I
El autor, para alegrarse la mente, rememora antiguas leticias y penas de amor perdidas en un pueblo que ya no existe
Fui joven y feliz un verano, en el cincuenta y uno. Ni antes ni después: aquel verano. Y tal vez fue gracias al lugar donde vivía, un pueblo con aspecto de granada reventada; próximo al mar pero campesino; mitad recogido sobre un espolón de roca, mitad esparcido a sus pies; con muchas escaleras entre las dos mitades, que servían de correveidiles, y nubes en el cielo de un campanario a otro, exhaustas como estafetas de los Caballeros del Rey… Qué revolotear, en aquel tiempo, de percales caseros y sábanas de tela de lino por todas las callejas de las dos Módicas, la Baja y la Alta; y qué angelicales muchachas asomándose por los alféizares, todas morenas. La que yo amaba era la más morena.
En el cincuenta y uno, yo bailaba mal. No es que antes hubiera bailado bien. Sin embargo, con los tangos adornados y las polcas llegué a adquirir alguna familiaridad, y equivocaba, marraba únicamente las vueltas. Mientras que, ahora que de ambas Américas desembarcaban todos los días decenas de nuevos pasos y nombres de bailes, tenía ganas de practicar ante el espejo de la pensión, acompañándome desconfiadamente con un silbido, tenía ganas… En las pistas, en las salas, dondequiera que se me ocurriera abrir y cerrar a tontas y a locas las tijeras de mis piernas, todas las sonrisas y todos los aplausos de agosto eran para otro, Liborio Galfo, el virtuoso del buguibugui.
No importaba demasiado, andaba yo entonces por la treintena, poco más o menos; y, por un motivo que yo me sé, nunca había tenido veinte años. Los tuve entonces, inopinadamente, como regalo de aquel verano, al fin y al cabo se me debían.
Ahora no permitiré que ningún sabihondo de la Francia venga a decirme que a los veinte años, por tardíos y postizos que sean, no se es feliz. Aunque amemos, y no seamos correspondidos, a una morena de cara aceitunada, de cuerpo de culebrilla, con la voz que hace glu glu en las cañas de la garganta; aunque ella sólo muestre desprecios hacia el miope y tartajoso poeta y reserve el brillo de sus ojos únicamente para la competencia. No, no eres desgraciado, aunque proclames a voz en grito que sí lo eres, y llores complacidamente un sábado sí y otro también, a la vuelta de Cava d’Aliga, antes de que te atrape el sueño y duermas doce horas de un tirón… Llorar, dormir, soñar. Y en sueños te comes crudos a tus rivales, les desordenas a capricho los ricitos de la cabeza y los bigotitos de mosquetero, les arrugas la raya del pantalón en la pierna danzarina. En sueños no necesitas gran cosa, en medio de una pirueta, para colocar debajo de esos tacones, como una mina de Pietro Micca[1], una irresistible piel de plátano…
Creedme, los amores no correspondidos son los más cómodos. Sin ninguno de los sabores a ceniza y vinagre que acompañan los efímeros acuerdos. Yo lo había aprendido en parte en los libros, y en parte me divertía persuadirme de ello, por reserva, misantropía, vanidosilla autosuficiencia. Así que nunca buscaba un buen encuentro, una intimidad, con la muchacha. «La amo, pero ella no tiene nada que ver, es algo que sólo me concierne a mí», había pensado en voz alta un domingo, mientras me afeitaba en el cuarto de baño, y la frase me había gustado, la había escrito con el dedo en el cristal empañado por el aliento, repitiéndomela gustosamente desde entonces, como un antídoto que me ayudara a salvarme de las víboras de los celos. ¿Maria Venera no sentía nada por mí? Tanto mejor: eso me procuraba una libertad sin límites, mis impulsos hacia ella eran exclusivamente míos, en la fantasía podía jugármela y ganarla a mi capricho. Haciendo trampas, si era necesario: es bien sabido que no hay placer más excepcional que hacer trampas en un solitario… Porque si luego me hubieran preguntado cuántas veces había intentado socavar su indiferencia, habría contestado con un encogimiento de hombros. O tal vez habría admitido que en cierta ocasión la había invitado a un vertiginoso