9.
Una vela en la ventana
Pero Aidan Fraser tenía otra cosa en mente, y no dudó en ponerla en práctica.
Cuando llegamos al Albemarle ya era pasada la medianoche. La puerta principal estaba cerrada y no había luz en las ventanas que daban a la calle. Aun así, Oscar llamó al timbre. Casi de forma instantánea, Hubbard abrió la puerta de par en par y dio un paso atrás, obsequiosamente, para permitirnos la entrada, al tiempo que murmuraba:
—¿Desea un refrigerio antes de irse a dormir, señor Wilde?
—Gracias —dijo Oscar, depositando una moneda en la mano del criado—. Usted también necesita uno. —Nunca vi a Oscar buscar cambio en sus bolsillos. Sin el menor esfuerzo, como un prestidigitador profesional, parecía llevar siempre encima la moneda apropiada entre los dedos en el momento exacto—. Están cerrando, lo sé. Nos acomodaremos en Keppel Corner. No le entretendremos mucho, se lo prometo. ¿Algún mensaje para mí?
—Cuatro telegramas, señor —respondió Hubbard con evidente satisfacción—. Se los llevaré de inmediato, señor, junto con el champán.
El Albemarle todavía no estaba provisto de luz eléctrica. Nos sentamos, envueltos en una penumbra sepulcral, bajo una única araña a gas, en Keppel Corner, una alcoba adyacente a la escalera principal del club. La alcoba recibía su nombre del apuesto joven de ojos divertidos y boca agradable cuyo hermoso retrato, supuestamente obra de sir Godfrey Kneller, adornaba la pared posterior. A la temprana edad de diecinueve años, Arnold Joost van Keppel había llegado a Inglaterra formando parte del séquito de Guillermo III. Era, según se dice, el bujarrón del rey. Sin duda era uno de los favoritos del soberano. A la edad de veintiséis años, en 1626, fue nombrado primer barón de Albemarle. Siempre que veía el retrato, Oscar dejaba escapar un pequeño suspiro y susurraba:
—También a mí me adoraron en un tiempo.
Hubbard trajo el champán y los telegramas. Oscar examinó los sobres uno tras otro.
—Creo que empezaremos por éste —dijo, rasgando uno de los sobres—. Es ciertamente de nuestro amigo, si así es como debemos considerarle. —Me hizo entrega del telegrama. Lo leí presa de cierta incredulidad: «SIENTO MUCHO NO PODER VERLE INMEDIATAMENTE. CONTACTARÉ CON USTED A SU DEBIDO TIEMPO. SALUDOS. FRASER».
—¿Qué significa? —pregunté.
—¿Y qué significa esto? —replicó Oscar. Había abierto el segundo sobre—. Un segundo comunicado procedente del inspector Fraser, al parecer enviado exactamente una hora después del primero.
—¿Acaso ha reconsiderado su decisión?
—Diría que lo ha pensado mejor, en todo caso —dijo Oscar, leyendo el segundo telegrama del policía: «TRANQUÍLICESE. LO ENTENDERÁ CUANDO SE LO EXPLIQUE. FRASER».
—Quiere tranquilizarnos —dijo Oscar—. Me pregunto por qué.
—¡Pues nada más lejos! —exclamé—. Edward O’Donnell anda por ahí suelto. Podría cometer cualquier otra atrocidad.
Oscar dejó su copa sobre la mesa y me miró con los ojos muy abiertos.
—O’Donnell no es nuestro asesino, Robert —se rió—. Vamos, hombre, ¿no estarás hablando en serio?
—Por supuesto que sí —protesté—. Le hemos visto. Sabemos cómo es. Hemos oído la historia de la señora Wood…
—O’Donnell es un bruto y un borracho.
—Precisamente.
—Robert, quienquiera que haya asesinado a Billy Wood no era ningún borracho. Encontré el cuerpo de Billy pulcramente estirado en el suelo, con los brazos cruzados sobre el pecho, y parpadeantes velas dispuestas a su alrededor. Menos de veinticuatro horas más tarde, tú mismo visitaste la escena del crimen, y oliste la cera de abeja que había sido utilizada en el suelo. El cuerpo había desaparecido, la habitación estaba ordenada, limpia y no había ni rastro de la menor prueba a la vista, con excepción de la mota de sangre que Arthur descubrió en lo alto de la pared. Nada de todo eso pudo ser obra de un borracho como Edward O’Donnell.
