23.

29 de enero de 1890

—¿Debemos regresar a Londres, Aidan? ¿De verdad tenemos que volver?

Veronica Sutherland había vuelto de su paseo matutino con color en las mejillas y la mirada encendida… y un hermoso tocado de plumas en la cabeza. Nos había encontrado en el comedor del hotel y se había reunido con nosotros a la mesa del desayuno, aunque se negó a tomar asiento. De ahí que tanto Aidan Fraser como Oscar y yo siguiéramos de pie en nuestro sitio con la servilleta en la mano, como un trío de deficientes escolares que, pizarras en mano, estuvieran siendo amonestados por su institutriz.

—Qué irritante —prosiguió—, y qué injusto. Acabamos de llegar y el lunes es mi cumpleaños… ¡Mi cumpleaños! ¿Cuándo ha sido la última vez que hemos estado juntos, Aidan? Siempre estás trabajando.

—Es el mundo, y no la familia, el que se beneficia del fruto del genio —dijo Oscar.

Veronica se volvió hacia él.

—Oh, cállese, Oscar, se lo ruego. Sus incesantes comentarios ingeniosos pueden llegar a resultar a veces terriblemente cansinos.

—El verso no era mío —respondió Oscar con timidez—, sino de Conan Doyle.

—¡Qué más da cuál sea la fuente! La cuestión es que supuestamente estamos de vacaciones (es el fin de semana de mi cumpleaños) y Aidan no es un genio y tampoco es indispensable. ¿No podría el inspector Gilmour o cualquier otra pobre alma de Scotland Yard ocuparse del caso?

—Es un caso importante —dijo Oscar.

—¿Ah, sí? —preguntó Veronica mirándole a los ojos—. Un ramerillo ha sido asesinado, su chulo se ha quitado la vida y el borracho de su padrastro va a terminar en la horca. ¿Tan importante es el caso, señor Wilde?

Me quedé perplejo ante la virulencia de su lenguaje. Oscar pareció no inmutarse.

—Sí —respondió sin perder la calma, devolviéndole la mirada.

—Ah —fue la seca respuesta de Veronica—, ¿y para quién?

—Es importante para su prometido, señorita Sutherland, y para su futuro. Ha acusado a un hombre de asesinato… y ahora su testigo principal está muerto. ¿Cómo ha muerto Bellotti? ¿Ha sido un suicidio? ¿Un accidente? La cuestión no puede quedar sin resolver y tampoco puede pasar a manos del inspector Gilmour. Por desgracia, es responsabilidad de Fraser. El deber llama.

Veronica suspiró impacientemente y miró en derredor. Aunque el comedor no estaba lleno, en unas cuantas mesas repartidas por el salón había otros clientes que fingían ignorarnos. A punto estuve de hablar —y proponer quizá que Oscar y Fraser volvieran a Londres mientras yo hacía compañía a la señorita Sutherland en París—, pero me faltó valor y dejé pasar la ocasión.

—Muy bien —dijo Veronica (sus mejillas habían palidecido y en sus ojos había dejado de arder el brillo de minutos antes)—. Subiré a mi habitación a hacer el equipaje. Les ruego que me avisen cuando estén listos para marcharnos.

—Gracias —dijo Fraser—. Celebraremos tu cumpleaños como es debido en Lower Sloane Street.

—Sin duda —fue la réplica de Veronica.

—¡Y podremos volver a París en primavera! —dijo Oscar con una sonrisa.

Ella se rió, dio media vuelta y salió apresuradamente del salón.

