IV
Amor mental por la aventura. «Impromptu» de Iaccarino filósofo e informe sobre la primera visita a Venera
A la aventura y a sus movimientos he atribuido siempre en mi vida virtudes de gimnasia higiénica. ¡Cuánto más saludables los sobresaltos que las melancolías o los desfallecimientos! Recuerdo que de niño, para ir a robar uvas, elegía las noches de luna llena y los viñedos más próximos al campesino dormido: ¡y qué susto, qué delicia, mientras chupaba con los labios los racimos como grandes y morenas tetas!
Más adelante amé las callejuelas sospechosas, los compañeros de mala conducta, los relatos de chulos y de navajas. Me gusta hojear en el desván los folletones de los viejos diarios, por si se oye sonar la alarma de un violín de ciego, apostado en la esquina para dar el aviso; y habría querido vivir en carne y hueso un misterio de París; jugar una vez a la ruleta rusa; recibir una carta de la Mano Negra, firmada con una cruz. Todavía ahora me atrae todo cuanto contiene una amenaza. Hasta el gusto de fantasear, este pasatiempo mío del teatro a ojos cerrados: soy feliz cada vez que puedo pervertirlo en un riesgo de la mente. Casi como si quisiera emular despierto al sonámbulo que pasea sobre un alféizar de dos palmos de anchura y repetir en el pensamiento sus fatales anestesias…
Así se explica por qué en todos los accidentes, incluso mediocres, de aquella noche, yo me esforzara por perseguir una posibilidad novelesca y que aún ahora la disfrute, al escribir sobre ella, con una especie de sedentario entusiasmo, si así puedo llamar a la mezcla de pasión y de distancia de que se compone mi sentimiento. Y si luego se suma el placer de moverme en una trama poco o muy falsificada, en un vicio e ironía de palabras, en un aguafuerte apenas mordido por el ácido de lo posible; o sea, el placer de aparecer a un tiempo títere y titiritero en una de las tantas Óperas de Títeres de la odiosamable vida…
Aquel día llegué tarde a la escuela. Al volver a casa, al amanecer, me había adormilado un poco sobre la mesa de la cocina, en el centro de una asamblea de garrafas y botellas vacías, era casi una mala copia de un maestro boloñés del siglo XX[26]. Para ponerme en marcha no bastó el café doble de Madama, así que entré en clase con un paso de coche fúnebre, aunque con el aire intelectual que el cansancio regala incluso a la más insípida fisonomía.
Era una de las últimas clases del año, y la proximidad de los exámenes urgía, por lo que me esperaba de las chicas silencio y cierta atención. Me fueron reservadas, por el contrario, sonrisitas, risitas. Al principio no lo entendí, necesité tiempo para descubrir que me miraban de un modo especial, como si me vieran pasear sobre una nube, en suspenso sobre sus cabezas a modo de cometa. Vi entonces que estaban orgullosas de mí, afiliadas conmigo en un secreto de amor. La verdad es que la noticia de la mala noche, y de la participación que había tenido en ella devolviendo la ovejita al redil, se había difundido en un abrir y cerrar de ojos e, incrementada por inexistentes heroísmos, había llegado al bar donde solían pararse a comer un bocadillo, y a las papelerías donde habían comprado una plumilla. Así que me miraban con los ojos entornados, complacidas, cómplices, repentina y dulcemente serviles. Tanto poder ejercía sobre aquellas fantasías incautas el perfume del escándalo que desde la cátedra había llovido sobre ellas, disipando instantáneamente cualquier solidaridad con la fugitiva y promoviéndome ipso facto a la categoría de paladín. Y yo, por mi parte, con aquellas manchas violáceas bajo los ojos, aquel esparadrapo intrépido en la sien, allí donde tenía herida, con la camisa arrugada y todavía impregnada de ella, me sentía liberado de cualquier timidez anterior, un San Jorge no menos invencible que el de Ibla, esculpido en la piedra, que atraviesa con una larga lanza al dragón.
Fui capaz, pese al ánimo amable, de torturar a unas tales Catalfamo Esther y Vacirca Lucia, de la última fila, sustituyendo el Paraíso que tenían en la mano, lleno de anotaciones a lápiz, por mi Dante rojo desprovisto de notas. Por magnanimidad no les puse nota, pero las despedí con los modales de un rey que firma el indulto. Haciéndolo seguir de un discurso argumentado, respecto a los deberes de la juventud, que, sin embargo, no sé cómo, se convirtió en un Carpe diem y alcanzó un éxito nunca visto. Liberadas por la frase con que lo terminé: «Ni un beso ni una escabechina impiden a la moza casarse», rieron a mandíbula batiente: las tenía en un puño.
