XIV

El gran baile, de la una a las tres.

Era la una de la noche y el corazón de la fiesta latió con fuerza radiante. Maria Venera había entrado en la oscuridad, durante el intermedio de los fuegos artificiales, y ahora, vuelta la luz, parecía haber recogido de golpe en sus manos los cien corazones de los jóvenes presentes, como cuando don Nitto después de un nueve de la banca se apropiaba con ambas manos de todo el montón de las apuestas. Hasta Iaccarino, en medio de sus humos, pareció seducido.

Mane nobiscum, Domine, quoniam ad vesperascit —declamó desde su mesa, provocando que el tulipán que era la maestra Incallina arrugara el ceño, indignada por la impiedad, y acabara por largarse dejándole solo.

Pero yo, agrupado con los restantes miembros de la joven guardia, busqué largo rato los ojos de la doncella, acabando por obtener apenas el óbolo de una sonrisa distraída. Alvise, por el contrario, que había conseguido una silla cerca de la pista, me atrapó al vuelo una pierna con el bastón y me impuso su compañía. El viejo parecía transfigurado. De vuelta a los briosos humores de un tiempo: debiérase al evidente éxito de la nieta, que podía hacerle creer olvidado el episodio del rapto y reintegrado el honor de ella con todos los honores; debiérase al contagio de la fiesta, aquel familiar hedor de colorete, licores y polvo del suelo bajo los talones de los bailarines. Así que tuve que quedarme de pie a su lado, ahorrándome por lo menos participar en la «tarantela del tren»: una especie de procesión bailada, cada cual con los brazos en los hombros del otro, sinuosamente, entre mesas y árboles. Un juego, y sin embargo Maria Venera, que encabezaba la hilera, guiaba sus evoluciones con un aire de seriedad prepotente, consiguiendo alterar hasta en sus observatorios más resguardados a padres y vicemadres. Hasta que, junto con la turba, llegó a invadir el podio, ordenó a la trompeta un solo de alerta, se apoderó del micrófono y gritó a voces:

—¡Sasà Trubia!

Me estremecí, no era cosa de risa, habíamos llegado a la noche del juicio, y confieso que llegué a temer que después de aquel nombre sonara el mío. Miré a mi alrededor: en un abrir y cerrar de ojos me informé de que Trubia ya no estaba en su sitio. Un poco antes, cuando Maria Venera acababa de mostrarse, le había entrevisto entre el público de los admiradores, del brazo de la Virgadauro, contemplando a la recién llegada con un aire de triste reprobación en la cara, y la hendidura de una sonrisa que le forzaba los labios. Al buscarlo ahora de nuevo, seguía con la joyera, pero aislado, los bailarines se habían alejado de él temerosamente, como de un leproso o de un golfo. Le emparejé con Maria Venera, qué hermosa pareja harían. Sólo que lo que les unía esta vez era un desafío, tragicómico, en el que se ponían en juego sentimientos de orgullo, revancha, deseo, rencor, todos los ingredientes de una trama clásica, pero mezclado aquí con una turgencia de consagración, incapaz de encajar en las veraces sublimidades del amor.

—¡Sasà, primo Sasà!

¡Ay! ¿Por qué, Maria Venera? ¿Qué quieres de él, no te acuerdas de mí? ¿No le ves con sus cheques dudosos, dispuesto a vender el alma a aquélla, a sus joyas? ¿O es que yo no soy mejor, con los zapatos sin medias suelas, y pagando el traje nuevo enseñando el abecedario a los hijos del sastre? ¡Yo, con mis estúpidos nervios, perros pastores que ladran a todas las lunas, pero con un corazón tan amplio, tan poeta, un corazón de dos plazas!

Maria Venera no debió de oír mi llamamiento, surgía de sus velos altiva, como de un peplo, parecía frente al micrófono una virtuosa en espera del la. Callaba, mientras tanto, riendo y mirando a Trubia.

Éste avanzó, siempre del brazo de la Begum, y llegó al pie de la tarima.

—Prima Venera, a tu disposición —dijo.

