6.

2 de septiembre de 1889

La mañana siguiente a las once, siguiendo las instrucciones de Oscar, me presenté en el 16 de Tite Street, junto al Embankment de Chelsea, la casa que Constance y él compartían desde que habían contraído matrimonio cinco años antes. Por fuera era una casa hermosa: una construcción de ladrillo, alta y sólida. Por dentro, era exquisita. Amigo y vecino de Oscar, el pintor James Whistler, que había ayudado con la decoración, solía decir: «El exterior es absolutamente fiable; el interior, absolutamente Wilde».

La decoración era el vivo reflejo del gusto de Oscar y de la fortuna de Constance. En la época en que contrajeron matrimonio, Constance había heredado de su abuelo cinco mil libras; hasta el último penique —y más— se invirtió en Tite Street. Todo lo que contenía la casa era de la mejor calidad, y todo, bueno, casi todo, de un solo color: blanco. En el salón, las cortinas eran blancas; las paredes, blancas; las alfombras, blancas; hasta los muebles eran blancos. También en el comedor era todo blanco, con excepción de la pantalla de una lámpara de color cereza que colgaba del centro del techo de la habitación, exactamente encima de una estatua de terracota colocada encima de una tela roja con forma de diamante en medio de una mesa blanca. La viva imagen de la perfección.

Mi amigo William Yeats, el poeta, había pasado la Navidad con Oscar en Tite Street el año anterior —en aquel momento, yo estaba en París, persiguiendo a Kaitlyn— y me escribió describiendo el día: Tite Street y «la perfecta armonía» de la vida de Oscar allí, «con su hermosa mujer y sus dos pequeños». Según me dijo Yeats, todo ello le sugería «una composición delicada y artística». También me dijo que se había puesto en evidencia ese día llevando unos zapatos amarillos. En aquel entonces estaba de moda la piel sin teñir, pero en cuanto puso los pies en la casa, Yeats se dio cuenta de que el lívido ocre de su festivo calzado —se había comprado los zapatos especialmente para la ocasión— estaba fuera de lugar con la nívea blancura de Tite Street. Cuando vio sus zapatos, Oscar pareció sin duda sorprendido y, durante el día siguió mirándolos subrepticiamente, estremeciéndose cada vez que lo hacía.

Creo que Yeats se sintió incómodo en Tite Street. En cambio, yo siempre me sentí cómodo allí y como en mi propia casa. Quizás era porque Constance me hacía sentir muy bienvenido.

Nunca había visto a Constance Wilde tan hermosa como cuando me abrió la puerta esa soleada mañana de septiembre. Iba vestida de blanco, con el lazo violeta en el pelo y un lazo a juego en la cintura. Sostuvo la puerta abierta de par en par y me sonrió.

—Bienvenido, Robert —dijo—. Ha pasado mucho tiempo. —Estaba más rellena de lo que la recordaba, y también me pareció más alta, y supongo que mayor. A pesar de sus treinta y un años, ni el cansancio ni el paso del tiempo parecían haber hecho mella en ella. Se la veía feliz, segura de sí misma y alegre. Me estrechó la mano y luego me acarició fugazmente la mejilla con los nudillos—. Qué alegría verle —dijo—. Pienso en usted a menudo. —En el pasillo, señaló al paragüero y añadió—: Mire, todavía conservo su bastón espada. Lo tengo aquí para que me proteja.

Respondí sin pensarlo:

—Yo siempre la protegeré. Constance. —Y, en cuanto lo dije, me sonrojé.

Ella se rió, me tomó las manos y las apretó con fuerza.

—Es usted todo un romántico, señor Sherard —dijo—. No me sorprende que Oscar tenga planeado llevarle con él a una gran aventura. Me dice que va usted a ser el doctor Watson de su Sherlock Holmes.

—¿Ha leído Estudio en escarlata? —pregunté.