—Pero la señora Wood dijo que él era el responsable…
—Quizás indirectamente. Puede que fuera él quien trajera al muchacho a Londres ese día fatídico. Sí, Robert, puede que O’Donnell nos sea de ayuda para llegar al culpable, pero él no es el asesino. De eso estoy seguro.
—La señora Wood dijo que fue O’Donnell quien había presentado Billy a Bellotti y que…
—Sí —dijo Oscar, interrumpiéndome—. Eso me dejó intrigado porque Bellotti, como bien recordarás, nos dijo que había conocido a Billy hace dos años, durante su estancia en The Castle. ¿Crees que la señora Wood ha olvidado la estancia del señor Bellotti en su hotel?
—Probablemente —me aventuré a responder.
Oscar se rió.
—No lo creo, Robert. Una presencia como la del señor Bellotti ni pasa desapercibida con facilidad ni se olvida rápidamente.
—¿Quieres decir que la señora Wood nos ha mentido? —pregunté, incrédulo.
—Lo que digo, Robert, es que, en cuestión de asesinatos, no se puede confiar en nadie. Recuérdalo, a medida que la trama se complique, por encima de todo. El engaño está a la orden del día. ¡Pero si no hay más que verme a mí! Cogí esa alianza del dedo sin vida de Billy pocos minutos después de que fuera asesinado, la alianza estaba todavía caliente y sus dedos, suaves y flexibles. ¿Me oíste hablar del anillo a Conan Doyle? ¿Se lo mencioné a Fraser?
—Tenías tus motivos —dije—. La señora Wood quizá no habría creído que Billy había muerto si no le hubieras mostrado el anillo.
—Cierto —dijo Oscar—. Tenía mis motivos, del mismo modo que Susannah Wood tiene los suyos para decirnos que fue Edward O’Donnell y no ella quien presentó a su desdichado hijo a Gerard Bellotti.
—¿Supongo entonces que volveremos a ver a Bellotti? —pregunté—. ¿Volveremos a interrogarle?
—A su debido tiempo —respondió mi amigo con tono despreocupado.
—¿Y no deberíamos interrogar nosotros a O’Donnell si no lo hace Fraser?
Oscar sonrió y, lánguidamente, levantó su copa de champán hacia mí.
—No me parece que ni tú ni yo, Robert, por muy robustos que seamos, llegáramos muy lejos interrogando a un bruto de la calaña de Edward O’Donnell.
—Bien —dije—. ¿Y de quién es el tercer telegrama? Quizás el inspector Fraser haya decidido venir en nuestra ayuda, después de todo.
Oscar rasgó el tercer sobre.
—No —dijo, leyendo por encima el contenido del cable—. Éste es de Stoddart, mi editor norteamericano. Quiere que le escriba cien mil palabras… ¡para noviembre! Qué absurdo. No existen cien mil palabras hermosas en la lengua inglesa.
—¿Lo harás?
—Debo hacerlo —suspiró—. Necesito el dinero. —Se inclinó hacia mí con la botella de champán y llenó mi copa—. El trabajo, Robert, es la maldición de las clases bebedoras. Debemos pagar por nuestros placeres. El señor Stoddart me ofrece un anticipo de cien libras.
Quedé impresionado, aunque también sentí envidia. (En ese momento, yo trabajaba en mi estudio sobre Emile Zola y esperaba un pago total por mis labores que oscilaba entre las diez y las quince libras).
—Empezaré a trabajar en el relato de Stoddart mañana. Iré a visitar a mi tía Jane. Me llevaré la libreta y me sentaré al final de su jardín, debajo del acebo.
—Pero, Oscar —dije, sonriendo—, si tú no tienes ninguna tía Jane.
—Es muy mayor —respondió, mirando a su copa—. Aunque ahora que lo pienso, está muerta. Murió de desatención. La gente como tú nunca creyó en ella. Los jóvenes no tenéis corazón. Como no puedo ir a ver a mi tía Jane, me iré a Oxford.