Otra canción con el director, cuando nos convocó, a mí y a Pietro Iaccarino, a declarar. Nada, claro está, que reprocharnos, habíamos ayudado a una causa santa, evitando una mala acción. Y, sin embargo, había que pensar en el nombre de la escuela. No está bien que los médicos de almas se mezclen en las cosas mundanas. Ni siquiera con las mejores intenciones. Ni siquiera saliendo de ellas con las manos limpias. Que otra vez, pues, lo tuviéramos en cuenta.
No objetamos nada, el director Biscari era un caballero de muchas matemáticas y escasas humanidades, simple como un avemaría. Enfermo de ictericia, con una cera amarilla de vendedor de corbatas chino, no merecía que le procuráramos disgustos. Y tampoco merecía, seamos justos, las malversaciones de Iaccarino, quien se deleitaba en inundarlo a mansalva de citas y autoridades falaces. Como ahora, llevando el discurso a Galfo y sus presuntas (Alvise dixerat) insuficiencias.
—Le falta algo —comentó, mientras Biscari asentía perplejo—, y se trata de una laguna importante. La misma de la que Abelardo trata con sor Mariana Alcoforado en las Cartas de una novicia[27].
Fingí un bostezo para ocultar la risa, y fue peor.
—Errando discitur —comentó Iaccarino, y tradujo inmediatamente, provocando por parte del director una tímida protesta—: Bostezando se aprende[28].
Luego salimos, pero yo sentí que, una vez desahogada la efervescencia, Iaccarino no estaba contento. Cada vez le sucedía con mayor frecuencia eso de mariposear con las palabras y entristecerse inmediatamente después. Para distraerle, le pregunté por los desperfectos del coche, me ofrecí a resarcírselos a plazos, pero no pareció haberme entendido, se acovachó todavía más dentro de sus cuatro huesos solteros y magros.
—Hay un sentimiento —me dijo finalmente—, un sentimiento que me atenaza el corazón: cuando hago una cosa habitual, fumar un cigarrillo, decir adiós, escuchar una canción, se me ocurre que, quién sabe, tal vez es la última vez que fumo, escucho, saludo… y que todos estamos muriendo; y que morir es un verbo tan incoactivo como vivir.
Calló un momento, encendió un cigarrillo, lo arrojó después de la primera bocanada.
—Envejezco, viejo amigo, ¿no lo ves? —exclamó—. ¿Dónde está el Pietro de un tiempo, el hermoso paje del duque de Norfolk?[29] He perdido una noche y me pesa; he estropeado un buen rato y me lamento. A Liborio, créeme, le calumnian. Créeme, él y Venera, tonto él y tonto ella, habrían sido felices. No, no digas que no, tú eres menos tonto que ellos.
Levantó los ojos al cielo.
—Creo en el orden —dijo— y tu amor es un desorden. Es decir, un mero espejismo. Ya que cualquier desorden en la tierra es mentira, polvo en los ojos para trastornarnos. Mira, el prestidigitador Dios Padre, no sólo es hábil sino que hace trampas. A Pietrino, sin embargo, no le engaña, Pietrino tiene nariz de sabueso, reconoce por el olor Sus pisadas en la arena, aunque Él se defienda calzando zapatos con pies cambiados…
Resopló con fuerza.
—Todo es orden —gritó—. No hay en la naturaleza extravagancia o cacofonía cuyos comportamientos no se puedan disciplinar a través de alfabetos, escalas Mercalli, gramáticas de Gandino[30]. Hasta mi nariz, fíjate, este tronco de berza, esta hemorroides inflamada, pues bien, esta nariz no existe por casualidad, no es el infortunio ortográfico de un copista que había bebido; sino una ilustración de mi espíritu, una erupción ejemplificadora de mi yo: lo que hace falta para desengañar a los miopes, los tuertos, los estrábicos, los ciegos…
—Sí, pero ¿yo qué tengo que ver en todo esto? —me impacienté.
—Tienes que ver porque eres tonto —dijo con escasa lógica—. Tonto y enamorado, una de las tantas confusiones del cosmos, vistosas y ficticias, que me niego a homologar. Todos vosotros, los enamorados, sois nubes. Nubes que introducen desorden en el cielo… ¿Ves aquellas dos nubes, blancas, espumosas y tontas, en la cima del Monserrato? ¿Ves la tercera, oscura y tonta, que las estorba, pasa delante de ellas y les ladra, fanfarronea delante de ellas? Las dos de arriba son Liborio y Venera, la tercera de abajo eres tú: un ovillo de tonto algodón, basta un solo golpe de viento para dispersarte…
Hice un esfuerzo por estar a la altura, pero la broma se me tornó irritación.