—Naturalmente —respondió—. Oscar insistió en ello. Y lo cierto es que lo disfruté. Oscar se ha obsesionado con el «señor Holmes» y con sus poderes de observación y perfecta capacidad de razonamiento. Para serle sincera, creo que quizás esté un poco celoso de Arthur Doyle y de su creación. Vayamos a buscarle.

Me tomó de la mano y me condujo, como una compañera de juegos, por la casa en busca de Oscar. Dimos con él en su salón de fumar moro, en el que nada era blanco salvo el fino penacho de humo que ascendía desde el cigarrillo que sostenía con sumo cuidado entre los dedos. Estaba tumbado en un diván, con los ojos entrecerrados. Aunque a buen seguro debía de habernos oído llegar —probablemente me había oído llamar a la puerta principal—, no se movió. Cuando entramos a la habitación, levantó con languidez el cigarrillo en el aire y, sin apartar los ojos de él, haciéndolo rodar de forma deliberada entre el pulgar y el índice, apuntó:

—Fumar cigarrillos es la clase perfecta de placer perfecto, ¿no os parece? Es verdaderamente exquisito y siempre te deja insatisfecho.

Constance sonrió. Yo me reí. Oscar se incorporó y se volvió a mirarnos.

—Supongo que Constance ya te habrá puesto al día del plan —dijo—. Nos abandona, Robert. Se lleva a los niños con ella. Se va al norte de Yorkshire, a los páramos, a casa de su amiguita Emily Thursfield. —Ni que decir tiene que Constance no me había dicho nada de todo eso. Oscar se volvió hacia su esposa y añadió en tono conspirador—: No presentes a Emily a Robert, querida mía. Es demasiado hermosa. Él se enamorará de ella en el acto y no podrá dormir durante dos semanas. Creo que no ha pegado ojo desde el día en que te conoció.

Volví a sonrojarme. Oscar se levantó entre risas y me puso las manos sobre los hombros.

—Constance se va de vacaciones, Robert, y nosotros vamos a trabajar. Vamos a desentrañar este misterio. Resolveremos este crimen, con o sin la ayuda del inspector Fraser.

—Oscar me ha hablado del horrible asesinato con el que se tropezó —dijo Constance—. Lo siento mucho por el pobre muchacho… y por su familia, quienquiera que sean.

—Empezaremos por su familia, Robert —dijo Oscar, apagando el cigarrillo—. Ése será nuestro punto de partida.

Me quedé desconcertado.

—Pero, Oscar, creía que habías dicho que el muchacho no tenía familia. ¿No es eso lo que les has dicho a Conan Doyle y a la policía?

Oscar me dedicó una media sonrisa, pero no respondió.

—No puedo entender por qué la policía no es de ninguna ayuda —dijo Constance.

—Constance ha visto el indignante telegrama de Fraser —dijo Oscar—. Se lo he dado para que lo añada a su colección. —Le miré, sin entender—. Tiene una caja especial donde guarda esas cosas —explicó—. Empezó la colección el día de nuestra boda, con el telegrama que Whistler nos envió a la iglesia: «TEMO NO PODER LLEGAR A TIEMPO PARA CEREMONIA. NO ME ESPERÉIS». El mensaje de Fraser es menos divertido, te lo aseguro, y peor redactado, pero quiero conservarlo. Estoy convencido de que, a su debido tiempo, será de algún interés.

—¿Por qué dijo el señor Fraser que había buscado pruebas cuando no fue así? —preguntó Constance.

—Sí, ¿por qué? —preguntó Oscar.

Se me ocurrió que lo más probable era que el inspector Fraser creía que el cuerpo de Billy Wood había sido un producto de la imaginación de Oscar y que no estuviera por la labor de utilizar los escasos recursos de la policía en la búsqueda de un asesino fantasma, pero decidí reservarme mi opinión y dije:

—Si vamos a buscar a la familia de Billy Wood, ¿por dónde empezamos?