Danubio azul, pero para pisar una y otra vez sus pies como un arado; y que en el ambigú, mientras sorbía un licor, le había balbuceado que sus cabellos eran hermosos, consiguiendo a cambio una irónica reverencia; y habría confesado tal vez que durante un mes la había esperado y seguido todas las noches para ocultarme después en un portal; y que, en suma, le había dedicado versos. Los recitaba lentamente, al oscurecer, antes de salir a la calle, mientras a través de los listones de la persiana me dedicaba a escrutar el Corso (lo llamaban el Salón, era un majestuoso río de losas entre dos lejanísimas aceras) en espera de que se encendieran las farolas municipales y comenzara, con los ritos de una noble Corte de Amor, el paseo público. Ya sabía, gracias al aviso de un misterioso despertador incrustado en la frente —el mismo que en los tiempos del instituto me hacía abrir los ojos a las siete menos un minuto—, a qué hora, y a la altura de qué escaparate, la encontraría y saludaría con los ojos, sonrojándome. Adivinaba qué traje vestiría: si el negro con los bordes y la solapita de encaje; si el negro con los bolsillitos debajo de la cintura; si el negro con perlitas, ceñido bajo el busto hasta estallar. Adivinarlo no era difícil. Maria Venera vestía siempre de negro, salvo en los días de gran gala, cuando la veíamos avanzar bajo las luces, enfajada en un plisado blanco, y también la cara emblanquecida por las mil esperas de vaya usted a saber qué cosas que le hinchaban el corazón…
¡Dios nos libre de los amores no correspondidos! Vaya bruto el que diga que son los más cómodos. Uno rumia hiel, se emperra en manías, en fantasías, habla sin ton ni son, se hace vulnerable a los bacilos más inofensivos. Y demos gracias al cielo si no termina todo en una barrabasada. Porque el amor es un extraño pájaro, un gorrión vagabundo, que no se puede, no se puede… ¡Ah, Maria Venera, cuando cantaba la Habanera[2], acompañándose al piano, y me clavaba, uno tras otro, siete alfileres en el corazón! Maria Venera tenía un piano, y era uno de los pocos restos del lujo antiguo, dado que ahora era pobre, hija única huérfana, obligada a vivir a solas con el abuelo y a confiar, para las vacaciones, en la bondad de sus tías maternas, las Trubia. Por ello no veía la hora de que llegara el verano: para poner pies en polvorosa y dejar atrás los batientes del viejo palacio, un edificio en ruinas, pero que seguía intimidando, por lo cubierto que estaba de ringorrangos nobiliarios, desde la cornisa tallada hasta los mascarones barrocos debajo de las ménsulas de los balcones. Yo pasaba a sus pies todos los días, y mi táctica consistía en pararme con un cuaderno de notas y un lápiz en la mano, como quien dibuja o toma apuntes. De vez en cuando me asentía con la cabeza a mí mismo, dándome aires de estudioso o de estudiante, mientras contemplaba las muecas de la piedra: jetas grotescas, toscos morros de diablotes enfurruñados, a los que había apodado con nombres escolares, Barbariccia, Calcabrina, Alichino[3], y entre cuyos labios crecía un musgo exuberante. A decir verdad, la entera fábrica infundía pena, castigada por el tiempo y el descuido. Sólo la piedra, en todas aquellas partes donde el revoque había desaparecido, lucía hermosa en su delgadez y desnudez de concha. Pronta, si el crepúsculo la golpeaba, a sonrojarse como una mejilla. Era una piedra caliza de ilustres canteras, para casas de hidalgos. E hidalga era Maria Venera, una de esas muchachas que en nuestros pueblos son enviadas a estudiar al conservatorio de Palermo, de donde había regresado precozmente, después de la muerte de los suyos y el descalabro de la hacienda, conservando de aquellos estudios una tenue y dulce memoria, cuyos efectos percibíamos algunas tardes de siroco, cuando por el balcón abierto se oía derramarse a borbotones en dirección al Carmine, y San Giorgio, y los doce santos apóstoles de la escalinata de San Pietro, aquel colegial popurrí de la Carmen (¡Maria Venera, dondequiera que estés, bendito sea tu nombre!).