—Ser tonto, querido amigo, es uno de los más publicados derechos del hombre, se habla de él en las Doce Tablas…
No me dejó terminar.
—Niño de teta, eres un niño de teta. Llevas un invierno muriendo detrás de ella sin sacar nada y ahora han bastado dos bigotitos, dos pies ligeros…
Le di la espalda, me alcanzó afectuosamente.
—No me hagas caso —me dijo—. Hablo por afecto, y a veces me paso. Pero en el coche te he visto tan reblandecido, y la chica me parece de cabeza tan confusa que no espero nada bueno de tu excitación. Era mejor antes, cuando le escribías en silencio las cancioncillas. Por otra parte, ¿qué esperas, qué quieres?
Le estreché el brazo con inesperada gratitud, me gustaba saber que después de tanta barahúnda sobre el caos y la ley, el amigo descendía a hablarme un poco llanamente, que por un instante se interesaba humildemente por mí. Era, aunque no resultara duradera, una indemnización por los fallidos abandonos de la adolescencia, las mal disfrutadas confidencias entre compañeros, paseando incansablemente de la puerta del uno a la puerta del otro y volviendo a despedirse en cada ocasión. Además, de no haber sido Iaccarino un tan humano juglar, ¿le habría querido yo tanto?
—Ahora la amo de otra manera —confesé—. Ahora ella y yo tenemos un recuerdo que compartir.
—Una vergüenza, quieres decir. No te perdonará que la hayas sorprendido de aquel modo.
—Al contrario —sostuve—. Muchos amores comienzan con un secreto vergonzoso compartido.
Hizo una mueca.
—Verás, verás como volverá a escaparse con el otro.
—Imagínate, ahora que le ha visto en calzoncillos y calcetines.
Le cogí del brazo, paseábamos bajo los pórticos del Corso cuando eran casi las dos, y el pueblo parecía deshabitado, todos estaban ya comiendo o durmiendo, el sol estaba como colgado, no se movía hacia adelante ni hacia atrás.
Qué cálido y bueno es, pensé, este minuto de juventud. Cómo quiero saborearlo lentamente. Qué cálida y buena es la vida.
Subí al palacio de Alvise el domingo por la tarde, después de que viniera a buscarme de su parte el mozo Vincenzo, un expósito de piel sarracena que en los tiempos de las vacas gordas había servido en casa del viejo y ahora trampeaba la vida haciendo de recadero peatonal entre las dos Módicas, compitiendo con los costosos taxis. Vincenzo era su nombre, pero con el incremento de por lo menos tres apodos: Zichitiniellu, que no sé lo que quiere decir; Scappalegghia, o sea, Zapato ligero; finalmente, de manera más docta, propuesto por nosotros los profesores, Puck: tanto por los espesos rizos en torno a un rostro de lo más malicioso y fantástico como por su naturaleza, que era precisamente la de aparecer, desaparecer, tramar engaños, intercambiar mensajes… Riendo en cada ocasión con una risa gorjeante, que parecía forzada y no lo era, nacía realmente de la alegría de poder vencer cualquier miedo de la fortuna con la simple emisión de un gorjeo de cristal.
Ahora Vincenzo vino a decirme que me esperaban en el palacio, se largó riendo con la propina en el puño, mientras yo titubeaba inmóvil en la esquina del antiguo Passo Garrafa, que era el atajo para subir.
Hicieron falta escaleras y aliento para llegar al palacio grande, donde resistía apenas un espectro del antiguo revoque, bajo las cornisas de piedra blanda que los años se habían comido casi por completo. Calcabrina, Barbariccia, Alichino no se dignaron concederme ni una mirada, cuando la levanté hacia ellos, y tampoco podía jurar que fuera de vestido o de visillo el pedazo de tela fulminantemente entrevisto detrás de un cristal de arriba. Cierto que no tuve que llamar, el portal se abrió ruidosamente por sí solo.
