V
Sigue un dúo con Venera. El embajador que aporta pena. Indiscreciones sobre la casa Trubia. De Venera, todavía: «partenìa, partenìa»[32]
Solo con Maria Venera. Con una mesita en medio, en la que se posan libros, un cuaderno blanco, un tintero de tinta verde. Una mesita: una lejanía. Semejante a la que los duelistas suelen contar paso a paso antes de volverse. Aunque nuestros comportamientos no sean de guerra sino de etiqueta, nadie será el primero en disparar.
Yo me siento la voz extraña, como siempre con una mujer. Ella parece de miel, e hipócrita, un anfitrión poco de fiar, o desconfiado.
—¿Un licor, un licor de nueces? Lo hacemos en casa.
Ni hablar, con estos colores que me vienen y se me van, subiendo y bajando de las mejillas. Más aún, no sé si tratarla de usted o de tú. Se decidió por el tú.
Solo con Maria Venera: mi novísima alumna, grave, ingenua. Y trataba, como es debido, de programas, de los textos que tenía, de los que no tenía… Dadas las prisas, ¿no bastaría con un Bignami?[33] En cuanto al clásico de griego… y patatí y patatá.
—En octubre, puedo sacarlo —terminó en un respiro, casi como si confiara a mi oído una confesión de culpa o la consigna de una conjuración.
Bueno, no lo entiendo. ¿Ésta es la revoltosa que poco antes se entregaba del brazo del bailarín al pasodoble[34] decisivo de su vida? ¿Y por qué, diga lo que diga, lo recubre con una untuosidad de caricia insidiosa? Me provoca desconcierto, sigo llevando en la memoria, en carne viva como una uña, el espectáculo de la pareja sorprendida en la posada, no me resulta creíble un arrepentimiento tan veloz. Galfo es calumniado, había afirmado Iaccarino. Un poco afeminado, tal vez, ¡pero cuántos los hay que después hacen hijos como conejos! Por otra parte, en los pueblos de acá cualquier caballerete que no ostente una virilidad mayúscula queda expuesto a sospechas de ese tipo, que casi siempre la vida se encargará de desmentir. Pero ella, ella, que al fin y al cabo le ha elegido, cómo es que ahora parece haber dejado de pensar en él y charla acerca de programas y preguntas con modales pacíficos, con cara tranquila, sin un temblor ni un remordimiento…
Me sentía tan torturado por estas espinas que no supe contenerme de acuciarla:
—¿Y qué, no tienes nada que decirme?
Callaba con la mirada gacha, jugaba a quitarse y ponerse un anillo del dedo.
—Yo puedo ayudarte. Te quiero mucho.
Lo dije a trompicones, tropezando con las consonantes, intentando hacer colar la declaración de amor como un inocuo impulso fraternal. Pero ella me asombró, alineó tres cosas sin solución de continuidad: se echó a llorar, lágrimas que eran gruesos granos de pedrisco; luego me embistió con la cabeza gacha, a ciegas, como quien quiere matarse, buscándome con los labios abiertos los labios; finalmente, después de un contacto de las lenguas húmedo y fugaz, me rehuyó, me cerró los labios con una mano, mientras con la otra se abofeteaba salvajemente la mejilla derecha.
—¡Desgraciada de mí, desgraciada! —gemía, y mientras tanto se acercaba de nuevo, me perfumaba con su cuerpo, doblándose hacia atrás, sin embargo, resistiéndoseme, apenas intentaba secundar su impulso, y al mismo tiempo, entre sucesivas lágrimas, sonriéndome.
Aquel llanto, aquel abandono frenado (pero no hasta el punto de que el freno pudiera semejar repulsa) acabaron por trastornarme. ¿Es posible que fuera una astucia para desarmarme y asociarme a sus intenciones? ¿O no era más bien intrínseco a su naturaleza gatuna impregnar cualquier gesto de los miembros y del corazón con semejante maquillaje de inocente lascivia? Ésta era la duda que me trituraba por dentro y era como si ella me la oyera gritar.
—Mañana te lo explicaré todo —dijo, y se recompuso, obligándome a recuperar mi papel de preceptor. Y más teniendo en cuenta que en la puerta de enfrente había visto girar lentamente un pomo…
—Manzoni —declamé subrepticiamente— en la Carta a Monsieur Chauvet… —Y he aquí que Alvise entró en la habitación, a tiempo de que las sílabas de aquel nombre extranjero le encendieran un líquido resplandor detrás de los párpados, resucitándole inmediatamente, como en un espejo oval de hechicera, recuerdos de aguas y termas lejanas, parasoles, jardines, veletas, aigrettes, promesas de amor inmortal intercambiadas detrás de un abanico…
—¿Chové, has dicho? Yo en el veintiuno, no, en el veintidós…
Cuando aclaré que debía de tratarse de una simple homonimia, me miró con un minúsculo enfado, cortando a medias el relato iniciado. Así que no supe entonces, y tal vez no habría llegado a saber nunca, quién era y qué había tenido que ver con él, en junio del veintiuno o del veintidós, tomando conjuntamente las aguas en Vichy, la señorita Marie-Edvige Chauvet…
Al irme, Venera me acompañó hasta la puerta.