Alvise era el abuelo, don Alvise Salibba, y rozaba los noventa. Había sido una maravilla de hombre, y en cierto modo seguía siéndolo. Culpaba alegremente de la extravagancia de su nombre a un remoto viaje de novios a Venecia, durante el cual su madre habría engañado una noche al marido, abatido por el reuma, con un Alvise gondolero de ojos azul celeste; repitiendo al cabo de nueve meses el nombre en el registro civil por amor de gratitud y de memoria… Una de las tantas patrañas con que el divertido cinismo del viejo se complacía en escandalizar a los transeúntes, sentado en la sillita plegable que llevaba colgada del brazo, debajo de una acacia de la avenida, justo enfrente del Círculo de los Civiles, donde había jurado no volver a poner los pies después de haber perdido la última finca en una mesa de zecchinetta. Se sentaba con panamá y botines, tanto en invierno como en verano, y con la empuñadura de su bastón de nogal atrapaba cualquier tobillo de paso, fuera amigo, conocido o turista, y lo atraía ávidamente hacia sí, imponiéndole la parada y la audiencia. Poco a poco se formaba un círculo, Alvise sabía hablar y los días eran tan perezosos en aquel tiempo, había tanta luz en el aire, era tan hermoso pararse en la luz y escuchar a un anciano de solemnes canas que hablaba de Lina Cavalieri y de la Bella Otero. Alvise las había conocido, afirmaba, en sus años mozos, cuando recorría Europa en un Hispano, con un chauffeur de Ragusa Ibla y un franchute políglota, escamoteado a peso de oro a la corte de los Grimaldi de Mónaco. Entraban en sus palabras, que olían a colonia y habano, todos los resplandores y las leyendas de una vida menos accesible para nosotros que la de un habitante de Samarcanda o Golconda, y suavemente nos quedábamos embobados. Él mismo, por otra parte, ondeaba al viento como honrosa bandera, si era cierto el rumor que susurraban de que hasta ayer tendía en la alcoba, y no sólo a título de calientacamas, a la sirvienta sesentona…
Alvise hablaba, y su voz condimentaba la luz entre las grandes piedras doradas y blancas de los palacios, se convertía en un persuasivo responso que el siglo pasado había conservado lealmente para nosotros. En aquellos junio y julio del cincuenta y uno, la luz de Módica tenía una cualidad excepcional: un polvillo reluciente que no he vuelto a ver desde entonces, y que recuerdo que atravesaba en muelles corrientes, a modo de Espíritu Santo, los hilos colgantes de la mosquitera, en la trattoria de don Cesare, y que llegaba a contornear con una aureola de oro los costados de las frascas. Aquí, sobre el dibujo del hule, hasta las manchas y los lamparones se dejaban organizar en alfabetos de afable lengua, y borboteaban algo simpático. Aunque el auténtico lugar del hechizo se ocultara más allá, en un rincón de la cocina, sobre una trébede negrísima, donde estaba la pecera. Ahí se dirigía cada cinco minutos la atención de los parroquianos, hasta tal punto parecían dibujar los serpenteos del prisionero, en su aparente capricho, un entresijo de mudas melodías, desvelando y velando, sucesivamente, la celeste cábala de la estación.
Insensible a cualquier sofisma, ciego a cualquier misterio, don Cesare se ocupaba de arrojar al acuario las migajas recogidas entre plato y plato, sin olvidarse de entonar mientras tanto un soldadesco toque de rancho, que suponía familiar a cualquier criatura marina, de la sirena al salmonete. Le hacía eco la cocinera, Mariccia o Amapola, según prefiramos el nombre de pila o el otro, de guerra, de sus tiempos más gloriosos, cuando se había instalado en Bengasi, mercenaria galante en pos de la tropa, llegando incluso a vivir en una alhambra[4] de treinta salas, con azulejos[5] en todas ellas del suelo al techo, y en el centro un baldaquín gigante, rodeado de chorritos de agua balsámica. Fue en semejante escenario de las Mil y una noches donde le había tocado lidiar en cierta ocasión, ayudada por una árabe impúber, un violento ayuntamiento a tres con un jerarca uniformado, el cual pretendía (un suplantador barbudo, probablemente) llamarse Italo[6] y que ambas le pegaran sucesivamente con la hebilla del cinturón.