No tardaría en saber que Oxford era para Oscar un lugar especial. En épocas de trabajo, cuando buscaba refugio, o consuelo, y cuando tenía necesidad de distracción, o deseaba inspiración, recurría a Oxford. Fue allí donde, en la década de 1870, siendo ya un deslumbrante estudiante universitario, había saboreado por vez primera las mieles de la gloria y la fruta agridulce de la notoriedad nacional. Oxford fue la fuente de la que brotó el mito de Oscar Wilde. Él lo sabía y jamás lo olvidó.
Lo que nunca se me olvida es que Oscar, aun siendo todo un caballero, no era inglés, sino irlandés. Comprendía las costumbres inglesas (¡nadie mejor que él!), y hablaba la lengua inglesa como sólo puede hacerlo un irlandés, pero no había estudiado en una escuela privada inglesa; no apreciaba a Dickens como lo aprecian los ingleses; no jugaba al rugby (¡imagínense lo contrario!), y tampoco le gustaba el criquet; no practicaba la caza con perros ni con escopeta y tampoco pescaba. No llevaba la corbata del colegio donde había estudiado. En Inglaterra, Oscar era, en conjunto, un forastero. Sin embargo, en Oxford se sentía a sus anchas. Estaba en casa. Le gustaba decir: «Oxford es la capital del Romance, a su manera tan memorable como Atenas». Yo me burlaba de él y le decía que si se ponía tan sentimental con Oxford era sólo porque era allí donde, a los veinte años, se había desmelenado por completo. Con fingida indignación, Oscar me reprochó mis palabras:
—Yo jamás me he desmelenado, Robert. Como mucho me he soltado un poco la melena. Nada más.
Oscar afirmaba que reverenciaba Oxford por su arquitectura y por su vida intelectual, aunque lo cierto es que lo que le empujaba a volver allí una y otra vez era la promesa y la perspectiva de la juventud. Iba a Oxford a pasar el rato con los estudiantes y con los profesores más jóvenes, a divertirse con su conversación, a dejarse fascinar por sus encantos y mecer por el calor de su admiración. Todo eso me lo reconoció esa noche en el Albemarle.
—Veo reflejado en ellos lo que quiero ver de mí —decía—. Me miro en sus rostros como si me mirara en un espejo y, durante un instante, vuelvo a sentirme joven. ¡La juventud! ¡La juventud, Robert! ¡No hay nada en el mundo más que la juventud!
Me reí.
—¡Hace cuarenta y ocho horas, Oscar, en el mundo sólo existía la justicia! Si mal no recuerdo, anteayer, exacerbado por los buenos vinos de Mr. Simpson’s, te comprometiste a ser el amigo de las almas solitarias. Juraste que no descansarías hasta lograr que se hiciera justicia con Billy Wood. Ahora parece que la juventud lo es todo y que la justicia es tomarte un año sabático mientras te alejas flotando hacia Oxford.
Mi amigo entrecerró los ojos y me lanzó una mirada severa.
—No pienso desplazarme flotando a Oxford, Robert. Pienso ir en tren. Y cuando llegue, la justicia no caerá en el olvido. Nuestra investigación seguirá su curso, Robert, incluso sin nosotros. Tengo mis métodos. —Se dio unos golpecitos con el dedo en el lateral de la nariz en un gesto conspirador—. Tengo mis espías. Shhh.
Hubbard nos esperaba. Habíamos terminado el champán. Nos levantamos. Ligeramente vacilantes, abandonamos Keppel Córner y recorrimos el pasillo hasta la calle. Nos quedamos juntos y en silencio en los escalones principales del club, absorbiendo la noche, escuchando cómo el portero hacía girar laboriosamente y con torpeza las llaves en las cerraduras y cerraba la puerta a nuestra espalda.
La calle que teníamos ante nosotros era oscura y lúgubre. En esa época, había muy pocas farolas en las callejuelas laterales de Mayfair. Hacía un poco de fresco esa noche; la luna se había escondido y el cielo estaba cubierto.
Oscar puso su brazo en el mío y dijo:
—Sé buen chico y acompáñame a la fila de carruajes.
—Por supuesto.
