XV

Conclusión del baile y cuadrilla fúnebre.

Cómo me habría gustado hablar un rato con Isolina. De vez en cuando vislumbraba una pizca de ella en la barahúnda de cuerpos y caras, un pedazo de vestido, una sonrisa confidente, un destello de carita interrogante, que inmediatamente me ocultaba la nuca de Licausi. Ocho en italiano, no son bromas. Y sabía que leía mucho. En la biblioteca del instituto había sorprendido muchas veces su firma sobre la mía, en el registro de préstamos, y ojeado sus elecciones, indecisas entre la poesía excelsa y la prosita recreativa. Ahora aparecía claro que tendía hacia esta última: la prueba, Saro Licausi. Individuo agradable, desde que se había decidido humanamente a arder, pero no lo bastante para encender en nadie aquella mezcla de temor, abandono y estupor que suele ser indicio de amor. Así que me impresionaba la aquiescencia de la jovencita a sus premuras, y era algo que me provocaba una especie de inquietud, una picada de avispa en el corazón, que me indicó que estaba celoso. Un celoso sin derechos, claro, y ni siquiera enamorado. Mejor dicho, un envidioso. Ya que aquella noche yo empuñaba mi juventud como una espada, la sentía mía, en la circulación de mi sangre, en el volumen de mis miembros, en el destello intermitente de mis pensamientos, pero no sabía qué hacer con ella, a quién ofrecerla, era una mercancía inservible, un hurto que quema en las manos. Sabía que aquella noche era la ocasión soberana del año, del verano, de mi vida, para poder recordar mañana, de viejo, que había sido joven y había estado vivo. Sabía que mañana, en cualquier caso, lo habría dicho y creído, pero que mentiría, no era cierto, no estaba vivo, y él en cambio, Licausi, lo estaba…

Estaba en medio de la pista, llevando todavía en la mano mi estandarte de cenizas, aquel pedazo de vela apagada: solo, mientras todos estaban aparejados. Me armé de valor. Licausi enmudeció cuando pedí un baile a Isolina. Enmudeció pero respiró aliviado cuando me vio hacer unos de mis habituales guiños de jugador, con lo que quería explicarle, pero era sincero sólo a medias, que la mía era una invitación leal, que no le estaba jugando una mala pasada, sino sólo documentándome acerca de la índole de la muchacha en vistas al inevitable próximo consultorio de amigos, en la mesa de Mariccia.

Así que comencé a bailar con Isolina Quizás, quizás, quizás[76].

Estaba tensa, no entendí por qué. La pinché:

—¡Buenas notas, sí, pero desconfío, con un tribunal tan galante!

Ella miraba de abajo arriba, bajita como era, y el gesto le dibujaba la flexión suave del cuello hasta cerca del alto relieve de la barbilla. Luego agachaba de repente la frente, me escuchaba sin mirar, y el movimiento, arriba y abajo, de la cabeza le hacía ondularse armoniosamente, como una barquita lacustre meciéndose junto a la orilla.

Yo creía tener prisionera entre los brazos una mariposilla de tela, más un traje que una doncella, aunque me bastaba con apretarle con fuerza la mano en la cadera para sentir debajo de la pantalla de la ropa una tibieza de flexible, cercanísima, inalcanzable carne.

Bailamos un poco en silencio. Yo observaba el color de sus mejillas, la negrura de los cabellos, las grandes e ingenuas pupilas azules. Y procuraba reforzar en mi interior todas las esclusas, antes de que cedieran a las superabundantes riadas del corazón… Ella estaba vigilante, defensiva, desconfiada, subiéndose de vez en cuando el tirante derecho, que tendía a resbalar. Finalmente:

—Así que yo sería un lago… —preguntó sin mirar. Y luego, con sus estudios frescos—: ¿Como el Iseo o como el lago de Garda? —Añadiendo inmediatamente—: Y Venera, ¿qué lago es?