—Si no me equivoco, deberíamos empezar por la pista de patinaje —dijo Oscar. El gran reloj de asa colocado en la repisa de la chimenea, un trofeo procedente de su ciclo de conferencias en Estados Unidos, dio la media—. Vamos, Robert. Nuestro coche espera.

Oscar había pedido un cabriolé. Nos esperaba ya en la calle. A él le importaba un bledo tener coches esperándole a todas horas. Era de una extravagancia gratuita. Podía gastar en un día en coches y diversiones —flores, champán, comidas, almuerzos, cenas y demás— lo que yo podía ganar en un mes. Incluso con el capital que Constance aportó al matrimonio, e incluso cuando estaba en la cúspide de sus poderes, con dos obras representándose a la vez en el West End, Oscar vivía por encima de sus posibilidades, peligrosamente por encima. En ese momento, yo no tenía ni idea de que su situación financiera fuera tan frágil como resultó serlo. Desde el mismo día de su boda, siempre le tuve por un hombre bastante acaudalado. De haber sabido la verdad, de ningún modo le habría permitido ser tan generoso conmigo como lo era invariablemente. El primer indicio que tuve del precario estado de sus finanzas tuvo lugar tres años más tarde, durante la época de su brillante éxito con El abanico de lady Windermere. En un año, y sólo con esa obra, ganó más de siete mil libras en derechos de autor. Ese fue el año en que recuerdo haber sido informado por parte de Gertrude Simmons, la institutriz de los pequeños, de que «las cosas no eran tan prósperas» en Tite Street, que el carnicero se «había negado a enviar un solo corte para el asado hasta que saldaran cuentas con él» y que «el propio señor Wilde había tenido que ir a la carnicería en un carruaje para saldar la cuenta».

Sin embargo, ninguna nube parecía nublar en la mañana del 2 de septiembre de 1889 el cielo azul sobre Tite Street. Annie Marchant (la siempre apresurada y ocupada Annie Marchant), la niñera, había sacado a la acera a los dos pequeños para que se despidieran de su padre. Oscar adoraba a sus niños. Les besó cariñosamente. A Cyril, que ese verano había cumplido cuatro años, le dijo:

—Cuida de tu madre, hombrecito. Los páramos de Yorkshire son peligrosos y una madre es un bien precioso. No hay más que una.

—Calla, Oscar —dijo Constance, ansiosa—. Vas a asustarle.

—No, querida —respondió Oscar—. Son chicos listos. Recuerda quién son sus padres.

Se volvió a mirar a Constance, que tenía en brazos a la pequeña Vyvyan, y la besó con suavidad en la frente. Miró muy de cerca el rostro redondo y sonriente de Vyvyan y dijo solemnemente:

Sunt lacrimele rerum et mentem mortalia tangunt.

Vyvyan, que todavía no había cumplido los tres años, gorjeó encantada y tiró a su padre de la nariz. Oscar se volvió orgulloso hacia mí.

—Su inglés evoluciona lentamente, pero cuando se trata de Virgilio, a estos pequeñuelos no se les pasa una.

Subimos al carruaje entre risas. Constance, Annie Marchant y los dos niños, sonrientes y felices, nos despidieron con la mano mientras nos alejábamos.

—Cuídate, Oscar —gritó Constance al tiempo que nuestro cochero (un tipo adusto) hacía restallar el látigo—. Te veré dentro de un mes, querido. Estaré de vuelta para tu cumpleaños, no temas.

—Contigo como esposa, no tengo ningún miedo —dijo Oscar, lanzándole un beso.

Cuando el carruaje giró a la derecha desde Tite Street para entrar en Christchurch Street en dirección a King’s Road, Oscar, que en ese momento se ajustaba los gemelos de su chaqueta de lino de color amarillo limón —se había vestido adecuadamente para la estación—, se recostó contra el respaldo del asiento y dijo:

—Tengo una buena esposa, ¿verdad?