Bajamos los escalones y giramos a la izquierda por Albemarle Street. Despacio, y del brazo, nos dirigimos hacia Picadilly. Eran ya cerca de las dos de la mañana y era tal la oscuridad que lo envolvía todo que realmente resultaba difícil ver a más de unos pocos pasos por delante de nosotros. La calle desierta estaba silenciosa como una morgue. Oíamos el taconeo de nuestras propias botas sobre la acera, pero nada más. Entonces, y de pronto, al pasar por delante de hotel Albemarle, sito a poco más de seis puertas del club, percibí, sin verla, la presencia de una figura que estaba de pie en las sombras. Oscar tomó aliento:
—Vamos, Robert. Caminemos un poco más deprisa.
Aceleramos la marcha y, al hacerlo, oí pasos detrás de nosotros. Me detuve con brusquedad; los pasos también lo hicieron. De inmediato, Oscar tiró de mí hacia delante.
—¡Vamos! —siseó. Los latidos de mi corazón se aceleraron y noté la boca seca. Mientras reanudábamos la marcha, medio caminando y medio corriendo, la figura siguió avanzando a nuestro ritmo. A punto estuve de volverme a mirar por encima del hombro cuando Oscar tiró de mí al tiempo que mascullaba—: ¡No!
Con el rabillo del ojo había logrado vislumbrar una figura envuelta en una capa. Se trataba de un hombre corpulento de mediana altura. Eso era todo lo que podría haber dicho de él. Quise volver a mirar, pero Oscar me lo impidió.
—¿Es O’Donnell? —susurré.
—No —dijo Oscar—. No es nadie.
Casi habíamos llegado a Picadilly. Había luces delante de nosotros. Oscar había empezado a aflojar el ritmo.
—Creo que es O’Donnell —insistí.
Oscar se detuvo en seco.
—No es nadie, Robert —dijo—. Nadie en absoluto. Mira.
Nos volvimos a mirar la calle oscura que se extendía a nuestra espalda. No se veía a nadie. El hombre había desaparecido. La calle parecía totalmente vacía. De pronto oímos el correteo de unos pies.
—¿Qué ha sido eso? —chillé.
—Nada —dijo Oscar—. Sólo un niño.
Vi alejarse corriendo calle abajo hasta desaparecer en la oscuridad a una pequeña figura con una gran cabeza.
—Es el enano de Bellotti —dije.
—No lo creo —dijo Oscar, riéndose entre dientes—. Ven, vayamos a buscar un coche.
Había un joven policía de pie en la esquina de Picadilly y Albemarle Street. Se tocó el casco al ver que nos acercábamos. Oscar le saludó con una leve inclinación de cabeza.
—Buenas noches, agente.
—Buenas noches, caballeros —dijo el joven agente—. Fría para la época del año.
Cruzamos Picadilly hacia la fila de coches nocturnos que en una época estuvo situada en lo que ahora es el hotel Ritz. Mientras esperábamos a que apareciera un carruaje, Oscar cogió el fajo de telegramas del bolsillo de su chaleco y empezó a metérselos pulcramente en la cartera.
—Mañana le enviaré una nota a Fraser desde Oxford —dijo—. Le explicaré lo que la señora Wood nos ha contado hoy. Y también le contaré todo lo que sabemos sobre Edward O’Donnell. No omitiré detalle.
—Me alegra oírlo —dije.
—Y, en cuanto reciba respuesta de Fraser, no temas, Robert. Te lo haré saber.
Me di cuenta de que Oscar había dejado por abrir el último telegrama.
—No has leído el último telegrama, Oscar —dije—. Quizá sea otro mensaje de Fraser.
—No —respondió, sosteniendo en alto el sobre cerrado—. Viene de Yorkshire. Es de Constance.
—No lo has abierto.
—No es necesario. Puedo leerle el pensamiento.
Le quité el sobre en un gesto juguetón.
—¿Y qué es lo que dice? —pregunté.
—Si tanto te interesa, Robert, dice: «Te quiero. Siempre».
—¿Puedo? —inquirí. Sonrió y asintió. Rasgué el sobre y abrí el telegrama. Contenía exactamente las mismas palabras que Oscar había anunciado: «TE QUIERO, SIEMPRE».
—¡«Siempre»! —chilló—. Qué palabra tan espantosa, Robert, ¿no te parece? En cuanto la oigo, me estremezco. A las mujeres les encanta utilizarla. Echan a perder los romances empeñándose en hacerlos durar eternamente.