Tres horas más tarde, estábamos en la Gare du Nord, subiendo al tren Club que nos llevaría a Calais. Fraser y Oscar no tuvieron ninguna dificultad a la hora de cambiar nuestros billetes; los trenes a cada lado del Canal iban prácticamente vacíos y a bordo del vapor (el SS Dover Castle, «el orgullo de la compañía») éramos los únicos pasajeros que ocupaban el salón de primera clase. Resultó un día largo y tedioso. Nuestro regreso a Londres no fue el festín de buen humor y de optimismo que había sido el trayecto de ida a París. Si Oscar albergaba destellos de ingeniosidad en su mente (fueran los suyos o los de otros), no los compartió con nosotros. Pasó gran parte del viaje de vuelta con la nariz hundida en un libro. Todos leíamos, o por lo menos fingíamos hacerlo. Yo hojeaba lentamente mi vademécum, mi edición comentada de las máximas de La Rochefoucauld. Veronica parecía devorar un diario científico dedicado a la obra de Louis Pasteur sobre la inmunización contra el ántrax. Aidan Fraser leía Tres hombres en una barca de Jerome K. Jerome, aunque creo que no con demasiada atención. No se rió una sola vez.

Cuando por fin pisamos de nuevo tierra inglesa, mientras nuestro tren dejaba atrás los campos de lúpulo del norte de Kent y caía la noche, Oscar y Fraser, como impulsados por un acuerdo mutuo no verbalizado, dejaron sus libros a un lado e, inclinándose el uno hacia el otro, y entre susurros, como dos cómplices, empezaron a conversar sobre el caso.

—¿Cuándo han encontrado exactamente el cuerpo de Bellotti? —preguntó Oscar—. ¿Lo ha dicho Gilmour?

—Todo parece indicar que ayer por la mañana.

—Mientras viajábamos a París…

—Sí.

—¿Y dice que fue arrollado por un tren?

—Eso parece.

—¿En qué estación?

—El telegrama no lo especifica, pero no fue una estación de tren. El accidente ocurrió en el metro.

—¿El accidente? —Oscar arqueó una ceja.

—Podría haber sido un accidente, Oscar —dijo Fraser deliberadamente—. El hombre era casi ciego, ¿no?

—Creo que eso le habría llevado a moverse con mayor cuidado, no al revés. No pueden descartar el asesinato. No deberían.

—Pero ¿por qué alguien iba a querer asesinar a Bellotti?

—Porque era su testigo, Aidan. Ha dicho que Bellotti le contó que Edward O’Donnell y Drayton Saint Leonard eran el mismo hombre…

—Cierto.

—¿Está seguro de eso?

—Del todo.

—¿Y le dijo también que Billy Wood se marchó del almuerzo ese día para encontrarse con él?

—Eso es lo que dijo. Y estaba dispuesto a testificar.

—Muy bien —dijo Oscar—. Si Bellotti estaba dispuesto a testificarlo bajo juramento, ¿qué otras cosas podía estar dispuesto a decir ante un tribunal? Si estaba dispuesto a implicar a O’Donnell, ¿qué otra reputación podía estar dispuesto a arruinar? En el preciso instante en que Bellotti se convirtió en informador de la policía, tenía los días contados.

Fraser se rió y señaló el delgado ejemplar que Oscar tenía en el asiento contiguo al suyo.

—Creo que ha estado leyendo demasiado a Conan Doyle, Oscar.

Mi amigo cogió su ejemplar de El signo de los cuatro y lo hizo girar cuidadosamente entre las manos.

—Asimilo todas las lecciones que puedo del señor Sherlock Holmes —dijo—, esa «máquina de perfecta observación y razonamiento».

Fraser sonrió y, volviendo a apoyar la espalda en el respaldo de su asiento, se pasó por el pelo sus dedos finos y largos.

—Ha sido un accidente, Oscar, o un suicidio. Bellotti se dio cuenta de que el juego había terminado y no fue capaz de asumir las consecuencias. —Se volvió a mirar por la ventanilla del vagón, pero había caído la noche y lo único que pudo ver fue su propio reflejo en el cristal—. Mencionó usted a un enano esta mañana —dijo—. ¿Qué enano es ése?

—Bellotti tenía un enano, una especie de compañero, chico para los recados, guardaespaldas… Raras veces vi a Bellotti sin el enano. Era una fea criatura.

—Si Bellotti murió asesinado —sugirió Fraser, volviéndose hacia Oscar—, quizá su enano fuera su asesino.

—Lo dudo —respondió Oscar—. El enano es hijo de Bellotti.

Fraser se volvió de nuevo hacia la ventanilla del compartimiento.

—No conocía la existencia de ese enano —dijo.