En la cumbre de los veintisiete peldaños, en el rellano, no me esperaba la sirvienta Anita sino Alvise en persona: demacrado, con la piel estirada y cerúlea sobre las mandíbulas como una tela de cebolla; un inerme caballero a punto de ser promovido a reliquia. Nada que ver con el templario dotado de maza y flor en el ojal que nos arengaba ayer desde las aceras. Y no me pregunté si era la pena por lo sucedido o la falta de dentadura lo que le degradaba de tal modo; porque estaba seguro de que era el contagio de la casa, de aquel esqueleto de casa, que igualaba consigo a los habitantes y a los amos. Tanto, que llegué a temer que, de un momento a otro, la propia Venera tuviera que aparecérseme entre dos hojas de puerta, asomando de sí misma una calavera u otra efigie semejante descarnada y desnarigada…
Ni en sueños: Venera me desmintió inmediatamente, y su cara mostró mejillas y labios más enamoradores que nunca, asomando como una flor rosada del cuellecito de plissé blanco.
Era la primera vez que realmente podía contemplarla. Las otras veces, en el baile, en el concierto, en el episodio del in fraganti en el hotel, durante el regreso en coche, siempre había habido un impedimento, una luz de más o de menos, una prisa o parálisis de mi corazón, para estorbarme la visión. Nunca había estado en la condición de espectador y de juez, sino siempre en aquella, menos tranquila, de espía o de imputado. Mientras que esta vez era diferente: el coloquio me había sido solicitado, era ella la que estaba del lado del deudor, a mí me correspondían los privilegios del acreedor. Por lo que la miraba como desde una butaca de primera fila, centímetro a centímetro, desde la cabellera recogida en la nuca en el gran puño de un chignon hasta la frente color aceituna, los pómulos duros, las aletas de la nariz sacudidas por un tic nervioso. Glu glu hizo su voz en las cañas de la garganta. Glu glu. Y sin embargo fue Alvise el primero en hablar, mientras la nieta asentía de vez en cuando con la barbilla, sin que se llegara a entender qué parte de sus modales era expresión de un sentimiento interno y qué parte efecto de las medicinas con que lo habían corroborado. Sea como fuere, era una Venera nueva, decidida y dócil a un tiempo, la que asentía a las palabras de Alvise, disimulando bajo las palideces de la deshonrada la antigua mirada fruncida de una Judit armada, a la que se me antojaba que se parecía más que a nadie. Una Venera nueva, sensatísima, aunque dos irritadas pupilas se le encabritaran de vez en cuando bajo la frente y el hielo de su frente se resquebrajara.
El viejo hablaba con voz débil, atormentando con los dedos el borde del birrete que se había quitado. No le importaban los comentarios de la ciudad —dijo—, le importaban únicamente los de unos pocos, la estimación de unos pocos… Me miró intencionadamente, obligándome a un gracias susurrado, que sólo percibió Venera. Sí, había sido una tontería, una escapada de chiquillos, añadió. Pero importaba sólo eso: la muchacha no había sufrido ofensa.
Yo eludí los ojos de ella, me concentré con obstinación en una campana de cristal, de aquellas que sobre los canteranos meridionales custodiaban en una época a los Niños Jesús de cera. Aquí, a decir verdad, estaba encerrada una panoplia más frívola: un par de medias femeninas atadas en torno a un par de chapines de piel negra.
Alvise siguió mi mirada, soltó su risita habitual.
—Un recuerdo —dijo, mientras Venera se sonrojaba—. Sabes, aquella historia de Baden Baden, la mencionaron todos los periódicos de hace medio siglo.
Fingí haberle entendido, estupefacto, en cualquier caso, ante la escisión que me parecía descubrir en su comportamiento: cuanto más posaba, respecto a su pasado, como un desenvuelto viveur europeo, más, respecto a la nieta, se humillaba en forma de timorato tutor indígena, hasta el punto de informarme de que era su intención hacerla reanudar los estudios truncados, no los del conservatorio, que ya no importaban, sino los más modestos y desenfadados del instituto, privadamente. A ver si podía, estudiando tres meses, sacar un título en los exámenes de otoño, y esperar así una colocación, lejos, muy lejos de aquí[31]. Y entonces si yo con alguna clase, remunerada, por supuesto…
Accedí efusivamente, rechazando, como él esperaba, la idea del estipendio y recibiendo a cambio agradecimientos y gentiles cortesías, mientras Maria Venera callaba y miraba con cejas compungidas. Estaba sentada frente a mí, pero parecía arrodillada y orando, tanta era la compunción con que su mirada subía de su silla baja hasta mí.
—Podéis comenzar mañana —dijo don Alvise—. Ahora poneos de acuerdo respecto a los detalles, yo ya llego con retraso a mi siestecita.
Y guiñándome inesperadamente el ojo, única señal de vida en un rostro que parecía un calzador de cuerno, se fue con paso arrastrado.