—¿Ésa? Ésa es un mar —me escabullí con falsa desenvoltura, sin dejar, no obstante, de ordeñar la benévola metáfora por si podía sacarle algún jugo.

No tuve éxito; al final, por desesperación:

—En tus aguas, sin embargo, no faltan pescadores —exclamé, señalando a Licausi, que desde el borde de la pista nos seguía con ojos salvajes. Isolina sonrió avaramente, puso mala cara. Le pregunté dónde y qué estudiaría. Letras en Catana. Me lo imaginaba. Qué lástima no haberla tenido en mi curso. Asintió, también a ella le habría gustado, decían que era bueno explicando los poetas. ¿Leopardi? Su preferido, hasta físicamente le encontraba guapo, en el retrato de la antología de Pedrina. Más guapo que Foscolo, aquel bandido, aquel casanova.

Tenía una voz culpable, con sordas inflexiones carnales que contradecían el pudor de los ojos, el sigilo inocente de los miembros en el cofrecito del traje estilo globo. Estaba claro que si no hubiera sentido escrúpulos de hacerle una cochinada a Licausi…

—Tengo que confesar una cosa —dijo de repente. Luego, asustada, rectificó—: ¡No, no!

Y como yo insistía:

—Nada, nada, un chisme —concluyó, y llevó la conversación a la canción que estaba cantando un falso español. Presté atención, la música insistía con gentileza, dominaba el piafar de los pies sobre el suelo de baldosines. Yo tenía los labios en sus cabellos, una ternura me instigaba hacia ella, el arbolito de su cuerpo oscilaba entre mis manos.

Siempre que te pregunto

qué, cuándo, cómo y dónde,

tú siempre me respondes

quizás, quizás, quizás…[77]

Quizás amo un poco a esta Isolina. Quién sabe si me ama un poco. Quién sabe qué quiere decir amor. Ya nos tiene aquí a los dos, preguntándonoslo sin respuesta, viejojoven con jovencita, ambos corriendo hacia una misma EQUIS, pero desemparejados como dos paralelas. Quién sabe si dos paralelas pueden amarse. Enamorado de carrera, yo, pero especialista en amores equivocados, cada palabra, gesto o sentimiento se me convierte en parodia de palabra, de gesto, de sentimiento; ella, dentro de sus insondables dieciocho años, los labios de sus ojos me dicen inútilmente que sí… ¡Ojala tuviera la vocación, es un don, del envenenador de fuentes! ¡Cómo me gustaría convencerla de este vicio de desearse, con qué comodidad la despojaría de su traje, qué sílabas inventaría para apasionarle la mente!

Oh, muelles arsenales de la belleza, fáciles escudos de chiffon que atrevido lacera un dedo, babuchas color granate, batas color castaño; manos, mejillas, clementes brazos; cascos de cabelleras negras sobre frentes de tibio mármol… ¿Cómo puedes, profesor, no dejarte enternecer? ¿Sabes, acaso, de un remedio mejor para distraerte de la piedra que nos tritura? Una rueda de molino es la vida: unas veces tardía, otras precipitada… Y tritura a su capricho destino y azar, y alteraciones y paces de la sangre y de la naturaleza, batiburrillos de muerte y exuberancia; árboles, aguas, meteoros… y hombres. Culpables todos, todos desde el primero al último, en espera de ejecución. Hasta que no puede nadie, ni pequeños indios ni grandes. Y ni siquiera tú, profesor, que tanto piafas. Como si no supieras que los suicidas sólo son unos impacientes…

Estás perdiendo el tiempo

pensando, pensando,

por lo que más tú quieras

hasta cuándo, hasta cuándo…[78]

¿Hasta cuándo, Isolina? ¿Quousque tandem, Cecilia, Venera? Mujeres, mujeres, eternos dioses, ¿hasta cuándo?