Apareció un coche de dos ruedas. Oscar se metió la cartera en el bolsillo y subió al carruaje.
—Buenas noches, Robert —dijo—. Ha sido un día cargado de acontecimientos hasta el último momento. Anótalo todo en tu diario. Recuerda que ahora eres mi doctor Watson.
—Buenas noches, Oscar —dije—. ¡Cuídate!
Mientras le veía alejarse llegó a la fila un segundo coche y, sin pensarlo dos veces, y temiendo repentinamente por la seguridad de mi amigo, decidí seguirle para asegurarme de que le veía llegar sano y salvo a casa. Al subir al carruaje, le dije al cochero:
—Siga a ese coche, se lo ruego, pero a cierta distancia.
—A sus órdenes, señor —dijo el cochero sin alterar su expresión, como si seguir a otros coches por el West End de Londres a primeras horas de la madrugada fuera un acontecimiento puramente rutinario. Quizá lo fuera. Lo hizo como todo un experto. A una discreta distancia de unos noventa metros, nuestro Hansom siguió al de Oscar mientras éste se dirigía no, como yo esperaba, hacia el sur en dirección a Chelsea, sino al norte, hacia el Soho. Atravesamos Picadilly, cruzamos la glorieta y nos metimos por la que en aquel entonces era la avenida más nueva de Londres: Shaftesbury Avenue. Había poco tráfico en las calles y poca humanidad en las aceras: unas pocas desafortunadas mujeres de la noche, casi todas en grupos de a dos, todavía ejerciendo su oficio; pequeños grupos de lo que solíamos llamar «muchachos que no se acostaban hasta llegada la mañana» en busca de una copa más; el extraño y solitario miembro del club Pall Mall planteándose las posibilidades que la noche le ofrecía. La distancia entre nuestros carruajes se redujo al pasar por el nuevo Lyric Theatre, donde la joven Marie Tempest estaba en ese momento en cartel, y girar bruscamente por Frith Street. Empecé a ser consciente de a dónde nos dirigíamos y, cuando el Hansom de Oscar se adentró rodando lentamente en Soho Square, le grité a mi cochero:
—¡Oiga! ¡Deténgase!
El carruaje de Oscar se detuvo en la misma plaza. Vi a mi amigo descender del coche y quedarse de pie en la acera con la mirada fija en un edificio alto y estrecho situado en la cara este de la plaza. El edificio estaba envuelto en la oscuridad con excepción de un pequeño círculo de luz que destacaba en el negro manto como un pálido clavel en un ojal. En la tercera planta había una ventana y, de pie en ella, con una vela en la mano, estaba la muchacha del rostro desfigurado. Abajo, en la calle, Oscar seguía de pie con la mirada clavada en ella. En cuanto la muchacha le vio, pareció sobresaltarse y levantó la mano en lo que pareció una especie de saludo. Oscar levantó hacia ella su mano como respuesta, y al hacerlo, ella se inclinó hacia la vela y la apagó. La ventana quedó a oscuras. Inmediatamente, Oscar volvió a subir a su carruaje y reemprendió la marcha.
—Vamos —le dije a mi cochero—. Sígale. —Y así lo hicimos, en dirección norte desde Soho Square, al oeste por Oxford Street, al sur por Bond Street para salir a Albergate Street, a la puerta principal del hotel Albemarle, a seis puertas del club Albemarle, del que Oscar y yo habíamos salido juntos apenas cuarenta minutos antes. Oscar a veces se alojaba en el hotel Albemarle. Yo lo sabía, pero como no había imaginado que su coche se pararía allí, cuando su Hansom se detuvo, el mío, por desgracia, quedó inmediatamente detrás.
Oscar subió hasta la puerta del hotel y llamó al timbre. Un instante más tarde, la puerta se abrió de par en par y el portero de noche le hizo pasar. Al cruzar el umbral, Oscar se detuvo, hizo ademán de volverse hacia la calle y gritó:
—Buenas noches, Robert. Como ves, estoy sano y salvo.
A la mañana siguiente, se fue a Oxford y empezó a escribir el relato que se convertiría en El retrato de Dorian Gray. No supe nada de él hasta seis semanas más tarde.