—Tendrán que dar con él.

—Sí —respondió Fraser con cierto aire distraído—, sí, supongo que sí. Queda mucho por hacer…

—¿Qué hará primero? —preguntó Oscar—. ¿Interrogar a los miembros del pequeño club de almuerzos de Bellotti? Tendrían que ser capaces de identificar a Drayton Saint Leonard, ¿no le parece? Aunque, por supuesto, a diferencia de Bellotti, quizá se muestren reticentes a hacerlo…

—Creo que empezaremos por la señora Wood —dijo Fraser. Oscar sacudió la cabeza en un gesto claramente despreciativo. Fraser prosiguió—: La señora Wood, o la señora O’Donnell, o comoquiera que se llame, era su «ama de llaves», Oscar. Estoy convencido.

—Lo negará.

—Sin duda. Quienes tienen las manos manchadas de sangre evitan siempre decir la verdad.

—¿La acusarán?

—No sin una confesión. A los jurados no les gusta condenar a madres por el asesinato de sus hijos. Pero sí condenarán a O’Donnell. Ese hombre morirá en la horca, y ése será su castigo.

Nuestro tren circulaba en ese momento por las afueras del sureste de Londres. De día, las tristes calles y las decadentes viviendas que íbamos dejando atrás representaban algunas de las barriadas más deprimidas de la capital. De noche, el parpadeo de las velas en los alféizares de las ventanas y las farolas de gas de las paredes de los callejones convertían la pobreza en un cuento de hadas, transformando hileras de modestos edificios de oropel en filas de pequeñas casas como la de Hansel y Gretel. Oscar siguió la dirección de mi mirada y me leyó el pensamiento.

—La ilusión puede ser un consuelo —dijo.

Veronica, que se había quedado dormida, acababa de despertarse. Tenía los ojos cansados, estaba pálida (se le había desprendido el maquillaje de las mejillas) y se le había soltado el pelo, que le caía alrededor del cuello. Nunca la había visto con un aspecto tan natural, ni tan vulnerable. Me sonrió con unos labios ligeramente separados y atrapó mi mirada en la suya. Me abrumó verla tan hermosa.

El tren avanzaba despacio, aproximándose ya a la estación de término. Veronica, sentándose hacia delante, retocándose el pelo y desperezándose a la vez, se volvió a mirar a Oscar y dijo:

—Le debo una disculpa, señor Wilde.

Oscar se levantó y le dedicó una inclinación de cabeza antes de estirar el brazo para bajar una de las maletas del portaequipajes situado sobre nuestras cabezas.

—No me debe usted nada, mi querida señora.

—Le debo una disculpa —repitió Veronica—. He estado inmoderada y maleducada. No sé qué es lo que me ha ocurrido. Confío en que me disculpe y en que así me lo demuestre viniendo a tomar una copa para celebrar mi cumpleaños mañana por la tarde.

—Será un honor —dijo Oscar—. ¿Ha invitado también a Robert?

—¡Bien lo sabe él! —Se inclinó hacia mí, me tomó la mano y la besó.

—Bien —dijo Fraser, dándose una palmada en las rodillas y levantándose rápidamente. El tren se había detenido con brusquedad—. Entonces está decidido. Mañana a las seis de la tarde en Lower Sloane Street. ¿Y ahora?

Nos habíamos puesto todos de pie y estábamos recogiendo nuestras pertenencias.

—Volveré a Bedford Square, a casa de mi tía abuela —dijo Veronica—. Ni que decir tiene que no me espera, y aunque no es muy amiga de las sorpresas, se las arreglará. No veía con demasiados buenos ojos que viajara a París sin una acompañante. Mi regreso adelantado le dará una gran satisfacción.

—No he tenido el placer de conocer a la señora Sutherland —dijo Oscar, poniéndose el abrigo de color verde botella con el cuello de astracán—. ¿Debo entender que se unirá a nosotros mañana por la tarde?

—No lo creo —replicó Veronica—. Jamás sale después de que anochece. Pertenece a esa generación.

