VII

Los Círculos del Far Sur. Tarde y velada con Sasà Trubia.

Habíamos concertado el día, Venera y yo, pero la expedición a Catania no fue necesaria. Una hora antes de salir, en el acto (¡horrible sólo decirlo!) de barrer el rellano en sustitución de Anita, Maria Venera resbaló, más o menos adrede, por la totalidad de los veintisiete peldaños de la casa y se encontró, sin necesidad de fórceps, liberada y contenta. Me lo comunicó desde la otomana donde estaba echada, recuperándose de las contusiones y del resto. Una bendita caída, me confesó, que, aunque tuviera que tenerla tullida durante dos semanas, había llegado en buen momento para suplir por vías naturales un peligroso evento. Yo no me sentí menos satisfecho, aunque sólo fuera por el dinero que ahorraba, ya que había decidido pagar al fabricante de ángeles con mi modestísima bolsa. Menos satisfecho me sentí de la repentina frialdad de la muchacha, ahora que ya no me necesitaba. Se manifestó reacia a reanudar los estudios, amenazando con ello mis ocasiones de encuentros cotidianos y legítimos; además, tratárase de distracción o de malicia, en medio de tantos tú, sancionados ahora por el uso, mezcló sin corregirlo un usted. Y continuó, sí, llamándome por el nombre pero como si las tres sílabas entre los labios le dieran asco. ¿Debo decirlo todo? Una tarde se dejó ver en bata con los cabellos enroscados en los bigudíes.

Aparte de eso, todo su comportamiento parecía cambiado, y con tanta extemporánea desenvoltura, es decir, sin ningún preparativo de la mudanza, que me avine a dar la razón a Iaccarino: sí, era una listilla cualquiera, una cabeza llena de pájaros, incapaz de ver más allá de las propias urgencias, y no lo bastante inteligente como para ser una egoísta con clase.

¿Qué debía hacer? Le devolví hielo por hielo, le dije que había enviado el paquete, pero que para otra vez se buscara otro; en cuanto a las clases, paciencia, era cosa suya, tanto mejor para mi tiempo libre. Finalmente, al sacar los cigarrillos del bolsillo, dejé caer con indiferencia al suelo la carta al Ángel Arcángel, e inmediatamente me despedí.

Trucos de colegial, claro está. Como si una muchacha como Venera pudiera sentir celos de alguien a quien no amaba. Sin embargo, me producía una melancólica vanidad pensar que leería tantas palabras de fuego dirigidas a mí. Sin decir que la carta extraviada sería un buen pretexto para volver…

De vuelta en la ciudad, el aburrimiento llevó mis pasos al Círculo de los Civiles. Era un Círculo de notables, éste, donde los profesores sólo teníamos acceso en virtud de la franquicia que en tales casos suele concederse a los huéspedes forasteros. Nosotros tres, y especialmente yo, íbamos allí con frecuencia, por las razones que a continuación explicaré.

Los Círculos del Far Sur disfrutan de mala fama. Lugares de melancolía y de tedio, se dice, donde, entre los choques de las carambolas, los crujidos de los periódicos atenazados en las guías de madera, los razonamientos de quejumbrosa metereología propietaria, se consumen pantalones, se consumen años, se enmohecen vidas e interminables réplicas…

Es una verdad a medias. Ya que significan, simultáneamente, espacios de pantomima y de charla creativa. Algo semejante a los mármoles de las iglesias en tiempo de los Medici, o a las veladas en las granjas del Po, a lo largo de las dos orillas del río, donde hasta hace poco se montaban corros de oral comicidad. De manera similar, el Círculo de los Civiles de Módica se había convertido en perpetuo escenario ciudadano, sólo faltaba la taquilla en la entrada y una taquillera que hiciera pagar al visitante. Tantas eran las bromas que los socios improvisaban sucesivamente, impulsados por un invisible regidor, de las tres de la tarde a las nueve de la noche; a veces estentóreos, sentados en la salita del bacarrá, donde fortunas seculares se esfumaban en el tiempo de una partida; otras en voz baja, de pie detrás de las persianas, ocupados en observar sin ser vistos los desfiles vespertinos del Corso, y en auscultarse el latido infatigable de la existencia.

