21.
27 — 28 de enero de 1890
A nuestro regreso de Kent, en cuanto salimos de la estación tomamos un coche directamente a Scotland Yard. Allí, a nuestra llegada, cuando bajábamos del carruaje en el patio, nos encontramos con el inspector Archy Gilmour, colega de Aidan Fraser y pelirrojo escocés de rostro encendido que enseguida reconoció a Oscar y que nos saludó efusivamente.
—Qué alegría conocerles por fin —tronó—. He oído hablar mucho de ustedes… y de sus habilidades como detectives.
Archy Gilmour me cayó bien al instante. Había en él una franqueza que de inmediato me hizo pensar en Conan Doyle. Oscar no estaba tan seguro. «Todos los hombres pelirrojos mayores de cuarenta son un problema» era una de las máximas favoritas de Wilde.
El inspector Gilmour —claramente intrigado ante el encuentro con Oscar; de hecho, le miraba como quien admira una controvertida obra de arte— nos dijo que, si habíamos ido a ver a Fraser, se acababa de marchar.
—Se ha ido a casa hace menos de cinco minutos, y muy animado. Ha atrapado a su asesino, señor Wilde. Un triunfo más para nuestro Aidan, ¡el auténtico «niño prodigio» de la Policía Metropolitana!
Oscar masculló una leve maldición y ordenó al cochero que nos llevara al 75 de Lower Sloane Street sin demora.
—¿Por qué, Fraser? —preguntó Oscar en cuanto el inspector abrió la puerta de su casa—. ¿Por qué ha arrestado a Edward O’Donnell?
—Para acusarle de asesinato, Oscar —dijo Fraser sin perder la calma—. O’Donnell mató a Billy Wood. No tengo la menor duda.
—¿Ha confesado?
—Todavía no, pero creo que lo hará… a su debido tiempo. Y no importa si no lo hace. Tenemos pruebas suficientes para condenarle.
—No le creo.
Aidan sonrió a Oscar.
—Lo hará, Oscar. Lo hará… —El inspector retrocedió y nos invitó a cruzar el umbral—. Pasen y tómense una copa de vino. No olvidemos que somos amigos.
Nos condujo por el vestíbulo al salón. Eran apenas pasadas las seis. Había una luz en su mirada y una energía en sus movimientos que yo no había apreciado durante nuestro primer encuentro con él meses antes.
—Tengo aquí un vino con el que tentarles… ¡y todos sabemos, Oscar, que puede usted resistirse a todo excepto a la tentación! Es uno de sus Moselle favoritos, helado. Como diría usted, comme il faut.
—Entonces, ¿me esperaba? —inquirió Oscar, colgando el abrigo en el perchero del pasillo y siguiendo a nuestro animado anfitrión al salón.
—No —se rió Fraser—. Esperaba a Conan Doyle. ¡Y también es uno de sus Moselle favoritos!
—¿Espera a Arthur? —apuntó Oscar, ablandándose un poco—. Me alegra saberlo.
—Lástima —dijo Fraser—. Le esperaba, pero no va a poder ser. —Nos sirvió a cada uno una copa de vino de color verde claro—. Arthur acaba de enviarme un telegrama en el que me dice que está retenido en Southsea, «el deber de la profesión»; un brote de paperas. Mala noticia para las víctimas y buena noticia para su empobrecida cuenta corriente. Es una gran lástima. Touie y él debían unirse a nosotros en una expedición a París.
—¿A París? —exclamó Oscar, perplejo—. ¿Se van del país?
—Sólo durante una semana. Un petit séjour, nada más. Un toque de París en primavera.
Oscar saboreó el vino.
—Sólo un escocés puede hablar de primavera refiriéndose a un día de lluvia de finales de enero —dijo.
—Vamos porque el lunes es el cumpleaños de Veronica —añadió Fraser—. Seguro que Robert no lo ha olvidado.