—Ah —dijo Oscar, abriendo la puerta del vagón y haciendo entrega de una maleta a un mozo que esperaba en el andén de la estación—. Toda regla tiene su excepción. Mi madre jamás sale de día. Siente aversión a la brutalidad del exceso de iluminación.

En ese momento nos bañaba el resplandor ocre de las farolas de gas de la estación Victoria. Como uno de los guías del señor Cook que guiara una expedición por las callejuelas de Florencia, Oscar echó a andar con paso firme por delante de nosotros con el bastón en alto, llevando al grupo (con cuatro mozos en cola) hasta la fila de coches situada en el patio de la estación. En la cabeza de la fila había un cabriolé.

—¿Sería tan amable de llevar a esta joven dama a Bedford Square? —preguntó Oscar al tiempo que le daba dos chelines al cochero. El hombre examinó las monedas y gruñó. Oscar murmuró—: El vocabulario de los cocheros de Londres es sin duda seco aunque convincente.

Veronica subió al cabriolé y nos miró desde su asiento. Me gustaría decir que, al partir, me dedicó una de sus más cálidas sonrisas, pero no puedo. Pareció mirarnos a los tres con idénticos buenos ojos.

—Buenas noches, caballeros —dijo con un pequeño gesto de la mano—. À demain.

—Su prometida es una mujer extraordinaria —dijo Oscar, poniéndole la mano a Fraser en el hombro mientras seguíamos de pie despidiéndonos de Veronica con la mano y ella se perdía lentamente en la oscuridad de la noche—. Tiene fuego en el alma. Arde intensamente.

—No sabe cuánto deseo complacerla —dijo Fraser.

—No será fácil. Tiene energía e inteligencia, el vigor de un hombre, aunque, por un accidente de la naturaleza, está condenada a representar el papel de la mujer dócil. Es difícil ser totalmente feliz en circunstancias semejantes.

Los mozos de estación estaban cargando el resto de nuestras maletas en el siguiente carruaje de la fila.

—¿Y ahora adónde? —gritó Oscar—. ¿Una copa? ¿Picamos algo para cenar? ¿Un plato de conejo galés y una copa de champán?

Fraser seguía con la mirada fija en Veronica, aunque para entonces el coche de la señorita Sutherland se había perdido entre el tráfico. De pronto despertó de su ensueño.

—Iré a Bow Street y volveré a interrogar a O’Donnell —anunció.

—¿Qué? —exclamó Oscar—. ¿Ahora? ¡Pero si son las nueve de la noche del sábado!

—Un momento tan bueno como cualquier otro —fue la respuesta de Fraser.

—¿Y no le parece una hora un poco intempestiva para un interrogatorio policial? —intervino de nuevo Oscar, mirando al inspector no sin cierta perplejidad.

Fraser se rió.

—Vamos, Oscar, ¿acaso no fue usted quien me apremió para que regresara «de inmediato» a Londres? Podría haber dejado el asunto en manos de Archy Gilmour, pero usted dijo: «El deber llama». Me quería a mí en el caso.

—Por supuesto —dijo Oscar—. Lleva usted razón. —Hizo una breve pausa y a continuación, poniendo las manos en los hombros de Fraser, y situándose delante de él, miró directamente a los ojos del pálido policía—. ¿Puedo pedirle un favor, Aidan? —preguntó—. ¿Me permite que le acompañe?

Fraser pareció vacilar.

—¿A Bow Street?

—Sí.

—Bueno, eso resultaría hasta cierto punto irregular, ¿no le parece?

—No para que interrogue yo a O’Donnell —prosiguió Oscar—. Ése es su trabajo, Aidan, lo entiendo perfectamente. Me refería más a observar y a ser testigo directo del interrogatorio. Usted cree que O’Donnell es culpable y, a juzgar por lo que le dijo Bellotti, parece que existen pruebas circunstanciales… Yo le considero inocente, pero jamás le he visto sobrio. Quizá todavía no he aprendido a tomarle la medida. En los calabozos estará sobrio…

Fraser negó con la cabeza.

—No necesariamente —dijo—. Depende del sargento que esté de guardia. Si O’Donnell tiene dinero, quizá pueda obtener licor, incluso estando en su celda.