—Así es, Oscar —respondí con vehemencia.

—¿Y unos hijos adorables? —añadió.

—Sin duda —respondí.

—Y nosotros —dijo entonces, dando de pronto una palmada— tenemos entre manos la emoción de una nueva aventura. ¡El aburrimiento es el enemigo, Robert! La aventura es la respuesta. Encontraremos al asesino de Billy Wood. Si el amigo de Conan Doyle no puede ayudarme, sí puede hacerlo el ejemplo de Conan Doyle. Oscar Wilde haciéndose pasar por Sherlock Holmes: ¿por qué no? Una máscara nos dice mucho más que cualquier rostro…

No tardamos más de diez minutos en llegar a nuestro destino: el Dungannon Cottage Marble Ring de Knightsbridge. ¡Una de tantas pistas de patinaje de la ciudad! En la década de 1880, Londres estaba plagada de ellas. Aun así, la del Dungannon era distinta. En la época posterior al éxito obtenido por parte del profesor Gamgee al transformar los baños flotantes situados junto al puente de Charing Cross en el Glaciarium Flotante —una pista cubierta que utilizaba hielo especialmente fabricado para su uso—, otro emprendedor «profesor de cultura física», el coronel Henry Melville, había creado una nueva maravilla en Knightsbridge. Su pista de patinaje, apta para todos los climas y en funcionamiento durante los 365 días del año, había logrado prescindir definitivamente del hielo y ofrecía a los patinadores una superficie de «mármol» en la que patinar, superficie cuya suavidad, según palabras del propio coronel Melville, «era sólo comparable a la lámina de hielo más pura del Ártico».

—No sabía que te gustara el deporte del patinaje, Oscar —dije, echándome a reír, cuando entrábamos en el abarrotado vestíbulo del Dungannon.

—Y no me gusta —fue la fría réplica de Oscar—, pero a Billy Wood sí y a Gerard Bellota también. Es a Bellotti a quien hemos venido a buscar. —Me lanzó una mirada—. ¿Te he mencionado a Bellotti?

—Sí, Oscar —respondí—, en una ocasión. Pero me he fijado en que no se lo mencionaste ni a Conan Doyle ni al inspector Fraser.

—Me alegro de que hayas reparado en ello, Robert. Un buen detective debe fijarse en todo. —En ese momento sus ojos escudriñaban la multitud.

—¿Puedo preguntar por qué no mencionaste su nombre a Fraser? —dije.

—Si el inspector Fraser se digna mostrar algún interés en el caso, sin duda no tardará en tropezar con el señor Bellotti. Quizás incluso le resulte ya familiar. Supongo que Gerard Bellotti no es ningún desconocido para la policía. —La mirada de Oscar se había desplazado desde la pista de patinaje y sus inmediaciones a las mesas de refrigerios adyacentes al quiosco de música—. Ahí está —gritó de pronto, apuntando con el bastón.

Gerard Bellotti no era una visión agradable y tampoco tenía el aspecto de un patinador al uso: era un hombre grotescamente corpulento. A pesar de que estaba sentado de espaldas y a cierta distancia de donde estábamos nosotros, resultaba inmediatamente llamativo, y no sólo por su gorda corpulencia —daba la impresión de ser un sapo sentado que parpadea y que jamás se mueve—, sino por su llamativo atuendo. Vestía un traje de cuadros naranjas digno del primer cómico del Collin’s Music Hall, y sobre el aceitoso cabello que coronaba su cebollina cabeza, de rizos pequeños y teñidos con henna, llevaba un maltrecho canotier.

—¿Quién es Gerard Bellotti? —pregunté.

