Extracto de las hasta ahora inéditas memorias de Robert Sherard
Francia, 1939.
Mi nombre es Robert Sherard y fui amigo de Oscar Wilde. Nos conocimos en París en 1883, cuando él tenía veintiocho años y era ya famoso, y yo sólo veintiuno y apenas se me conocía. «No deberías llamarme Wilde», me dijo durante nuestro primer encuentro. «Si somos amigos, Robert, deberías llamarme Oscar. Y si no somos más que un par de desconocidos, para ti soy el señor Wilde». No éramos unos desconocidos. Tampoco fuimos amantes. Éramos amigos. Y, después de su muerte, me convertí en su primer y más fiel biógrafo.
Conocí a Oscar Wilde y le quise. No estuve junto a él en la pobre habitación de la pobre posada donde murió. No disfruté del consuelo de poder acompañar a la anónima tumba al solitario coche fúnebre cuyo féretro no adornaba una sola flor.
Sin embargo, mientras a cientos de kilómetros de allí yo leía la noticia de su muerte en soledad y me enteraba del supremo abandono al que le habían confinado aquellos con quienes en todo momento se había mostrado bondadoso, decidí revelar todo lo que sabía de él, contarle al mundo lo que Oscar Wilde fue en realidad, y quizá mi relato ayude a entender mejor a un hombre de corazón singular y dotado de un genio más singular todavía.
Escribo estas líneas en el verano de 1939. La fecha es jueves, 31 de agosto. Los albores de la guerra se ciernen sobre nosotros, aunque para mí eso carezca de significado. Poco me importa quién venza o quién caiga derrotado. Soy ya un anciano y tengo un relato que necesito contar antes de morir. Mi deseo es completar el recuento, «concluir el retrato» lo mejor que pueda. Tal y como en una pineda del sur de Francia asoman los magníficos claros negros y calcinados, lo mismo le ocurre a mi recuerdo. Es mucho lo que ya he olvidado, mucho lo que he intentado olvidar, pero doy fe de que lo que el lector leerá en las páginas siguientes es cierto. Durante los años de mi amistad con Oscar, mantuve un diario en el que daba rendida cuenta de ella. Prometí a Oscar que mantendría su secreto durante cincuenta años. He cumplido mi palabra. Y finalmente ha llegado la hora en que por fin puedo romper mi silencio. Por fin puedo revelar lo que sé sobre Oscar Wilde y los asesinatos a la luz de las velas. Debo hacerlo, pues soy poseedor de la información. Estuve allí. Soy el testigo.
«Los buenos se van primero, aquellos cuyos corazones están secos como el polvo del estío agotan su tiempo».
WILLIAM WORDSWORTH (1770-1850).