—Por favor, Aidan —insistió Oscar, implorante.

El joven detective se encogió de hombros y suspiró.

—Es del todo irregular, pero… muy bien, venga conmigo. —Aguantó abierta la portezuela del coche para que subiéramos—. Vamos, no se hable más. El caso es suyo desde el principio, Oscar. Es justo que siga en él hasta su conclusión.

—¿Cree usted que hemos llegado al final? —pregunté mientras el coche giraba por Victoria Street.

—Creo que O’Donnell confesará —dijo Fraser.

Llegamos a Bow Street en poco más de un cuarto de hora. Cuando bajamos del coche, Fraser se adelantó hacia la comisaría de policía mientras Oscar convencía a nuestro cochero para que nos esperara con nuestro equipaje.

—Cochero, me temo que no tardaremos más de una hora —dijo—. Si aparca al otro lado de la calle, junto a la entrada de artistas de la Opera House, quizá llegue a tiempo para el último acto de Lohengrin.

El cochero asintió con aire ausente.

—Si usted lo dice, señor.

—Lo digo, sí, cochero —dijo Oscar—. Es su tipo de música… ¡Es Wagner! —El hombre ni se inmutó, aunque volvió a asentir mientras se metía en el bolsillo la moneda que Oscar le había depositado en la mano—. La música de Wagner es mejor que ninguna otra —insistió Oscar—. Suena tan alto que uno puede pasarse todo el rato hablando sin que nadie se entere de lo que dice.

—Muy gracioso, Oscar —tronó un desconocido que se aproximaba a nosotros desde la acera de enfrente. Se trataba de un hombre menudo y calvo con traje de noche que fumaba un enorme puro. Yo no le conocía, aunque era obvio que él sí conocía a Oscar (¡todo el mundo conocía a Oscar!), y Oscar, en cuanto se percató de la presencia del hombre, exclamó:

—¡Gus! ¡Gus! ¡Qué alegría verte!

El hombrecillo era sir Augustus Harris, director del Theatre Royal Drury Lane y del Theatre Royal de Covent Garden.

—No hay ópera esta noche, Oscar, sino pantomima. ¡Una de esas noches que tanto te gustan! Barba Azul… ¡La clase de obra que te gusta! ¡Y los dos mil cien asientos están vendidos! Pero si quieres verla conmigo desde mi palco…

—No, te lo agradezco enormemente, Gus. Mi amigo y yo tenemos otro compromiso.

Sir Augustus Harris levantó la mirada hacia la lámpara azul que colgaba sobre la entrada de la comisaría y arqueó una ceja burlona.

—Tu secreto está a salvo conmigo —se rió con satisfacción—. Buenas noches, Oscar. —Se despidió de mí con una leve inclinación de cabeza—. Buenas noches, señor. —Volvió a cruzar la calle hasta la acera de enfrente, agitando su cigarro grandiosamente en el aire y gritándole a Oscar mientras se alejaba—: Irving me ha dicho que has acudido a rescatarle. ¡Bravo! Te está agradecido. Ven a verme pronto, Oscar. Hagamos algo juntos… ¡siempre que no sea Salomé!

—Gus es un buen hombre —dijo Oscar—. Un inculto civilizado. Representa la supervivencia del voluntarioso.

Subimos los escalones de piedra de la comisaría. En el vestíbulo pobremente iluminado situado junto a la puerta principal nos esperaba un joven agente.

—El inspector Fraser está con el sargento Ritter, señor. No tardarán. Han ido a buscar las llaves.

—Qué silencioso está esto —dijo Oscar—. Sepulcral. Cualquiera diría que estamos en una iglesia de campo abandonada.

—Se animará más tarde, señor —dijo el joven bobby—. A medianoche, cuando hayan cerrado los bares y pubs, estará tan animado como una casbah en una noche de estreno.