Ella, por el micrófono:

—Primo Sasà —y seguía riendo—, primo Sasà, ¿no se lo dices ni siquiera a los parientes? ¿Mantienes las buenas noticias bajo tierra?

Y luego:

—Hijos e hijas, mamás y papás —proclamó al pueblo en dialecto—, preparaos para un reparto de caramelos, Sasà Trubia no tardará en casarse.

Todos comenzaron a aplaudir, mientras Trubia palidecía y la Virgadauro se sonrojaba. Michel, que no había entendido gran cosa, se me acercó, mi cara le resultaba ahora familiar, a preguntarme:

Qu’est-ce que c’est ça?

No le contesté; estaba, como los demás, a la espera, imparcialmente dividido entre excitación, contento y ansiedad. Sintiéndome llamado ya no a un simple papel de testimonio, sino a un deber de connivente corista; no pudiendo todavía intuir de qué epílogo o prólogo.

Después de un instante de atontamiento, mientras todos le estaban mirando, Trubia se movió hacia la tarima, solo. Nadie supo nunca si para desmentir o confirmar el anuncio o qué. Ya a mitad del camino, en la escalerilla de acceso, se tropezó con Venera que bajaba, y ella, al pasar por su lado, le estampó en la cara cinco bellísimos dedos con un chasquido que inútilmente el batería, interviniendo in extremis, intentó confundir con sus estrépitos de platillos y tambores. Sasà alzó la mano para contestar, la bajó sobre la cara de Venera, pareció por un momento endulzar la intención de venganza en una caricia. Pero una llamarada de sangre debió de surgir en él, pues la caricia volvió a convertirse en bofetón, desencadenando a su vez la réplica de un esputo, solemne como un veredicto. Todo ello en el espacio de un segundo: hasta el punto de que las piernas de ambos no llegaron a tiempo de contradecir las órdenes precedentes, sino que siguieron cumpliéndolas con fidelidad, moviéndose las de ella hacia abajo y dirigiéndose las de él al peldaño más elevado, aunque a continuación, como es debido, descendieran precipitadamente.

El cielo quiso decir la suya, cayeron gotas de una nubecilla vagabunda, se oyó un trueno solitario.

—Dios está al teléfono —exclamó a mis espaldas Iaccarino—. Se ha cortado la línea —añadió cuando quedó claro que el estruendo quedaría sin cumplimentar. Se hallaba en el tercer estadio de la ebriedad, el metafísico-húmedo, y se me agarraba al brazo, quería apoyo—. Dios —me dijo, mientras Trubia pasaba delante de nosotros limpiándose la cara con un pañuelo— toca demasiado el bombo, se hace demasiada publicidad. ¡Si supiera lo bien que le sentaría algún trueno y relámpago de menos! Pero la discreción nunca ha sido su punto fuerte…

De acuerdo, otra cosa tenía que hacer yo antes que darle cuerda entre la confusión general. Yo quería encontrar a Venera, ser el primero en hablarle. No fue posible, todos se habían puesto a bailar, ella con los demás, como si no hubiera ocurrido nada, y bastara con redoblar el vigor de la velada para destruir cualquier embarazo. Del episodio quedaba apenas en el aire una sombra de eco soñada: de aquel estallido de bofetadas (¿o cortina golpeada por el viento?), sumergido ahora en el estruendo de la música sucesiva. En efecto, la orquesta ponía toda la carne en el asador: como cuando en las películas, después del tiroteo, un pianista negro golpea al azar las teclas del piano. En torno a las mesas de los ancianos el rumor duró más rato. Habían reventado un forúnculo y la piel necesitaba algún tiempo para juntarse. Pero entre los jóvenes ni un resto, sólo sonrisas de entendimiento, comprensivas, de gente que se siente instantáneamente de acuerdo sin decírselo. Comprendí así que de Venera y Sasà hacía tiempo que todos en Módica lo sabían todo, sólo don Alvise y yo estábamos al margen.