No, no lo había olvidado. Tenía un ejemplar manuscrito de uno de los poemas favoritos de mi bisabuelo preparado para dárselo: «Viajaba entre desconocidos».
—¿El cumpleaños de la señorita es el treinta y uno de enero? —dijo Oscar al tiempo que Fraser le llenaba la copa. Vi que sus ojos recorrían la habitación al hablar—. Qué curiosa coincidencia, ¿no?
—¿Coincidencia? —preguntó Fraser—. ¿A qué se refiere?
—A que ambos tienen su propio san Aidan.
—Perdón, pero me temo que no le sigo —dijo Fraser volviendo a poner el Moselle en la cubitera.
—Su cumpleaños es el treinta y uno de agosto, si mal no recuerdo… el día de san Aidan de Lindisfarne.
—Sí —fue la respuesta de Fraser—, de ahí mi nombre.
—Y el cumpleaños de su prometida es cinco meses después, el treinta y uno de enero, el día de san Aidan de Ferns.
—Santo cielo —dijo Fraser—. Qué coincidencia, como usted bien dice, aunque feliz.
—Cierto —apuntó Oscar—. Me sorprende que no lo supiera. ¿No le enseñaron el santoral en Fettes?
—Es un colegio escocés —dijo Fraser—. Supongo que no teníamos mucho tiempo para el estudio de los santos irlandeses.
—Sí —reconoció Oscar—. Ambos son irlandeses. Al menos eso sí lo sabía.
Se produjo una interrupción momentánea. Los tres volvimos la mirada a nuestras copas vacías.
—¿Más vino? —preguntó Fraser, sacando el Moselle de la cubitera.
—La pasión que la hagiología despierta en Oscar roza lo sobrenatural —dije.
—¿Y existe san Oscar? —preguntó Fraser.
—Aún no —dijo Oscar—. Estoy en ello. Aunque quizá me lleve un tiempo. Soy muy quisquilloso en lo que se refiere al martirio.
—¿Y el martirio es esencial?
—En absoluto, aunque ayuda. Los dos san Aidan murieron pacíficamente en la cama. Esa es la suerte que los irlandeses le prestan.
Fraser se echó a reír y vació lo que quedaba de Moselle en la copa de Oscar.
—Sacaré otra botella, y luego tengo una propuesta que hacerles.
Oscar levantó la mano.
—No, gracias, no más vino. Al menos, no por ahora. Hemos venido por trabajo.
—Entiendo —dijo Fraser, sin perder su amabilidad. Cogió nuestras copas y las puso con sumo cuidado en la mesita auxiliar—. Caballeros —prosiguió, señalando las sillas situadas junto a la chimenea—, ¿qué les parece si tomamos asiento? Soy todo oídos.
Oscar ocupó su silla y encendió uno de los cigarrillos que habíamos comprado esa mañana en la estación de Ashford. Sonrió a Fraser (amablemente) y dijo:
—Aidan, inspector Fraser, le ruego que me escuche: Edward O’Donnell no es culpable del asesinato de Billy Wood.
Fraser apoyó la espalda en el respaldo de su silla y miró a Oscar directamente a los ojos.
—Sin duda eso deberán decidirlo los tribunales, Oscar —sentenció—, no nosotros. Si O’Donnell es inocente, O’Donnell saldrá libre. Si es culpable, será ahorcado.
—Es culpable de muchas cosas —apuntó Oscar muy serio—, pero es inocente del asesinato de Billy Wood. Créame. Robert y yo nos hemos entrevistado con la señora Wood hace unas horas. Nos ha dicho que estaba con O’Donnell en el momento del asesinato. Y está dispuesta a jurarlo.
—Por supuesto que lo está. —Fraser se inclinó hacia Oscar, apoyando los codos en las rodillas y juntando las palmas de las manos como si rezara—. Probablemente, también les dijera, si ustedes no lo sabían ya, que está casada con O’Donnell. No es un testigo creíble, Oscar. No puede testificar a favor de su marido. Miente para proteger al hombre que ama.