—Mucho me temo que está lejos de ser un hombre refinado —dijo Oscar al tiempo que nos abríamos paso a empellones entre la multitud. A pesar de ser un día de diario, el Dungannon estaba hasta los topes. Allí se había congregado todo tipo de vida humana (al menos, de cierta clase): parejas en pleno cortejo, solitarios holgazanes, madres y abuelas con niños, sirvientas en su día libre, muchachos buscando diversión.

—¿Cómo le has conocido? —grité, intentando hacerme oír entre la ensordecedora algarabía. El ruido resultaba opresivo. Todo el mundo gritaba para neutralizar la música de la banda y el implacable y sordo fragor de los patines sobre el mármol.

—Trabaja en Messrs O’Donovan & Brown de Ludgate Circus, la primera empresa de suministro de servicio doméstico procedente de la isla esmeralda —me gritó Oscar a su vez—. Bellotti es uno de sus sargentos de captación de personal: busca muchachos que puedan trabajar de limpiabotas o de pajes. Eso es lo que hace aquí. —Oscar se detuvo y me acercó la cara al oído—. Y, como negocio suplementario, regenta un club vespertino de caballeros.

—¿De caballeros?

Oscar se rió.

—Bueno, de miembros del Parlamento y personal semejante. Ofrece fiambres y compañía. Suministra un compañero de juego a un miembro del Parlamento, o un modelo a un pintor. Sé que cuenta con un marqués en su agenda, un púgil amateur, que necesita muchachos con los que luchar.

—El señor Bellotti parece un tipo interesante —dije, divertido.

—No —respondió Oscar, muy serio—. Bellotti es complejo sin llegar a ser interesante.

Habíamos llegado a su mesa. Bellotti no levantó la mirada. Ni siquiera se volvió a mirarnos. Cuando nos sentamos, él apartó de su lado con una mano regordeta lo que parecía ser una taza de té y habló de inmediato.

—Ah, señor Wilde, ¿cómo está? Reconozco su olor. —Su voz resultó más melodiosa de lo que había esperado, y su acento más refinado—. Canterbury Wood Violet, ¿me equivoco? Siempre su favorita. Creo que Alsop & Quilter siguen tras usted. ¿Y quién es su amigo? ¿Busca diversión o empleo?

—Ni una cosa ni la otra —dijo Oscar—. El señor Sherard y yo hemos venido a verle en busca de información.

—Entiendo.

Oscar apoyó el bastón contra el borde de la mesa y a continuación, con suma discreción, empujó un soberano bajo el plato de Bellotti.

—¿Cuándo vio a Billy Wood por última vez? —preguntó.

—¿A Billy Wood? Qué chiquillo más encantador. Tan brillante, tan jovial. Uno de sus favoritos, señor Wilde, uno de sus entusiasmos.

—¿Cuándo le vio por última vez? —Oscar repitió la pregunta.

—Ayer —respondió Bellotti.

Oscar se inclinó urgentemente hacia él.

—¿Está seguro?

Bellotti pareció meditarlo.

—¿O quizá fue anteayer? —dijo—. Sí, anteayer. Vino a uno de los almuerzos del club. Ahora nos encontramos en Little College Street. Tiene que venir, señor Wilde. Hace mucho que no disfrutamos del placer de su compañía. Billy estaba en una forma excelente. Es que el muchacho siempre es una delicia. ¿Por qué pregunta por él? ¿Se ha metido en algún lío?

—Eso me temo —dijo Oscar con tono sombrío.

—¡Vaya por Dios! —masculló Bellotti—. Eso quiere decir que se habrá escapado. Suelen hacerlo. ¿Me equivoco? ¿Ha desaparecido?

—Sí.

—Habrá ido a Broadstairs a ver a su madre. Eso es lo que pasa. Eso es lo que siempre ocurre. En época de trabajo, se refugian en la falda de sus madres.

—¿Y por casualidad no tendrá usted su dirección? —preguntó Oscar.