Don Alvise, eso, ¿qué había ocurrido con don Alvise? Corrí a buscarle en el rincón donde le había dejado, para consolarle. No era preciso. No se había dado cuenta de nada, la multitud de pie le había sustraído el espectáculo, y sus sordos noventa años robado o distorsionado las palabras de Venera, aunque habían sido pronunciadas junto al micrófono. Por otra parte, él estaba enfrascado manteniendo como rehén al diputado Scillieri, le hablaba con desprecio del monóculo de Guglielmo Gianini[75], el monóculo de un parvenu que quiere convertirse en señor. Se entiende que Scillieri no estaba demasiado contento, pero no consiguió desprenderse, le dejé en el lío, corrí inmediatamente en busca de Maria Venera.

No era fácil, los caballeros, después del incidente, todavía estaban más empeñados en tenerla, y mi turno saltaba siempre. Ella reía con carcajadas vistosas, giraba blanca y orgullosa entre las parejas menores, sin rehuir, más bien buscando, en sus giros alrededor de la pista, la mesa desde la cual torva e ininterrumpidamente Sasà hablaba con su presunta prometida. Sólo le vi turbarse cuando Galfo apareció en escena. Yo no imaginaba que vendría, debía de haberlo dudado mucho rato si llegaba tan tarde. Iba vestido de lino y camisa blanca, un figurín. E inmediatamente se zambulló en el baile, creando el vacío a su alrededor. Se ve que había traído los zapatitos profesionales, con la plaquette sonora, de claqué. Pronto todos le rodearon, nadie siguió bailando, la orquesta tocaba exclusivamente para él las piezas de antes de la guerra, Top Hat, Follow the Fleet. Así que yo aproveché que había quedado desocupada para tocar con un dedo la espalda de Maria Venera.

Me sentía muy confuso entre tantos esplendores y sonidos y gestos grotescos y patéticos de la vida, mi cabeza parecía un tiovivo. Además, en la última hora habían sucedido tantas cosas: una revelación, sin duda, aunque no estuviera seguro de qué. En el fondo no me había enterado de nada nuevo. Maria Venera amaba a Trubia hasta el escándalo. ¿Y por qué no? Habían hecho juntos incluso un niño; o lo que habría sido un niño. Se había escapado con Galfo, de acuerdo, pero por un feroz puntillo, una necesidad de escarnio en la que desahogar la negrura del corazón. ¿Y yo? Yo había llegado a tiempo de cerrar el cuadrilátero, en tanto que tropa auxiliar, sometida caballería. Un cartero para utilizar y olvidar, un preceptor que contentar y pagar con algún beso; un forastero, sobre todo, al que se debían escasas consideraciones. Ya que, aunque ahora yo me hubiera arraigado en la ciudad con las dos raíces de los pies, no dejaba de sentir aletear a mi alrededor un aura de sutil e incorpórea extrañeidad, que impregnaba mi ropa, mi léxico, mi acento y mi comportamiento, e impedía compararme con quienquiera que fuese coterráneo y familiar de Venera. Había venido de fuera, y ni el amor había conseguido blanquear esa mancha inocente. Por otra parte, Venera no me amaba.

Se volvió.

—Bien, profesor. ¿Has visto, has oído?

Me cogió del brazo, me llevó a donde el jardín se precipitaba sobre el valle negro, volvió la espalda a la luz. Al cabo de un rato descubrí que estaba llorando, con el busto por encima de la balaustrada, como cuando uno vomita por el pretil de un puente.

—Qué muchacha tan difícil eres —dije detrás de ella.

Ella, sin volverse:

—Qué dices, soy fácil, te has formado una idea equivocada de mí.

Fingí confundirme.

—¿Fácil? Bueno es saberlo.

Se irritó, y yo:

—Cásate conmigo —volví a pedirle, poniéndole una mano en el hombro, allí donde el tirante se hundía débilmente en la pulpa rosada del cuerpo.

