VI bis

Retrato del artista como joven flauta[47].

Otra pausa, por favor. Llegados a este punto, es preciso que me presente como yo era entonces, tal vez hasta ahora ha sido insuficiente. Era, entonces, una flauta capaz únicamente de dos notas. Fácil de tocar, pero había que aprender. Las notas eran dos, una de aflicción, huy, huy, huy, como cuando apalean a un perro; y otra de Leticia, tralalí tralalá, que procedía de una violencia famélica hacia cualquier humeante y rojo ragú de la vida (a ésta, ni treinta años de tenazas y uñas arrancadas han podido castigarla). Dos notas: y las sentía silbar entre mis labios sucesivamente, según las estaciones. En los meses equinocciales pensaba en morir, me apodaba a mí mismo Gingolph el Abandonado, que era el título de una vieja novela Sonzogno de quién sabe quién, y todas las mañanas me preguntaba, al despertar, si yo no era más que un gusano solitario, cartucho vacío, basura a la deriva en el río de los milenios. Qué podía importar, y a quién, el mínimo bien o mal que yo hacía o pensaba o sufría, el infinitésimo temblor de vicio o virtud que me hacía vibrar los nervios un instante… Porque, si hubiera sido posible calcular, y con inmensa aproximación creo que se podía, cuántos billones de hombres habían habitado hasta entonces la tierra, y las innumerables especies de sus muertes: por tisis, epilepsia, anofeles, lúes, peste, cáncer, lepra; mordidos por una rata, un dragón, un cuervo, una hiena; por arma blanca, florete o sable, por arma de fuego; por deglución de agua salada, quemadura de sarmientos, rocas desplomadas, trapecios de circo, ventanas de Praga; por apoplejía, caquexia, demencia; por estallido repentino del corazón…, si se hubiera podido contar el número, mucho mayor por consiguiente, de los pálpitos e impulsos sentimentales de todos y cada uno de los vivientes vividos: las envidias, las ansias, los desgarramientos, los miedos, las piedades…, si se hubiera efectuado el registro de las cópulas humanas y de los susurros amorosos en cavernas, alcobas, reservados, automóviles con asientos abatibles…, concluyendo que a lo largo del tiempo todo se había convertido en nada y tan sólo en nada, mientras volvía en mí a repetirse sin objetivo dentro de un relámpago de rápida luz…

Con este último pensamiento veo que llega en mi ayuda la fuerza y la bondad del solsticio, su gloria, la acidez de sus brisas marinas. Era cuando salía cantando tralalí tralalá, y me hormigueaban la nariz y las venas. ¿Dónde quedaban los abandonos, las oscuridades de ayer? De la noche a la mañana me descubría un hombre completamente distinto, y no había muros que pudieran mantenerme quieto. Un exorcismo había bastado para curarme, una palabrita que el sol me había susurrado al oído. Y, a la manera de una serpiente que se despereza en la cuarentena de su cuartel de invierno, consideraba angosto cualquier embudo de la madriguera para el volumen de mis espiras.

Si me contemplo en las fotos de entonces (cartulinas 6 X 9, de Kodaks baratas), muestro en la mirada una alarma jovial, en la que las dos índoles, las dos notas, silban conjuntamente, la melindrosa y la fácil, la quejumbrosa y la cantarina. Recuerdo que Iaccarino me dijo en cierta ocasión: «Un día uno de nosotros se enterará de la muerte del otro. Entonces este minuto que estamos viviendo juntos, y que juntos recordaremos mientras ambos vivamos, resultará partido en dos, borrado en un cincuenta por ciento. Más adelante la ola negra acabará por cubrir al que ha quedado. Y ya nadie sabrá que frente al quiosco Turco-Colosi, el 13 de julio del cincuenta y uno, a las trece treinta, encendimos dos Serraglio con la misma cerilla…».

Arrancaba de tan lejos para sacarme un cigarrillo, pero yo me sentí igualmente turbado, aprendí por primera vez a distinguir las memorias plurales de las de uno solo, y cómo morimos todos los días en la muerte de quien nos recuerda, y cómo matamos todos los días a los demás, olvidándoles.

Ha pasado tanto tiempo. Si ahora intento silbar, el siseo que nace de este agujero entre los dientes, allí donde me faltan dos incisivos, no significa nada. Ya no tengo amigos ni fábulas, sólo compongo cábalas y retahílas de palabras, bromas y disputas de palabras para engañar a la muerte. Te escribo a ti, desocupado lector[48], rostro áfono y ciego, niebla blanca delante de mi máquina portátil, pero en realidad no te amo, no quisiera que nadie me espiara mientras muevo cada vez más fatigosamente las piernas en mi baile de Sfessania[49]. Fricasso, Scaramucia, Frittellino[50], hermanos en Cristo… Yo soy el bufón con zancos de allá al fondo, que amenaza con caer, que dentro de un instante caerá.

Intentémoslo una vez más: huy, huy, tralalí… Una vez más todo acaba en un acceso de tos, el Papageno[51] que fui en vano hincha puerilmente las mejillas. Escribo, cómo no, pero no vivo. Escribo inicios de libros que no escribiré. Rumio comienzos de Hellzapoppin’[52], garabatos de desesperado: «Ignacio Sánchez salió a las cinco para ir a tomar el té», «La marquesa salió a las cinco para ir a la corrida», «A las cinco de la tarde la marquesa salió con Ignacio»… Escribo frígidos elogios a la mancha de tinta que me ensucia el pulgar derecho; escribo a Dios, no revelo por discreción qué; escribo al César: «Divino César, tu reciario te escribe. Ave, Caesar, scripturus te salutat»… Escribo a las nubes de Ammazzanuvole, al viento que se las llevó…

¡Pero si por lo menos me gustara escribir! Por el contrario, arrastro la pluma como una pata coja, surco el papel por amargo fármaco y penitencia. Este milagro de crear con unos pocos sonidos y signos una burbuja de inexistencias charlatanas no deja de aparecérseme como una acción equívoca, una culpa. Y aunque intente tomármelo a broma, a entretenimiento, para hacer correr con rapidez los minutos del futuro que me han sido concedidos; aunque en lugar de un recuerdo me descubra narrando un sueño o una patraña, el gusto que siempre me resta es el de tóxico. Como en aquel diálogo de Grock con el doctor: «Cúreme, doctor, soy desgraciado», «Vaya al circo a ver a Grock», «No puedo, Grock soy yo»…

Alas, poor Grock! ¡Ay, pobre Gesualdo! Tal vez sólo tendría que pronunciar nombre y número, negarme a abrir la boca, invocar la convención de Ginebra sobre los prisioneros de guerra…

Sin embargo, no. En el campo crece un gran nogal a pesar mío, y con sus barbas amenaza los muros de la casa vecina. Hace tiempo que lo rodeé de cemento, lo sumergí en una profunda y amplia camisa de fuerza, aislé el viejo tronco para controlarlo. Esta mañana una hinchazón del cemento, una grieta sospechosa, me ha dicho que la raíz no se ha rendido, no ha dejado de caminar…

¡Así que tralalí tralalá, sopla, Papageno!