IX

Epifanía de Cecilia. Mariccia barbera. Diversas propuestas de matrimonio a un soltero.

Eran los ocho de la tarde, una tarde de finales de junio, cuando apareció por primera vez en el Corso la bellísima Cecilia. Nadie se apercibió, todos estaban con la barbilla hacia arriba contemplando al funámbulo en bicicleta que pedaleaba a lo largo de un hilo entre dos edificios lejanos. Yo mismo, que volvía de dar una clase a Venera (con Alvise, quién sabe por qué, serísimo, haciendo de vigía), me había enamorado al instante de un espectáculo tan nuevo. En el que, más que temer el resultado de una caída —además había red—, me alentaba el presentimiento de una asunción, de una fuga hacia las alturas, milagrosa, total. Así que bajaba gustosamente los ojos, confiando, para cuando volviera a levantarlos, en ver temblar en el cielo solamente un hilo desierto, ya sin ciclista ni velocípedo: desaparecidos ambos, engullidos para siempre por una repentina grieta de las alturas.

Así fue, en una de dichas pausas del entusiasmo, mientras me dedicaba a contemplarme prudentemente los zapatos, cuando sorprendí junto a los míos de pobre piel otros dos, femeninos, de chagrin blanco, que parecían dos diminutas y amorosas palomas. A partir de ahí, subiendo lentamente los ojos, los hermosos tobillos recubiertos de etérea seda, y una falda de satin negro, y una blusa de organza blanca, y una mano desnuda a lo largo de un costado, y de repente, a un tiempo, el prominente seno y la dulce garganta y el altivo perfil, defendido detrás, y sostenido, por un redondo moño corvino: Cecilia.

Me sorprendió al instante la mezcla de soberbia y dulzura, con una pizca, en tanta abundancia de carnes, de espontánea melancolía, esa melancolía, quiero decir, que no se genera de malos recuerdos, libros, enfermedades nerviosas, sino que circula por vicio de origen como una perezosa vena negra dentro de los rojos circuitos de la sangre. Cecilia. Y cuando se le cayó el fular y ambos nos agachamos a recogerlo y le rocé un poquito los dedos, entendí que ya era irremediable, durante una semana la amaría con amor eterno, ¡durante por lo menos quince días la amaría toda la vida!

Debo decir que no tardé en llamarla Cecilia dentro de mí, y no sin motivo. Desde hacía tiempo era sabido en la ciudad que en la Sorda, en la villa custodiada por perros mastines, don Nitto albergaba a la habitual forastera semestral. Hermosa, decía el cartero, que era el único en haberla vislumbrado, como una vedette de Valdemaro[61], el colmo, en suma. Y tenía nombre, el cartero sabía leer, Marconi, Cecilia Marconi. Y ahora estaba aquí, sólo podía ser ella, y si me llevaba a la nariz la mano que había tocado la suya, olía como la mano de un peluquero. La multitud no tardó en separarnos, pero ¿qué importaba ahora? En mi ancho corazón había entrado y se había sentado (había sitio junto a Maria Venera, había sitio para otras cien) una reina de zapatos blancos, llegada con el último tren de Saba, que se llamaba Cecilia Marconi.

Se lo conté a Mariccia, la mañana siguiente, antes del almuerzo, mientras me afeitaba en el cuartito de los trastos. No era la primera vez, Mariccia tiene la mano suave y a sus espaldas una práctica profesional, desde la época de su vida en la colonia, cuando a los peludos sargentos de permiso-premio de Forte Capuzzo su Albergue del Pasajero prometía servicio completo y unas vacaciones dignas de ser recordadas. Yo me confiaba a ella muchas veces, con el permiso de don Cesare, también por el placer de discutir con ella, mientras me enjabonaba, acerca de sus antiguas ciáticas y mis jóvenes amores. Esta vez, sin embargo, la noté hostil, indignada por mis dispendios de corazón, como un tacaño por un gasto superfluo aunque realizado por otro. No le gustaba que me hubiera pegado a un segundo gancho, ya le había tomado cariño a Maria Venera, y a mis consecuentes lamentaciones de enamorado infeliz. Así que le parecía un doble perjurio que por una parte, con la muchacha, me hubiera decidido a la acción después de tantos meses de locuaz inercia; y, por otra, meditara incluso suplantarla con una llama nueva. Me vio, en ese momento, bajo una claridad tal, inopinada y nefanda, de libertino, que la navaja le tembló en las manos. Luego, se tratara de remordimiento, o de impulso de su naturaleza, que era de sensitiva tosquedad, no resistió el deseo de contarme su opinión, que ya le pesaba en el estómago, sobre los fugitivos. Hay cosas, susurró, en las que conviene comportarse con discreción incluso con las personas más queridas, pero, en fin, el bailarín no era un tarado como se decía.

—Y si lo sé, ¡es que lo sé! —afirmó con malicia, sumando velocísimamente un monosílabo al otro.