—¿Usted cree?
—¡Por supuesto! ¡Vamos, abra los ojos! —Fraser se golpeó las rodillas con las palmas de las manos—. Miente para proteger al hombre que ama… y quizá también para protegerse a sí misma.
—¿A qué se refiere?
—Pues que quizá también ella esté implicada en el asesinato.
—¿Qué? —exclamó Oscar, echando el cigarrillo en la parrilla vacía y poniéndose de pie—. ¿Cree usted que puede haber tenido algo que ver en la muerte de su propio hijo?
—No sería la primera madre que tiene algún papel en la muerte de su propio hijo.
—Eso es absurdo —exclamó Oscar—. Y espantoso.
—Espantoso, sí —concedió Fraser sin perder la calma—, aunque no absurdo. ¿Quién era ese día el ama de llaves que estaba a cargo del veintitrés de Cowley Street? Quienquiera que fuese, también fue la cómplice del asesino. ¿Quién era? Usted la vio, Oscar… ¿Quién era?
—No la vi —protestó Oscar.
—Pues claro que la vio. Le abrió la puerta. Usted mismo me lo dijo.
—No me fijé en ella. No le presté atención.
—Y, aun así, hubo algo en ella que le llamó la atención, ¿o me equivoco? La primera vez que Robert y usted vinieron a verme, describió lo ocurrido cuando llegó a Cowley Street. Dijo que no podía describir al ama de llaves, salvo por un detalle. Recordaba un destello de rojo rodeando su persona. ¿Se acuerda?
—Sí —respondió Oscar—, me acuerdo… Un chal o un mantón, un pañuelo o quizá fuera un broche…
—O una lívida marca de nacimiento en el cuello…
Oscar guardó silencio y se volvió hacia el espejo que estaba encima de la chimenea. Sobre la repisa, colocadas juntas, había dos máscaras de carnaval veneciano, recuerdos de una de las expediciones de Veronica a su ciudad favorita. Oscar pasó el dedo por el borde de una de ellas, como en un intento por ver si estaba cubierta de polvo. Fraser se levantó y rodeó los hombros de Oscar con el brazo. Oscar levantó los ojos. En el espejo, formaban una dispar pareja: el último retrato del príncipe regente, obra de sir Thomas Lawrence, y el retrato de Dante, obra de Rossetti, uno al lado del otro. Cuando las miradas de ambos se encontraron, Fraser sonrió.
—Oscar —dijo—, seamos amigos. ¡Olvídese de todo este asunto! ¡Venga a París! ¡Traiga a Robert! Tenemos los billetes de Arthur. —Se volvió a mirarme—. Vendrá usted, ¿no es así, Robert? Ya sabe cuánto le gustará a Veronica. Convenza a Oscar, si es que necesita hacerlo. —Se volvió de nuevo a mirar a Oscar, que seguía con los ojos clavados en el espejo—. ¿Necesita que le convenzan? Vamos, un escocés le está ofreciendo un toque de París en primavera…
Oscar sonrió. En ese momento, su rostro se me antojó una máscara. No pude adivinar en qué podía estar pensando… ¿En O’Donnell, en Susannah Wood y en la posibilidad de que estuviera implicada en la muerte de su propio hijo; en Aidan Fraser y en su extraordinaria invitación a que nos uniéramos a su prometida y a él en una repentina expedición a París?
—Dígame una cosa, Aidan —dijo con tono pragmático—. La última vez que nos vimos, nos dijo que tenía previsto pedirle a la señora Wood que identificara la cabeza cortada de su hijo, pero no lo hizo, ¿me equivoco? ¿Por qué?
—Porque lo pensé mejor, Oscar —respondió en el acto—. Porque usted y Conan Doyle eran de la expresa opinión de que el impacto podría matarla. Y porque descubrí que Bellotti, su amigo Bellotti, estaba más que dispuesto a identificar al muchacho.