Oscar miró al joven sin salir de su asombro. Vi cómo empezaba a formarse un elaborado cumplido en la mente de mi amigo cuando, de pronto, nos distrajo un tintineo de llaves a nuestra espalda. Al volvernos distinguimos en el rincón del vestíbulo vacío, en lo que habíamos tomado por una pared desnuda, una puerta estrecha de pesado metal, tachonada de cerraduras y pintada de blanco. Abierta en ella, a la altura de la cabeza, había una ranura no mayor que la boca de un buzón, y por la abertura, profusamente iluminados, alcanzamos a ver los perfectos dientes blancos de Aidan Fraser.

—¿Vienen? —gritó.

—Sí —respondió Oscar. Sonrió apesadumbradamente al joven agente—. Espero que volvamos a vernos.

Cuando llegamos a la puerta metálica, ésta se abrió silenciosamente hacia dentro y, justo al otro lado, en un estrecho pasillo de techo bajo, encontramos a Fraser con los ojos brillantes y sosteniendo una lámpara de parafina para iluminarnos el camino.

—Con cuidado —nos advirtió—. Está oscuro y húmedo. Casi resbalo.

Le acompañaba el sargento Ritter, un hombre de mediana edad, no alto pero sí corpulento, con unos ojos acuosos, nariz de bebedor y aspecto de fracasado. Respiraba ruidosamente, pero apenas hablaba. Cuando Oscar comentó, solícito:

—¿Le da problemas el asma, sargento? Está siendo un invierno muy duro.

El sargento miró a su interlocutor con la mirada perdida, como si tuviera delante a una criatura del planeta Marte, y no se dignó a responderle. (No todo el mundo era susceptible al encanto de Oscar).

—Síganme —nos invitó Fraser, sosteniendo la lámpara en alto y guiándonos en fila india por el estrecho pasillo y por un corto tramo descendente de escaleras metálicas que llevaban a las celdas. El lugar era ciertamente oscuro y húmedo… y claustrofóbico. Reinaba un ambiente sombrío y pestilente.

—Está en la celda uno —dijo Fraser—. Esta noche es nuestro único prisionero. Por desgracia, sigue bebido. A Ritter le ha parecido que lo mejor sería mantenerle tranquilo con licor. No sabía que vendríamos esta noche.

Estábamos delante de la puerta de la celda, arracimados alrededor de la lámpara de Fraser.

—Aquí hay un silencio de muerte —dijo Oscar—. No se mueve ni un ratón.

—Puede que haya ratas en la celda, Oscar —dijo Fraser con una sonrisa glacial—. Quédense junto a la puerta, podría ser violento. Dejen que Ritter entre primero. Veremos si en su estado puede responder esta noche a nuestras preguntas. De no ser así, volveremos por la mañana.

Fraser abrió el cerrojo de la puerta y le dio a su sargento la lámpara de parafina. Era nuestra única fuente de luz. Si su pequeña y parpadeante llama se hubiera extinguido, nos habríamos visto sumidos en la más absoluta oscuridad. Nos quedamos en silencio junto a la puerta, en lo alto de los tres escalones que bajaban a la celda. Ritter se adelantó, sin dejar de respirar pesadamente, sosteniendo en alto la lámpara para poder ver dónde pisaba.

¡O’Donnell! —gritó—. Tienes visita. Levántate, hombre. ¡O’Donnell! ¡O’Donnell! Pero no hubo respuesta.

La celda medía poco más de un metro de ancho por dos de largo. En el extremo más alejado del cubículo, frente a la puerta, en lo alto de la pared y justo debajo del techo, había un agujero del tamaño de un ladrillo que servía como conducto de ventilación durante la noche y como patética ventana durante el día. Una barra metálica cruzaba el agujero de lado a lado, bloqueando el paso. De la barra pendía un cinturón de cuero y del cinturón, el cuerpo de Edward O’Donnell. La cabeza le colgaba a un lado. Tenía los ojos abiertos. Había en ellos una mirada fija y demente. También tenía la boca abierta. Cuando Ritter acercó la lámpara al horripilante rostro de O’Donnell, vimos que tenía la barbilla, la barba y la camisa cubiertas de vómito reciente.

—Está muerto —dijo Ritter, pegando los dedos a la muñeca del colgado.

—Tendría que haberlo imaginado —dijo Oscar—. La culpa es mía. Mía y sólo mía.