The Castle, Harbour Street. La propiedad no hace honor al nombre de la dirección, aunque teniendo en cuenta como suelen ser en general las pensiones de la costa, ésta cuenta con los servicios esenciales. Me alojé allí hace dos meses. Así fue como conocí a Billy Wood. El chiquillo servía mesas. Enseguida me di cuenta de que a usted le gustaría, señor Wilde. Le animé a que viniera a la ciudad, en parte por usted.

—Gracias —dijo Oscar, y nos levantamos. Bellotti no se movió.

Mientras regresábamos a empujones entre la multitud, pregunté:

—¿Es ciego?

—Puede ser —dijo Oscar—. O al menos lo parece. Aunque no pondría la mano en el fuego por él. Con un hombre como Bellotti, nunca se puede estar seguro de nada.

Ya en la calle, nuestro cabriolé esperaba. Justo cuando estábamos a punto de subir a él, simultáneamente, Oscar y yo nos lanzamos hacia delante y soltamos un involuntario grito de dolor. Acabábamos de recibir un golpe como si un latigazo acabara de sacudirnos las pantorrillas. Oscar calló hacia delante contra el carruaje. Yo me volví de espaldas, enojado. De pie, inmediatamente detrás de nosotros, vi a una pequeña figura con uniforme de paje. A punto estuve de soltarle un cachete al muchacho cuando me di cuenta de que nuestro asaltante no había sido él, sino un enano. Su cuerpo era diminuto, aunque no deforme. Su enorme cabeza resultaba a la vez grotesca y alejada de toda normalidad. Tenía un rostro profusamente arrugado: la piel cetrina y curtida. A sus labios asomaba una mueca de desprecio y tenía en las manos el bastón con el que nos había golpeado las piernas para llamar nuestra atención. Enseguida me di cuenta de que era el mismo bastón espada que yo le había regalado a Constance el día de su boda, y entendí que Oscar debía de haberlo dejado olvidado en la mesa de Bellotti.

El enano tendió el bastón hacia Oscar, que, recuperando el equilibrio, lo aceptó. Para mi asombro, le vi llevarse la mano al bolsillo, encontrar una moneda y dársela al hombre.

—¡Por el amor de Dios, Oscar! —protesté.

El enano cogió la moneda y se retiró, riéndose de nosotros sin ocultar su desprecio. Oscar subió al coche.

—De un modo u otro, siempre hay que pagar por el placer y el dolor —dijo.

—¿Le conoces? —pregunté, siguiendo a Oscar al interior del dos ruedas.

—Es una de las criaturas de Bellotti —respondió—. Reconozco que es desagradable, pero su deformidad me inspira lástima.

—¿Y qué hace con Bellotti? —pregunté.

—Se encarga de sus pujas —respondió Oscar con una pálida sonrisa.

—Es un pequeño demonio —dije, frotándome las pantorrillas, que seguían doloridas tras el injustificado asalto.

—No hace falta ser vidente para darse cuenta de eso, Robert. Es feo y despiadado, así que apártalo de tu cabeza. Cuanto menos se hable de las heridas de la vida, tanto mejor. Concéntrate en pensamientos más felices. Piensa en que mañana estaremos de camino a Broadstairs y en que quizá te compre un canotier cuando lleguemos al mar…

El cabriolé nos llevó desde Knightsbridge, por Picadilly y el Soho hacia mi habitación de Gower Street. Cuando llegamos a la callejuela lateral que salía de Soho Square y en la que, dos noches antes, había visto a Oscar en compañía de la joven —la desconocida del rostro desfigurado—, mi amigo ordenó de pronto al cochero que detuviera el carruaje.

—Yo me bajo aquí —dijo—. Tú vete a casa, Robert. La carrera está pagada.

Bajó del carruaje y se volvió a mirarme.

—Sí, Robert —dijo—. Tengo una cita secreta… en una parte ligeramente vergonzante de la ciudad. Y tú sientes curiosidad. Estoy seguro de que ambas cosas dirán mucho en nuestro favor.