Ése era el momento de la floración de ciertas indiscreciones y calumnias grandiosas, fundamentos primeros del fantástico tinglado sobre el que iba creciendo la comedia diaria de la ciudad, una función en marcha, de la que cada cual era a la vez espectador, actor, autor, empresario…

Una cosa, en efecto, saltaba a la vista de quien llegaba de fuera: la facilidad con que, allí dentro, cualquier respetable Fulano y Mengano de lo más establemente alojado en la cáscara de su identidad municipal y social era inmediatamente expulsado de ella para entregarse a un papel de pinocho parlante y aéreo polichinela de sí mismo. Bastaba una rareza apenas insinuada en el hacer o en el decir, una singularidad incluso irrisoria del comportamiento, del hábito, de la indumentaria; y he aquí que esa excentricidad, exaltada por la locuaz clarividencia de los demás, se convertía inmediatamente en estigma, en fulminante connotación de una manía. No sólo eso: sino que era como si las personas, a fuerza de reflejarse en las presunciones del prójimo, se sintieran en el deber de adecuarse a la semblanza impuesta, hilarante o fúnebre, y de cosérsela a la piel a la manera de una identidad segunda y más verdadera. Con los resultados de cómica angustia que es posible imaginar.

Al penetrar por primera vez en tal lugar de máscaras, yo me había tropezado con una que me había castigado ligeramente las alas: de profesorzuelo estudioso, aficionado a deambular a pie con los brazos cargados de carpetas; tal vez socialista, ¡anarquista incluso!… pero, a fin de cuentas, un tímido espantapájaros.

No es que se equivocaran al clasificarme así. Eran tiempos aquéllos en los que me sonrojaba con frecuencia, repentinas oleadas de rubor me corrían de una oreja a otra, ¡maldición! Y me hacían sentirme como en la inspección médica militar, desnudo frente a una pared de cal. Una revancha, pues, ahora que mi reciente participación en la recuperación de Maria Venera parecía haberme cambiado la cara y todos los reflectores de la ciudad se habían encendido para buscar, bajo la cataplasma de mi maquillaje, el fruncimiento de un matamoros. Había sido una revancha, y hacía florecer dulces orgullos y esperanzas dentro de mi corazón. Tal vez, no digo ya Venera, con la que ya no contaba mucho entonces, sino las otras mil que habría amado a momentos, innominadas en la sombra, sólo aguardaban a sentirse llenar el oído de mi joven quiquiriquí. O no, no lo pensaban en absoluto, pero habría sido igualmente bonito para mí creerlo todo el verano. Ya que no sólo es hermoso vivir la vida. Es casi tan hermoso fingir y mentirse vivirla.

En cualquier caso, yo precisaba para las inminentes festividades de una especie de salvoconducto. Grandes maniobras se preparaban en los locutorios de las casas patricias para julio y agosto, y el calendario estaba a punto de desbordarse. Se sabía de modistas crucificadas por las casaderas más casaderas, de toilettes de espuma de mar arribadas de París, de pendientes de la era borbónica desenterrados de los cofres de las familias. Se bailaría prolongadamente en las terrazas de las grandes villas de la Sorda, en los chalets de Sampieri, en el gran jardín de Chiaromonte, requisado por un comité de damas para la Gran Verbena a numerus clausus. En la que yo, que hasta entonces sólo había participado en alguna recepción navideña de burgueses y personas acomodadas, dudaba de ser admitido, si alguien no me ayudaba. Dudaba, dudaba mucho, porque luces y músicas, alabastros de lunas y senos, plumas de cisnes negros en torno a cuellos enjoyados, susurros y temblorosos delirios de amor, permanecerían intactos en la bandeja delante de mis labios de famélico miserable.