Denegó dos veces con la cabeza, luego me pidió un cigarrillo. Pero ya la reclamaban, comenzaba el baile de la eliminación y ella no podía faltar. Era un juego, un pretexto para burlarse de alguien. Se elegían siete caballeros y seis damas, entregando al caballero sobrante el cetro ridículo de una vela, que él debería transmitir a otro, robándole la dama. Hasta que, cortada de golpe la música, uno de los siete se quedaría, el único, sin dama, sosteniendo la vela apagada en el puño. ¿Es necesario decir que me correspondió a mí pagar el pato? Aunque me parece que casi fui yo mismo quien se empeñó en buscar el final más desventajoso, quien casi titubeó adrede en liberarse de su relevo…

¿Un símbolo? ¿La traducción en calderilla de mi derrota? Ahora termina agosto, dentro de poco llega septiembre, octubre… Tal vez tendré que cambiar de escuela, de ciudad, envejezco un año y me encuentro con las manos desiertas.

Me ayudó la compasión, finalmente afectuosa, de Maria Venera, que quiso bailar conmigo un slow, uno de los bailes en los que organizaría menos desastres. Galfo conducía a una tipa tan hábil como él, eran un espectáculo. Cuando se nos acercó, supuse por un momento que quería volver a enviarme los padrinos. Por el contrario, saludó a Venera, y ella contestó. Acabamos juntos en el bufé, firmando el tratado de paz bajo forma de tres copitas, que se convirtieron en cinco cuando se nos unió Iaccarino, humeante todavía con sus filosóficos humos.

—Si Él existiera, se sabría por ahí —repetía, más que a nosotros, a sí mismo, como para intentar convencerse, después se mezcló con la multitud.

Creo que era la primera vez que Venera y Galfo volvían a verse. Y también era una revolución, para las costumbres de nuestra provincia, que volvieran a hablarse públicamente. Sin embargo, no entiendo cómo, todos parecían considerarlo algo justo. Se ve que la guerra había comenzado a cambiarnos a nosotros, los de la isla, si una fuga, aunque reducida a incruenta excursión nocturna, podía rubricarse ahora como un desliz olvidable… Si bien, en el caso de Venera, las circunstancias eran excepcionales: ella se había izado por sí sola sobre un espacioso y legítimo pedestal, para ella no valían los prejuicios comunes, ella era el símbolo soberbio de la ciudad, una Angélica de poema, que en cada ocasión parecía descender sobre la tierra, llevando en la mano las riendas de un Hipógrifo. Así que sus correrías amorosas (supe, después, que habían sido varias, más de lo que sospechara o temiera) eran vistas por todos como una especie de argumento plausible, un obligado y ya escrito guión, al cual ella no habría podido sustraerse. Estando contenidas en el destino de su belleza todas las cláusulas de absolución civil y penal, a nosotros no nos incumbía otra cosa que aplicarlas.

Fue cuanto intentó explicarme con ingenuas palabras Liborio Galfo, apenas Venera voló con un tercero y nos quedamos solos. Y fue entonces, después de haberle escuchado durante diez minutos, cuando entendí de qué buena pasta estaba hecho aquel hombre: deseoso de servir como un bastón de ciego; y, más que enamorado de Venera, su vasallo y fanático, desde el fatídico momento que habían recibido juntos en lo alto de un podio una copa de oro falso después de un concurso de baile… Así que ahora la seguía entre la multitud con ojos de incondicional, reconciliado conmigo por la militancia y la sujeción común.

—Qué bien baila —me murmuró devotamente al oído viéndola ejecutar una pirueta y sonreír inmediatamente, luminosa, al caballero.

No había por qué compadecerle. ¿Acaso valía menos su ceguera que la mía? Ni yo imaginaba entonces que treinta años después volvería a verle, convertido en gordinflón y acomodado abuelo, bajo el busto de Carlo Papa, con la mano en la mano de dos molestos mocosos. Incapaz de reconocerme: tanto que, al cabo de escasas ceremonias, le dije adiós con alivio (y pensar que yo, en los reencuentros, en las fresas silvestres, mojo el corazón…). Mucho más flaco, aquella noche de mediados de agosto, en el traje de lino, mientras derramaba generosamente las bocanadas de su pasión. Y de ello se dio cuenta Iaccarino, que llevaba un rato rondándole en torno para hacerse invitar a otra copita en el bufé. Les sorprendí más tarde en la salida, se abrazaban llorando y, sosteniéndose mutuamente, abandonaban la fiesta antes de tiempo.