Oscar entrecerró los ojos.
—¿Ha interrogado a Bellotti?
—Oh, sí —respondió Fraser—. He interrogado a Bellotti. Ha hablado con total libertad y su intervención ha sido de lo más informativo. He aprendido muchas cosas de él.
—¿Y está dispuesto a prestar declaración? —preguntó Oscar, sin dejar de dirigirse a Fraser a través del espejo.
—Así es, pero no tema. La privacidad de los miembros más inocentes de su curioso club de almuerzos está asegurada. Bellotti espera retomar su negocio en cuanto los tribunales den por cerrado el caso… y le he dicho que la Policía Metropolitana les dejará en paz, a él y a sus clientes, siempre que eviten provocar desórdenes o escándalos públicos.
—¿Así que Gerard Bellotti es su testigo principal?
—Sí —dijo Fraser—. No es tan ciego como parece. Creo que también usted le interrogó.
—Sí.
—¿Y por casualidad no le revelaría la identidad de Drayton Saint Leonard?
—No.
—Eso me parecía —dijo Fraser—. Drayton Saint Leonard, según el señor Bellotti, es el nom de guerre de Edward O’Donnell.
Se hizo el silencio.
—Bien —dijo Oscar por fin, apartando poco a poco la mirada del espejo y dirigiéndose a nosotros directamente—. Eso parece explicarlo todo.
Sonreía. Una máscara fue reemplazada por otra. No pude adivinar lo que pensaba en ese instante sobre la revelación de Fraser, pero sin duda parecía haberse alegrado.
—¿París en primavera, dice usted? —Se frotó las manos—. ¿Por qué no? Gracias por invitarnos, Aidan. Si Robert tiene los próximos días libres, también yo me liberaré de mis obligaciones. —De pronto parecía repentina e inexplicablemente exultante—. ¿Tiene pensado llevarnos en el tren nocturno, Aidan, o hay tiempo para esa otra botella de Moselle antes de marcharnos?
No tomamos el tren nocturno. Al final, nos quedamos en el 75 de Lower Sloane Street y disfrutamos de otras dos botellas del exquisito Moselle de Fraser antes de tomar una cena ligera en Kettner’s a base de costillas de cordero con patatas asadas y espinacas: «En branches, no à la crème», instruyó Oscar al camarero. «Estoy a dieta estricta, me voy a París en primavera».
Poco antes de la medianoche volvimos a casa. Yo volví a la mía caminando desde el restaurante. Oscar tomó un coche.
—No temas, Robert —dijo al tiempo que subía al carruaje—. No pienso dar ningún rodeo esta noche. Me voy directo a casa para explicarle a mi paciente esposa por qué me voy una semana a París sin ella, y luego me meteré en la cama. À demain, mon cher. Nuestro tren sale a las ocho y cuarenta y cinco. Sé puntual.
No lo fui. Y él tampoco. Ni siquiera la señorita Sutherland, que llegó a la estación Victoria a las ocho y media de la mañana, con aspecto —al menos, a mi parecer— de princesa de cuento de hadas: una mezcla de la Cenicienta de Perrault y la Reina de las Nieves de Hans Andersen. Se había puesto un abrigo de cuerpo entero de terciopelo negro, con cuello y puños de armiño blanco. Sus manos estaban ocultas en un manguito de piel gris plateada y llevaba el glorioso pelo rojo recogido sobre la cabeza bajo una toca de piel a juego. Alta y esbelta, tenía un porte orgulloso, aunque había en el verde claro de sus ojos cierto aire juguetón, una mirada de alegría, de picardía. Mientras esperábamos en el lugar acordado bajo el reloj de la estación y ella se acercaba a nosotros, precediendo a una fila de mozos cargados con sus bolsas y su equipaje, tenía un aspecto del todo imperioso. La bulliciosa multitud se apartaba instintivamente a un lado para dejarla pasar. Sin embargo, cuando llegó hasta nosotros, saludándonos con una sonrisa y un beso (y, para mí, ¡con un segundo beso!), sus modales resultaron arrebatadoramente naturales, totalmente espontáneos.