—Lleva la dirección —me susurró, deslizándome en el bolsillo un sobre lacrado, sin darme tiempo a preguntar qué tipo de misión quería confiarme. El duelo duró poquísimo, entre el timbre de alarma que comenzó a sonarme dentro de un oído y el repiqueteo de aleluya que me triunfaba en el otro. Bastó la presión, en el momento de saludar, de su mano contra la mía, y el aleluya me invadió, me acompañó glorioso mientras bajaba casi corriendo de San Giovanni a Módica Baja, descendiendo la vieja serpiente de escaleras.
Apenas me hallé en el Salón, iluminado como de día por una doble hilera de faroles encendidos, y comenzó a ceder la exaltación, la dirección que descifré en el paquete fue un golpe en el corazón: esperaba a Liborio Galfo y encontré a Rosario Trubia. ¡Nada menos que Trubia, el primo de Maria Venera, el mujeriego Sasà Trubia! Entonces el regalo comenzó a quemarme entre los dedos. No devolvía, ay, ay, como yo había esperado, las cartas de la raptada al raptor, sino que…, sino que ¿qué? De no haber sido el caballero que era, habría corrido a explorar artificiosamente el sobre, como en una cata de sandía, exploración de minero, biopsia de tumor sospechoso… Por el contrario, seguí torturándome, sin decidirme a forzarla ni a echarla al correo.
—Con el abuelo Alvise, silencio —me había recomendado en el umbral, estrechándome con fuerza la mano. Razón de más para sospechar que a la reclusa debía de urgirle mucho este comercio postal, ya que no se atrevía a recurrir al mozo Zichitiniellu, sino únicamente a un bobo adulto, a un vasallo de ella enamorado. Si pensaba luego que en Sicilia el primer amor inolvidable de cualquier prima es el primo… Basta, todo llevaba a creer que mis rivales eran dos, y el segundo muchísimo más amenazador que el primero.
Conocía bien a Sasà Trubia. Era uno de los muchos primos de Venera, todos varones, todos apellidados Trubia, hijos de las tías Severa y Prudenzia, que cada verano hospedaban a la muchacha en sus vacaciones. Feas y ricas, se habían casado el mismo día, que luego había resultado ser el del armisticio, con dos ricos y emboscados hermanos Trubia, dejando que la hermana pequeña, Grazia, persiguiera enamoradamente a un legionario de Fiume. Éste, antes de morir, había colaborado fogosamente en el nacimiento de Maria Venera y con fogosidad aún mayor se había dedicado a dilapidarle cualquier dote presente o futura, en colaboración con don Alvise. Quedaban en Módica su suegro y yerno, y yo llegué a tiempo, pasados los años, de recoger sus últimos resplandores, una leyenda de calaveradas transalpinas, fugas sin equipaje, repatriaciones obligadas, siguiendo un ritmo más o menos estacional, medido en cada ocasión por la imagen abandonada de doña Grazia en un banquillo, en la sala de espera de un usurero o de un juez cagasentencias. Así se habían ido las propiedades, así se había ido también ella, Grazia, una dulce garçonne de pelo corto, que me miraba desde un pobre marco en la mesa de Maria Venera.