Otros tiempos. Mariccia estaba ahora quejumbrosa y cansada, tenía los dientes temblorosos, calores en la cabeza. Y de las pasadas justas carnales apenas conservaba un brumoso recuerdo, igual que de los juveniles naufragios, un contramaestre jubilado sentado en un banco del puerto. Pero Amapola era buena, y seguía siéndolo, para los trapicheos del corazón y de los sentimientos, una exaltación solidaria y piadosa que necesitaba desahogar a cualquier costa, con pálpitos, asombros, miedos, bien sobre las páginas de los Salani de antes de la guerra que conservaba en fascículos en sus baúles con mil y un viajes encima, o bien (mucho mejor) escuchando mis efusiones en honor de Maria Venera. Porque yo hablaba incansablemente todos los días de la muchacha. De palabra, con Mariccia; en casa, en negro sobre blanco, en jubilantes jaculatorias que colgaba de la pared con cuatro chinchetas y me aprendía de memoria, como hacen con las topografías de los bancos los aprendices de atracador.
Entonces enseñaba en una escuela de chicas. En un pueblo que no era el mío, de pensión en casa de una viuda, Amalia, con hija en el colegio, usufructuario semanal de sus concupiscencias ajamonadas, de las cuales me separaba cada vez más contrito, ansioso de correr a mi habitación para escribir a la otra en señal de penitencia. Y poco me importaba si se me olvidaba cerrar con llave y la viuda, subiendo silenciosa de su tienducha de libros de la planta baja, me sorprendía in fraganti, con la plumilla Perry en ristre, la mente y el corazón en ebullición, y las mejillas lacrimosas (siempre lloraba copiosamente cuando escribía versos de amor).
Acababa entonces por irme al bar, a sentarme tras una mesa que me había apropiado, desde la cual, levantando la mirada, se desplegaba ante mí, solícito y múltiple, el cine de la ciudad. No existía para mí mejor escritorio, ni palco, ni salón, ni ocasión de encuentros; ninguna mejor distracción del mal de amores. A veces venía a visitarme el corneta de la banda municipal, a quien le gustaba exhibirse incluso fuera de servicio, y, estimulado por mis pantomimas de aplauso, acometía con el ardor de un infante lanzado al asalto los más inaprehensibles agudos… Otras veces comparecían los alienados del lugar, todos ellos pacíficos y dulces, cada uno con una quimera solitaria en el corazón, al que yo era el único en prestar fe y alivio… O bien pasaban cogidas del brazo, saludándome desde lejos, las dos magas rivales y amigas, la señora Tònchila Canigiula y doña Ninfa Scacciaguerra, a cuyas moradas llamaría más adelante, menos curioso de sahumerios y hechizos que de sus bromas jocosamente fúnebres…
Pero aún me gustaba más la compañía (de los amigos corrientes hablaré más adelante) de los titulares de los oficios menos frecuentes, desde Carmine ‘u ciarmavermi, vendedor de algas marinas contra las lombrices de los niños, hasta Cicirè, casamentero, pasando por los hermanos Malanova, muñidores de votos y ropavejeros ambulantes…
El pueblo era un teatro, un escenario de piedras rosas, una fiesta de prodigios. Y cómo olía a jazmín al hacerse de noche. No me cansaría de contarlo, de volver a reflejarme en un tan tierno espejismo de lontananzas; de verme de nuevo, cuando por la mañana salía al encuentro de las peripecias de la vida, entregado a la vida entera, a sus golpes de dados y abundancias de risas y de llantos, y conciertos de campanas. Cuántas campanas había entonces en Módica, para bodas, bautismos, completas, ángelus, pero sobre todo para funerales, cuánto se moría en Módica, se oía cada media hora, sin que llegara a turbar a nadie, estallar como un trueno en el aire el argentino y estimulante ding dong de la muerte…
No me cansaría, era yo entonces un niño viejo, avejentado por la vida y por los libros, pero siempre niño. Cuanto puede serlo quien abre sobre las cosas, apenas se despierta, dos grandes y atónitas pupilas.