—¿Dónde está Aidan? —preguntó—. ¡Se supone que es nuestro guía y no está por ninguna parte!
—Me ha parecido verle a lo lejos cuando hemos llegado —dijo Oscar—, pero debo de haberme equivocado.
Recorrimos con los ojos el vestíbulo de la estación. Una marea de humanidad se movía de acá para allá. Desde los andenes, las nubes de vapor se arremolinaban sobre nosotros. Se oía el pitido de los silbatos, cada vez más insistentes. Oscar levantó los ojos hacia el reloj.
—Deberíamos subir al tren, o lo perderemos —sugirió—. ¿Tiene su billete?
—Sí —dijo Veronica, sacándolo del manguito con un floreo—. ¿Tienen ustedes el suyo?
—Así es —respondió Oscar—. Aidan tuvo la amabilidad de dárnoslo anoche. Viajamos como el señor Arthur Conan Doyle y señora…
Veronica se rió.
—Bueno, ¡veremos cómo se las arreglan para declarar eso cuando lleguemos a la aduana! —dijo.
Mientras seguíamos a Veronica y a su séquito de mozos hacia el andén, me di cuenta de hasta qué punto me había enamorado de ella. Veronica no era uno de mis enamoramientos pasajeros, sino una mujer que me tenía totalmente esclavizado. Cuando encontramos nuestro compartimiento (y Oscar dejó encantados a los mozos con la propina que les dio, tras lo cual les despidió), Veronica se acomodó en el asiento junto a la ventanilla, dejando el manguito y el tocado en el asiento contiguo.
—Siéntese delante de mí, Robert —dijo—. Así podré mirarle a los ojos y, en ellos, descubrir los secretos que oculta su alma.
—¿De verdad cree que existe el alma? —preguntó Oscar, quitándose el sombrero, el abrigo y los guantes y colocándolos cuidadosamente en el portaequipajes situado sobre nuestros asientos—. Creía que ustedes, los cirujanos, estaban entregados a lo corpóreo.
—Tenemos cabeza y corazón, Oscar. ¿Quién dice que no tenemos alma? De haber podido ser cirujana, ¡quizá habría sido la primera en descubrir dónde se encuentra!
—Sin duda —respondió Oscar con aire distraído. Estaba en ese momento junto a la ventanilla del vagón, escudriñando el andén en busca de alguna señal de Aidan Fraser.
—No se burle de mí, Oscar —prosiguió ella—. Nuestro amigo común, John Millais, está convencido de que el alma no es simplemente tangible, sino que está ubicada en algún punto entre los músculos y las membranas del ojo. Cuando pinta un retrato, afirma quedar satisfecho sólo cuando ha logrado capturar «el alma que mora en el ojo».
Se oyó de pronto un repentino estallido de silbatos, un chorro de vapor y un rechinar y un chasquido de ruedas al tiempo que el tren se ponía en marcha entre sacudidas.
—¡Al final, parece que Aidan no viene con nosotros! —exclamó Veronica.
—¡Ahí está! —gritó Oscar, abriendo bruscamente la portezuela del vagón. Allí, con los ojos abiertos como platos, pálido y sudoroso, estaba Aidan Fraser, corriendo como si en ello le fuera la vida. Llevaba su portmanteau en brazos. Lo lanzó al interior del compartimiento y luego, mientras el tren ganaba velocidad, saltó al vagón con un gran esfuerzo, cayendo en el suelo. Se quedó allí jadeante, con los ojos cerrados y la boca abierta, a los pies de su prometida.
—Bonito espectáculo —dijo Veronica entre risas.