Ahora sé, y sabía entonces, que cortejaba una fantasía. La nobleza local no era más que la caricatura de la que me fascinaba en mis lecturas. Y sin embargo, de la misma manera que una chispa de Rafael resiste victoriosamente en la copia que un pintor de santos exhibe en una acera, o una sombra de Mozart en la peor ejecución, así, viendo apearse del Balilla paterno, que conducía con manos enguantadas, a Giuliana di Giardinello, o a doña Matilde Tuscano volverse del palco de proscenio para contemplar con los impertinentes la platea, no digo que me temblara el corazón, pero sí me invadía una turbación, como si en los Campos Elíseos o en la Ópera hubiera visto asomar a lo lejos la cabeza emplumada de la baronesa Nucingen o de la duquesa de Guermantes.

Ahora, además, que con Venera estaba en un mal momento, y mi amor por ella era como fuego indeciso entre hacerse incendio o languidecer, la relación con la ciudad adquiría una más intensa beligerancia; ahí estaba el campo de batalla donde vencería o perdería, ya no únicamente mi prueba con las mujeres y con el amor, sino las guerras, fundamentales, conmigo mismo y con el mundo.

Así que «¡Módica, eres mía!», me dije, mitad en serio mitad en broma, golpeando con fuerza el zapato en el suelo, y, después de hacer avisar a Madama que volvería tarde o nunca, con paso marcial me dispuse a franquear el umbral del Círculo de los Civiles.

La intención, por el momento, se limitaba a utilizar alguna modesta diplomacia. No todos los triunfos militares comienzan con una invasión; y a mí me interesaba establecer en primer lugar alguna alianza y complicidad mundana. Sabía que el maestro de ceremonias de las próximas ocasiones, el dux de los placeres lícitos e ilícitos de Módica, aquel, en suma, que disponía a su capricho las invitaciones, era don Nitto Barreca, juerguista y jugador de campeonato, siempre dispuesto a trasnochar, aunque caminase sosteniendo la escoliosis del cuello con un gorjal de yeso. A él, que se preciaba de conocedor del arte antiguo y al que acusaban de excavaciones clandestinas y de cosas peores, le había explicado en cierta ocasión la diferencia entre la cerámica de figuras negras y la cerámica de figuras rojas, y me había quedado agradecido. Confiaba, pues, en su protección, pero le busqué sin éxito en la salita interior, la partida de bacarrá había sido aplazada para mañana. Me saludó, en cambio, Trubia, con una curiosa sonrisa, alzando la cabeza del billar y de la partida que jugaba contra un joven de traje y acento extranjero. Un francés, llamado Michel, llegado entre nosotros nada menos que por cuenta de Jean Renoir, en busca de lugares y escenarios para un film, sacado de un cuento de Mérimée[53]. Me excité, qué diablos. ¿Vendrán Renoir, Anna Magnani? El francés lo dejaba caer desde arriba, con suficiencia: «Ça dépend, ça dépend», y no paraba de derribar palillos. Hasta que Trubia levantó las manos en señal de rendición y nos invitó a subir a su casa, a dos pasos, a tomar una copa escuchando sus nuevos discos de jazz.

Fue una hermosa noche. Por el balcón abierto llegaba el zumbido del Salón, y parecía un delicado trasfondo de aplausos al concierto que escuchábamos. «Turú turú turú turú», repetía la trompeta de Cootie, y a mí se me hacía un nudo bajo la nuez, que ni subía ni bajaba.

Al francés le gustó por patriotismo Careless love de Bechet, porque tocaba Claude Luter, al que conocía, dijo, habían compartido una chica, pero yo quise escuchar tres veces un Parker, Relaxin’ at Camarillo, del que Sasà me había dicho que había sido compuesto en un sanatorio para neurasténicos. Inmediatamente después, St. James Infirmary, donde se lloraban males más miserables, me brindó la ocasión para una comparación entre hospitales y clínicas, miserias carnales y desgracias de la mente, que habría gustado a Pietro Iaccarino.