Me enteré tarde, Venera, de tu santo, el 25 de julio, en Acireale, por la santa que lleva tu nombre. De haberlo sabido a tiempo, habría ido a pedirle una gracia. Dicen que pasean un enorme palanquín de plata, cincelada y esculpida, con tu simulacro encima, que acoge a los fieles… Oh, Santa Venera, ¡concédeme la gracia!

Maria Venera, uf, no sabía de mis pensamientos más de lo que los adivinara Isolina. Hablaba con Michel, ininterrumpidamente, tuve únicamente el consuelo de descubrir que el borde del vestido, donde limitaba con la blancura de la piel bajo la axila, se le había perlado de humedad, Santa Venera sudaba, tal vez no olía únicamente a almizcle y pachulí…

Ella, a cuatro metros de mí, vio que estaba con Isolina, aprobó con la barbilla, como si quisiera concederme la limosna y el desprecio de un permiso provisional. Esto me llevó a convencerme más aún de que yo no le importaba en absoluto, e intenté esquivar aquel inútil diálogo de ojos. Me movía entre las parejas, torpemente, como de costumbre, pero sin tropiezos de relieve, un ángel invisible guiaba mis pasos. Y callaba, perdido en ulteriores lamentaciones sobre la existencia, sobre mí, sobre cómo y desde dónde me había introducido entre los hombres, un alógeno en la tierra, un alóglota. Nada que ver con el pirata al asalto del galeón del rey que sería la vida. Un pobre Uscocco[79], por el contrario, un bucanero sin contrato, reducido a cabotajes de fortuna a lo largo de islas sin tesoros. Isolina, ella sí que es una isla, nomina numina, un islote del tesoro. Pero me correspondería, de querer poner el pie en ella, no sólo usurpar la bandera que la corona, sino despojarme al mismo tiempo de mi doctrina del dolor, rehacerme instantáneo y desnudo, un muchacho. Y tal vez lo conseguiría, si me atreviera, si la fantasía me asistiera… Sólo que ahora agosto estaba en su apogeo, un trueno ha retumbado un poco antes allá arriba, lo han oído todos. Es el gong, cómo dudarlo, que anuncia el final de las vacaciones. Y no sólo de ellas, no sólo de ellas…

Devolví Isolina a Licausi. Los dedos que me tendió por despedida eran áridos, entre sus labios no se habría deslizado ni un alfiler. No supe interpretar la mirada que me arrojó, mientras volvía a revolotear con él. Expresaba al mismo tiempo una desolación y un alivio, contenía una altiva demanda de ayuda, una suave protesta, un insulto…

Me quedé solo de nuevo, contra un arbusto. Pensaba y fumaba, veía bailar a los demás. Hasta que don Alvise me golpeó con el puño en los riñones. Tenía una necesidad y no sabía dónde estaba el retrete.

Comment pissez-vous? —dijo en francés al regresar—. Moi, je pisse très mal.

A las cuatro en punto comenzó la cuadrilla. Era, por parte de los jóvenes, una tierna e irónica concesión a los viejos, un recurso para amansar la marea de los años. No sabían ellos que también las sambas y los mambos de su tiempo se convertirían al cabo de poco en bailes de viejos. Así que, concienzudas y sonrientes, las parejas se pusieron al paso. La cuadrilla es una variedad del baile de figuras, una especie de contradanza, que necesita un director: las órdenes se dan en francés, la tropa obedece, la orquesta sopla con pasión en los instrumentos.

No tardó en quedar claro que el perito mercantil Ficicchia no estaba a la altura, su francés era hipotético («oblàs», «turdumè»)[80], sus bromas de traducción al dialecto no entusiasmaron.

Senza fari parapigghia / l’unu lassa e l’autru pigghia[81].

O bien:

Se’a vostra fimmina è siddiata / facitici fari’na caminata[82]

No, nadie sonrió, ni los hijos ni los padres, y el pandemónium que se pretendía conjurar se produjo. Tan grande, que a mí, por sugestión profesional, me hizo pensar en Niccolò Machiavelli en el campo de maniobras de Giovanni dei Medici. Licausi se me acercó, después de haber devuelto finalmente la muchacha a la mesa de la familia, y ansiosamente me interrogaba. ¿Qué me parecía, la creía esposable?