Severa y Prudenzia habían tenido otra suerte: muchos hijos, salud, bienestar. Los dos maridos Trubia habían estado largo tiempo, como industriosas hormigas, en negocios del cemento; habían construido carreteras, escuelas, casas rurales. No sin la ayuda del Fascio, del que se profesaban protectores, y de otras más ocultas eminencias, allá en Roma, donde peregrinaban cada primero de año, llevando en el bolsillo la «garrafa de aceite», como la llamaban, o sea, una hinchada cartera de fuelles, excelente para lubricar cualquier rueda lubricable. Muerto ahora uno de los dos hermanos, y atontado el otro, la viuda y la semiviuda, pese a sus prudentes y severos bautismos, habían comenzado a especular de mala manera, a despilfarrar como insensatas. Tanto que cada verano establecían su corte en la Sorda con la esperanza, se decía, de casar lo mejor posible a sus hijitos solteros, que a decir verdad no mostraban la menor prisa sino que más bien colaboraban en malbaratar las últimas posesiones de la familia. Sasà era el menos guapo de los cuatro primos pero el más rapaz, con aquella barba dura y negra sobre el hueso de la mandíbula, la nariz altiva, encaramada, los ojos como fieras heráldicas. Tenía además un toque de excentricidad, que le venía de vestir de pintor, y de encaramarse con frecuencia en una vespa por las callejas de Ammazzanuvole, con una boina de terciopelo y una corbata Lavallière, ofreciendo al estupor mugiente de los rebaños salidos a pasear el espectáculo de un caballete sobre los hombros y de una caja de pinturas en el portaequipajes, que era todo un arco iris. Puesta en escena, probablemente, ya que nadie había visto nunca una tela acabada, y en cambio se sospechaba de encuentros con la hija de un joyero que tenía una villa por aquellos lugares…
Ahora bien, yo simpatizaba con el jovencito: por estar ambos chiflados por la música negra y prestarnos discos cada día e intercambiar entusiasmos. Así que no me encajaba encontrármelo delante con aspecto de huidizo adversario, difícilmente visible detrás de la pantalla de Galfo; y con la perspectiva de hacerle yo mismo de Mercurio galante. El paquete entre los dedos se me hizo de plomo, no me cansaba de palparlo, de olerlo, preguntándome qué etéreas aureolas, como les sucede con frecuencia a los objetos, lo impregnaban de inquietud y de pasión, y si me era posible interpretarlas. Inútil decir que el temor era que contuviera prendas de amor, nuevas colusiones a espaldas de Alvise y mías por parte de la prisionera (ésa era Maria Venera, ahora que estaba encerrada en casa con siete llaves, esperando a que se amortiguara el escándalo). Me sentía excluido, humillado porque ella, para comunicar no sé qué a un probable galán, no tuviera escrúpulos en utilizarme, sin prestar atención a mis sentimientos, con indiferente insolencia. Y finalmente, en tal caso, ¿qué diablos significaba la fuga con Galfo? Un rencor —el mismo que me suscita cualquier misterio— vino a punzarme el corazón. Y a la voz que en mí decía día y noche: «Venera, te amo», se superpuso otra: «¡Venera, vete al convento!»[35]
En tal embarazo no me ayudó Licausi, al que encontré tonteando frente a la farmacia del matrimonio Fratantonio, con un ojo vuelto, para disimular, a los carteles del cine y el otro, más atento, buscando si, entre una y otra pócima expuesta en el escaparate, se vislumbraba en el interior el bello rostro de su hijita Isolina. No soportando entrar en competición con sus contemplaciones, preferí airear mi discordia, hasta que resolví depositar, con gesto de ladrón, el sobre en el buzón de la esquina del ayuntamiento.
Pero cuando, de vuelta en casa y escapando a las premuras de doña Amelia, cerré la puerta a mis espaldas, he aquí que, desde la habitual pizarra de papel pegada al muro, me saludó irónicamente a gritos mi más reciente canto en loor de Venera. A MARIA VENERA, cantaba el título escrito en la parte superior, con grandes caracteres de imprenta. Y yo, por un impulsivo acto de fe, allí donde la superficie de la hoja conservaba aún un espacio blanco, añadí un A MARIA VIRGEN, no menos mayúsculo, y paralelo, como cuando en el notario dos campesinos alinean las propias firmas, una debajo de la otra, al pie de un compromiso de honor.
Inmediatamente después me arrastró el sueño.
Veinticuatro horas más tarde tuve que revocar de un plumazo aquel voto de confianza, después de la segunda charla con la muchacha, frente a una antología de los primeros siglos, que, a modo de buen augurio de seducción, había abierto por la página de Cielo d’Alcamo[36].
—Espero un niño —inició despiadada. Luego, de un tirón—: No es de Galfo, es de otro. Que no me quiere, que no lo sabe, al que yo ya no quiero. Si él lo supiera, se casaría conmigo, pero yo no.
—Dios mío —balbuceé, respetando las mejores tradiciones de las novelas que leía Mariccia—. Y en un santiamén pensé en cuánto se habría emocionado la linda Amapola, si hubiera podido escuchar ocultamente detrás de la cortina de brocado raído. Balbuceé, pero sentía que mi disgusto se mezclaba con una curiosa satisfacción. No sólo porque una certeza me parecía mejor que mil dudas, sino por tener yo mismo un papel, aunque fuera de mero comparsa, en la trama de una tan exuberante comedia. Hasta tal punto —lo digo ahora con la sensatez del viejo— sentía entonces mucho mayor necesidad de un teatro de amor que de una sustancia de amor…
—¿Qué dice Galfo? —pregunté, aceptando con disciplina el oficio de confidente.