Trubia, sentado junto al gramófono, se ocupaba de cambiar los discos y las agujas. Atareado, hospitalario. Yo me levantaba en las pausas para observar de cerca los muebles antiguos, las graciosas chucherías sobre la cómoda, las porcelanas de biscuit, la incongruente espineta en un rincón. No fue intención sino casualidad que entreviera en la papelera, entre otros desechos, el sobre de Venera, vacío y con los lacres rotos; pero ya no fue casualidad si, de pie frente al escritorio, mientras Sasà y Michel se tragaban con los ojos cerrados un solo de fogoso trombón, alargué las manos para hurgar entre el montón de la correspondencia reciente, descubriendo en él, no sin una risita disimulada, una foto de Sasà, rizado y barbudo, sobre cuya frente una tinta verde que conocía había añadido dos cuernos. ¿Un insulto retrospectivo? ¿Una amenazadora promesa? «Turú turú turú turú», reí susurrando, dejándolo y acercándome a los dos, dispuesto a dejarme conmover de nuevo el corazón por aquella música. Así son los jóvenes: inmediatos y cambiantes en su sentir.

Ya que Michel, por capricho suyo, quería conocer historias indígenas de brujería y superstición, me tocó hacerle de guía hasta la casa-gruta de doña Tònchila, la hechicera. Era una anciana robusta y alegre, que me miraba con simpatía desde que había comenzado a frecuentarla para enterarme de su vida y milagros. Muchísimas veces se había ofrecido a hacerme el unto de amor a cuenta de quien quisiera, negándose únicamente cuando yo bromeaba que me gustaría que se enamorara de mí, no una criatura de carne, sino un espíritu de los suyos, alguna hija del diablo que viviera en la claraboya de su casa. «Con los señores del lugar yo no me meto», decía Tònchila, seria, y se santiguaba. Pero a Michel, que, en broma o creyéndolo, le había pedido ayuda contra una fotógrafa de la troupe demasiado reacia, le hizo pagar a alto precio los polvitos y la receta de palabras útiles para que entrara en razón la fierecilla.

Mientras tanto, se había hecho tarde. El francés tuvo que irse. Trubia me invitó entonces a cenar en un local de gastrónomos, en Módica Alta. «Se lo digo, no se lo digo», decía yo para mis adentros. No sabía, por otra parte, qué. Sólo quería confusamente llevar la conversación hacia Venera, y a través de sus reacciones interpretar los impulsos auténticos de la muchacha y, por qué no, también los míos: entender qué sentía yo realmente. Pero el hecho es que no abrí boca durante toda la cena y él tampoco parecía propenso a hablar si no era de su último infortunio en el juego y del desquite que, infaliblemente, se tomaría mañana.

—Yo también iré —prometí, pensando que así vería a don Nitto, y le acompañé gustosamente al cine, a una digestiva película napoleónica.

La bella Adalgisa sólo le sonrió a él, mientras arrancaba las entradas. Yo le precedí, me quedé de pie detrás de la última fila, al amparo de la cortina color granate, mientras mis ojos se iban acostumbrando a las tinieblas de la sala. Cuando al fin pude sentarme en el primer puesto vacío, y abandonar en el respaldo de terciopelo una nuca condescendiente, he aquí que descubro en la pantalla crepitaciones de metralla y la vieja guardia en formación cuadrada dentro de una aureola gloriosa de polvo… Entonces los ojos dejaron de resistir, se me cerraron para calcular una vez más los contratiempos de mi vida. ¡Cuántos descuidos, me digo, y descortesías de la crónica y de la historia! Aquel yo que soñaba, con el anteojo en bandolera y la derecha en simulado reposo entre el tercer y el cuarto ojal del redingote turquesa, ver asomar entre los dos campanarios de Austerlitz el sol, cómo es posible que se encuentre aquí, con el estómago lleno, atento sólo al coito que dirimen en su interior salsas, enzimas y papilas, después de una comida abundante: final dulzón de orquesta, donde el bajo continuo es el habano de primera ofrecido por Sasà, abandonados a un lado mis insípidos Serraglio… Así es, ha bastado una siesta de rico y ya no pienso en mis guerras, ¡ni en la ingrata Venera pienso!

La luz me rompió los párpados, la primera parte había llegado a su fin. Llegué a tiempo de reconocer, en una de las primeras filas, junto a los tirabuzones negros de una compañera, la melena de Isolina, más negra, y detrás de ella a Licausi, que fumaba como un tren y fingía contemplar en el aire un vuelo de moscas.