Por otra parte, prosiguió, debajo de aquella fuga de Venera, tan extravagante, tan sorprendente, había algo gordo, tal vez era únicamente, como golpes de banda del billar, una jugada con segunda intención, una respuesta infantil a alguien. A menos que…

Se cerró, no abrió la boca, ni yo con la mía, llena de espuma de jabón, pude arrancarle la continuación de la hipótesis.

Más adelante, seco, con el esparadrapo, oliendo a una terrible lavanda, cliente único y prematuro de las doce y cuarto, me sentaba pensativamente a la mesa del restaurante, mientras ella iba y venía con las manos llenas de platos.

Sopa de habas, puré de verduras… Yo comía, ella iba y venía con las pitanzas sin dejar de murmurar ya no de Venera sino de mí, ¿cómo era tan inconstante, qué esperaba para casarme?

Mula tinta, muggheri tinta / tintu cu nun l’ha né bona né tinta[62] —exclamó sibilinamente, pero no demasiado, ya que sin solución de continuidad refirió las maledicencias que comenzaban a circular en la ciudad sobre mí, que pensaba demasiado en las mujeres, pensaba en ellas en voz alta, todos me oían. Mientras que si me colocara de una vez por todas… Y comenzó a enumerar las propiedades de don Cesare, casas en Ispica y terrenos ocultos, con una hija única, tal vez no guapa, pero muy inteligente, que estudiaba, ¿estudiaba tal vez conmigo? Y, ante mi negativa, sentenció: «Pues peor para los dos…», y se largó, cojeando por la artritis, a la cocina. No esperé a que regresara a desgranarme otros proverbios, más o menos inventados, Mariccia se inventaba siempre los proverbios, les hacía decir a veinticuatro horas de distancia dos cosas contrarias, y yo mismo hasta hacía pocos días me había tragado algunos («Sulità santità»)[63] que inducían, más que a bodas, a un celibato perpetuo. Entonces aproveché que había desaparecido en la cocina y me deslicé, sin preocuparme más, por las tiras de la mosquitera, dejando a mis espaldas, sin mondar en el platito, el solitario melocotón que me habían servido de fruta.

Los amigos no fueron más comprensivos. El propio Iaccarino, del cual esperaba congratulaciones por mi cambio de marcha, él, que era tan contrario a Maria Venera, se irritó viendo abundar y desdoblarse mi trasvase de amor; con perjuicio de cualquier participación mía futura en los juegos y en los paseos comunes. Hasta el punto de que, sintiéndose abandonado por ambos, por Licausi y por mí, comenzó a perorar (precisamente él) en favor del partido de la fidelidad.

—Odio las bigamias —dijo—. Especialmente cuando son platónicas y por completo mentales.

No me enfadé. Bígamo, y ¿por qué no? Venera, en efecto, después de un eclipse de un día, había retornado a mi fantasía y estaba acampada en ella, aunque ahora la viese cada tarde, con sólo una gramática entre nosotros dos, erizada de aoristos y duales, y ya no necesitara espiar sus noticias, de noche, bajo el balcón de su Bizet. Estaba siempre en mi pensamiento, Maria Venera, y no cesaba de intrigarme el dulcísimo manicomio de sus comportamientos, el balanceo ininterrumpido de su corazón inconstante. Me costaba mantenerme quieto cuando estaba cerca de ella; hablarle, cuando le hablaba, como quien habla a la luna, sintiéndola ausente y helada. Bastaba la más mínima cosa, un movimiento de los ojos o de los miembros, y volvía a advertir su presencia a mi lado como un peso de pedernal, como un fuego oculto de la carne acurrucada contra mí. Eso en recuerdo, tal vez, de la noche del rapto, y del viaje de vuelta con su cabeza en mi hombro, toda una voluptuosidad que repasar de manera continua y detallada, y que bebía y bebía, utilizando ojos, oídos, yemas, narices; hasta que cualquier efluvio de ella, inflexión de voz, temblor de mejilla, se me hubiera inyectado y repartido confusamente con la sangre. De este modo, como un espíritu de difunto en las sesiones de velador, ella se iba convirtiendo de ídolo nominal en ectoplasma palpable, un imperioso resplandor en la tiniebla…

Lo extraño es que, a continuación, su reforzada autoridad en mi corazón no parecía impedir ningún pacto con la reciente Cecilia. La cual, por el contrario, era como si hubiera nacido de una costilla de la rival por bifurcación o gemación y se le hubiera pegado encima, creciendo, en forma de pareja siamesa: una pareja que habría podido incluso proliferar con nuevas aportaciones hasta el infinito… ¿Amor? ¿Así que era eso el amor? ¿Una hidra de dos, de tres, de muchas cabezas? Me asomaba en busca de respuesta, inclinado sobre la medianoche del Corso, con los codos apoyados en la fresca lámina del alféizar. Sí, el amor era eso: Venera, Cecilia, y con ellas cualquier otra criatura de tiernos miembros, blanda de tacto, cavilosa e inexplicable como una música, cuyo discurso melódico no se entiende, pero de la que uno se colma, de la misma forma que un cubo se colma de leche. Venera, Cecilia, Isolina… Descubrí de repente que eran una sola imagen de mi deseo, un solo espectro de carne rosada que llenaba exactamente el espacio vacío entre mis brazos.