—Mañana —le eludí—. En casa de Mariccia.

Y escapé, en la confusión, con la excusa de que debía cuidar de don Alvise. Pero quién aguantaba al viejo… Desde los primeros compases de los predilectos Lanceros, se había puesto de pie, sacudiéndose de encima el sopor que en la última hora le había devuelto infante a la cuna de su silla. Estaba de pie y bebía el aire con narices codiciosas y belicosas. No conseguí retenerle cuando en los labios del contable una orden más estúpida que las demás embrolló inextricablemente en la pista a los bailarines. Alvise irrumpió entonces sobre el culpable, le alejó, proclamándose a sí mismo, y más teniendo el bastón, «bastonero» de la velada, y con sólo dos movimientos redujo bajo los santos signos a los vagabundos. Había subido a una modesta peana, desde la cual, como encima de un trono, retronaba:

Tournoyez… Balancez… Changez les dames

Caballeros y damas regresaron entonces velozmente al juego, peones veloces y felices, enamorados de las geometrías que iban creando, como si pudieran verlas desde fuera y saborear su gracia fugitiva. Cada movimiento perecía y se renovaba, se engarzaba en el sucesivo o nacía del anterior, era libre y esclavo, semejante en sus relanzamientos al innumerable relanzar del mar.

Chacun à sa place

Don Alvise venció con su voz al rumor de la música y del ejército de zapatos sobre el suelo.

Dansez. —Las parejas bailaron.

Tournoyez. —Las parejas se desenlazaron, giraron sobre sí mismas y en torno a la pista.

Balancez. —Se columpiaron, ondearon.

Grande scène. —Se abrazaron, se soltaron, deslizando cada uno de ellos sus manos a lo largo del cuerpo del otro.

En avant, en arrière. —Divididos en dos hileras machos y hembras simularon el eterno vaivén amoroso.

Changez les dames

Ante tal orden, cada caballero abandonó a su dama y con tierno movimiento abrazó a la siguiente. Pero don Alvise aprovechó ese instante para secuestrar de pasada la primera que tuvo a su alcance y la sustrajo al legítimo galán, se zambulló en la liza él mismo. Sólo aguantó unos momentos, dio inmediatamente la orden de la Promenade que le concedería respiro y se paró jadeante en el centro de la pista. Maria Venera, que pasaba a su lado, le animó con una sonrisa. Llevaba en la cabeza la diadema de flores de la reciente elección. Aunque princesa hubiera sido nombrada por burla otra, una fea, a Venera le había sido otorgado el premio floral, que era el más codiciado, y llevaba con modestia sobre las oscuras crines una abundancia olorosa.

Pero don Alvise no se aplacaba. Alzó una vez más los brazos al cielo y parecieron dos alas de espantapájaros; luego hizo una seña a la orquesta, que insinuaba que quería terminar, y el baile volvió a emprezar. Se enlazaron pasos tras pasos, figuras sobre figuras, hasta tramar un laberinto móvil sobre el terreno, con la satisfacción de todos, mientras tanto, una sonrisa de caras acaloradas y buenas, sí, una bondad, un perdón de todos a todos, una amistad, una fiel piedad…

Balancez, balancez, balancez

La voz de don Alvise pareció quedar en suspensión, como una nota en un disco rayado. El rostro cerúleo se le había puesto de color tierra, y luego lo invadió un oscuro púrpura. Los bailarines no se dieron cuenta, ni cuando la orquesta paró de golpe, sino que siguieron dando pasos mecánicamente, mientras veían al viejo remar con los brazos, buscando el aire vacío delante de sí, como si quisiera agarrarse a una dama inexistente, y desplomarse con el estruendo de un árbol enorme.