé, lo sé, la has escrito tú!
Después de lo cual se decidió finalmente a murmurar entre dientes, dándome la razón:
—Claro que sí, claro que sí, Copyright by Iaccarino. —Que tal vez era una admisión, o tal vez simplemente una suprema burla.