La ventana de Isolina era oscura, frente a mí, pero en la oscuridad parecía oler a su sueño y contenerlo afectuosamente, como una bombonera un caramelo. Yo esperaba, antes de irme a dormir, la ronda de los músicos barberos que pasaría dentro de poco y que no se planteaba preguntas sino que dedicaba, con profesional ecuanimidad, a cada sueño de beldad el mismo suspiro de serenata.

Tan bígamo, trígamo, polígamo yo como ellos. Enamorado múltiple e imparcial de todas. Aunque no suficientemente de la señora Amalia, sobre la que cada vez más distraída y escasamente caía, llegada la noche, llegando a soplarle entre los cabellos, ora un nombre, ora otro, sin que ella pareciera dolerse. Sólo que al despertar, una mañana, éste fue el discurso que me dirigió en camisón lila:

—Profesor, ya es hora de que hablemos. Yo te veo adelgazar, te estás convirtiendo en una sardina, un crucifijo de cocina. Y sé que no es culpa mía, de esas tonterías que hacemos. Decía mi difunto que quien hace el amor engorda, quien ve hacerlo se rompe. Y llevaba razón, estas cosas ponen sangre. Pero tu jarro agujereado está perdiendo por otra parte. Tú tienes la mente desperdigada, así que te conviene casarte.

—¡Y ya van dos! —digo yo—. ¡Después de Mariccia, ahí llega el bis!

—Yo hablo en contra de mis intereses —prosigue ella—. Yo te quiero mucho, pero debo pensar en tu bien. Y tu bien es una familia. Tú eres bueno, joven, tienes un sueldo. Llevas gafas. A mí, personalmente, algún consuelo me has dado. ¿Dónde podría encontrar un yerno mejor que tú…?

¿Un yerno? ¡Dios mío! Le tapo la boca con una mano, interrumpo los acuerdos, escapo a la escuela para las despedidas del último día. Éstas —una celebración de fiestas y flores— no tardaron en convertirse en minúsculo carnaval, tantas fueron las ocasiones de licencia, de intimidad transgresora. Abandonada en el guardarropa la bata, las muchachas rodearon por todas partes la cátedra, multicolores, y giraban vertiginosamente, reían. Pero me liberé de ellas con una pizca de malestar, me encaminé de mala gana hacia la puerta: ya está, ha terminado el año, otro fragmento de juventud que se aleja.

Ahora estoy de pie en las aceras del Café Oriental, sorbiendo un interminable vaso de granizado que tengo en la mano. Indeciso entre dos manjares, profesor Buridán. Me espera Maria Venera en Módica Alta, con la Anábasis en la mesa, debajo de la pantalla anaranjada, la página a traducir es cuando Clearco acampa junto a un gran jardín, engùs paradèisu megàlu

Pero aquí por la acera de enfrente acaba de pasar Michele, el chófer del caballero Barreca, y dice que don Nitto me espera en la villa para mostrarme una cesta de terracotas antiguas, excavadas por sus aparceros de las partes del Monte Tabbuto. Pienso inmediatamente que veré a Cecilia, la conoceré… Así que entre los dos paraísos, entre los dos jardines, ¿qué hacer?

En aquel instante voló a mi lado y siguió adelante, separándose de dos coetáneas, acalorada, risueña, Isolina, con ojos que intentaban ocultarse debajo de un yelmo de cabellos negros. No pareció verme, mientras me pegaba a la pared para dejarle espacio; y, sin embargo, creí percibir en una risa desgranada, unos metros más allá, una mínima desentonación, una nota sostenida un poco más de lo preciso. Como si hubiera querido hacer saber al universo, y a mí en especial, que estaba viva y que quería que todos la envidiáramos.

Casi la sigo, la paro. Llevo encima la carta anónima que Venera me devolvió anteayer sin el menor comentario, como se devuelve un pañuelo o un peine caído del bolsillo. Impasible, como si no la hubiera leído. E impasible yo la cogí.

Llevo encima esta carta. ¡Y si fuera suya, de Isolina! Casi casi la sigo, la paro.

—Estudiante, ¿es tuya esta carta? La he visto en el suelo, después de que pasaras por mi lado, ¿se te ha caído a ti?

Quién sabe qué rubores, qué vahídos. Por otra parte, después de sus protestas, podría batirme en retirada:

—Me había parecido, he visto el sobre en el suelo… Si no es tuya, me la quedo…

Demasiado tarde, Isolina ya ha cruzado la esquina, ya no se la ve. Qué lástima.

Y Michele:

—Qué, ¿nos vamos?

No ha tardado en regresar, los dados han elegido a Cecilia.