—Galfo lo sabe todo, es el único en saberlo, e inmediatamente me propuso que nos escapáramos juntos y nos casáramos.
Una brasa delicada le había coloreado las mejillas.
—Asumía contento esta paternidad que no le concierne. Por bondad hacia mí, sobre todo; pero también, supongo, por una revancha y un mentís a ciertas cosas que dicen a sus espaldas…
—¿Verdaderas?
La pregunta se me escapó, banal, y me avergoncé de ella al instante. Pero ella se encogió de hombros.
—Da igual si son verdaderas, es incluso mejor.
Luego, vuelta a su cara la placidez y la blancura, con una pizca de soberbia que introducía decisión en su voz:
—Galfo es un buen hombre, y yo le quiero mucho. Además, me hacía falta un padre para este de aquí —y se golpeó el vientre con un puño— y un marido para mí, para pasearnos juntos cogidos del brazo al salir de misa, debajo del balcón del otro…
Se ocultó la boca con el dorso de la mano, pero ahora la palabra ya había salido, no hacía falta más para entender de qué balcón podía tratarse, frente a la iglesia sólo estaba el de sus parientes Trubia.
De todos modos, esa pantomima de reticencia me hizo sonreír: como si las señas del paquete no hubieran sido ya un testimonio evidente… Y al fin y al cabo, si ella me exhibía el evento, ¿por qué tantos silencios respecto al responsable? Pero Maria Venera estaba hecha de ese modo, lo entendería enseguida tratándola de cerca: una mezcla de impudores y pudores, mentiras superfluas y confesiones impulsivas, cálculos regulados con el tictac de una bomba de relojería e imprudencias irreflexivas de la palabra y del gesto. Una babel de muchacha, en la que cien lenguas se atropellaban a un tiempo, y una procedía de los sentidos, que eran irrefrenables, otra de la inteligencia, ávida y ardiente, otra de la vanidad, otra del orgullo, otra del miedo…
Ahora sé, es un rumor que corre por aquí, que en el lugar donde vive, lejos, muy lejos de aquí[37], se ha entregado a las prácticas piadosas, y si escucha alguna voz es la del cielo. Pero, entonces, ¡cuán dulcemente pertenecía al diablo, con cuántos lazos de zorruna y colombina malicia estaba atada!
A absolver, en cualquier caso. A absolver, fuera lo que fuese lo que dijera o hiciese. Por aquel regalo de belleza desorbitada que esparcía sobre el mundo; y por su corazón desarmado, por su manera de asomarse, voluntariosa y enamorada, a la luz. Como yo, como todo el mundo. ¡A quién no absolvería en la tierra, a qué Judas o Caín, si somos todos tan miserables, inermes, enamorados de nosotros mismos bajo la luz, tan colgados y próximos a caer (dentro de un año, dentro de un minuto…) de nuestra cornisa de luz a la oscuridad! ¡A decir verdad, morir, tener que morir, redime de cualquier culpa, y no hay nadie entre los vivos, ni siquiera el más inocente, al que a la postre se le condone la pena capital!
Así que absolví a Maria Venera; incluso le ofrecí un cebo.
—Si quieres, todavía puedes casarte con Galfo.
Me miró desconsoladamente.
—Ya no puedo, ya no quiero. Ya me había arrepentido al cabo de media hora de coche, sólo continué la fuga por lealtad. Ahora quiero liberarme de este hijo y de todos. Al otro le he despedido escribiéndole. A Liborio se lo dirás tú.
Asumió un aire tan belicoso que no me sentí con ánimos de rechistar. Aunque me habría gustado decirle que no la creía, que todavía seguía loca por Trubia.
Pero ella ya proseguía:
—Liberarme. Matar esta semilla que me ha metido dentro. Será como matar al padre.
—¡Qué dices! —protesté blandamente—. Y, aparte de todo, ¿cómo lo harás?
—Para pagarme los gastos tengo las alhajas antiguas de mamá. Para el resto, tu ayuda, tú eres un corazón noble. Conozco a una mujer que hace estas cosas. Basta con ir a Catania, a una dirección que yo sé…
Bajó los ojos sobre el texto que teníamos delante: Esto fatto far pòtesi innanti scalfi un uovo[38], leyó por casualidad, y soltó una carcajada tan vehemente como para asustar a Alvise, allá a lo lejos, en su pequeño estudio, entregado, supongo, a la tarea de hojear sus álbumes Paris s’amuse, Ludovic Baschet, éditeur.
Llamó, se asomó.
—¿Qué pasa?
—Nada —contesté—. Sólo que uno de estos días tengo que llegarme a Catania, y Venera, después de tanta clausura, querría venirse conmigo a mirar escaparates. ¿Podemos?