—Y qué envidiable muestra de abyecta devoción —dijo Oscar, cerrando de golpe la portezuela del vagón y acomodándose en el asiento del rincón diagonalmente opuesto al de Veronica—. ¿No fue sir Edwin Landseer quien pintó un lienzo de un labrador a los pies de su dueño en esa misma postura? —Veronica aplaudió, encantada—. ¡Ni que decir tiene —añadió Oscar— que Landseer consideraba que las almohadillas de las patas delanteras eran la morada del alma!
Fraser, que todavía intentaba recuperar el aliento, abrió los ojos y se levantó con dificultad.
—Ríanse de mí todo lo que quieran —resolló mientras yo le ayudaba a colocar el portmanteau en el portaequipajes—. Me he quedado dormido. Es culpa del Moselle. Les ruego que acepten mis más sinceras disculpas. —Se quedó de pie delante de nosotros durante un instante, limpiándose el abrigo y sacudiendo la cabeza como perplejo ante su propia estupidez. Tenía el rostro perlado de gruesas gotas de sudor. Se las secó con el pañuelo y luego, con las dos manos, se peinó el pelo negro azabache hacia atrás y se derrumbó, exhausto, en el asiento situado delante de Oscar.
—Lo siento mucho —murmuró con voz ronca—. Mucho.
—No es momento para lamentaciones —dijo Oscar con una sonrisa, y añadió, dándole unas palmadas en la rodilla—: puesto que no hay motivo para ello. Está usted aquí. A salvo. Estamos aquí. Somos felices y en el mundo todo va bien.
Sin duda, para Oscar ese día todo iba viento en popa. Se divertía sobremanera… y resultaba divertido en grado supremo. De Londres a Dover, de Dover a Calais, de Calais a París y hasta el instante mismo de nuestra llegada al recién inaugurado Hôtel Charing Cross estuvo sembrado. Durante nueve horas —prácticamente sin darnos un respiro— nos divirtió. No sabría decir si nuestro compartimiento era incómodo, ni si el mar estuvo picado al cruzar el Canal (¡como a buen seguro lo estuvo!). Lo único que recuerdo, lo que anoté en mi diario, fue la brillantez del discurso de Oscar durante ese largo día. Lo más extraordinario de su actuación (pues eso es lo que fue) fue el modo en que, durante tantas horas, y sin esfuerzo aparente, captó nuestra atención.
Su secreto —su truco— estaba, creo, en el modo en que variaba tanto el tono como el contenido de su discurso. Podía estar debatiendo el locus del alma con Veronica y de pronto ponerse a describir con detalle digno de un forense la operación que su padre había llevado a cabo para salvar la vista del rey de Suecia. Luego, sin previo aviso, nos hacía llorar de risa con una espantosa historia sobre una de las aventuras de borracho de su hermano Willie. Un instante después, provocaba una clase distinta de lágrimas en nuestros ojos (y en los de él mismo) con un fantasioso y patético relato sobre la sirena que vivía en Dover Harbour y que se había enamorado mortalmente del hijo del capitán de puerto.
Aparte de una fugaz referencia a Bellotti y a «los miembros más decadentes de su club de pequeñas fiestas vespertinas» («¿Acaso no van algunas de sus prácticas en contra de la ley?», preguntó Veronica. «Estamos en mitad del Canal, querida señora —respondió Oscar—, así que no puedo responderle a eso. En Inglaterra, lo más probable es que sí. En Francia, y según dicta el Code Napoleón, sin duda no. ¡Hay qué ver la diferencia que pueden llegar a marcar treinta kilómetros!»), durante todo el viaje no se tocó ni una sola vez el caso del asesinato de Billy Wood.
Instigado por Veronica, Oscar habló mucho sobre París, ciudad que tanto él como yo conocíamos bien, pero que ella y Aidan Fraser prácticamente desconocían. Fraser estaba ansioso porque durante nuestra visita hiciéramos un peregrinaje a la nueva sensación de la ciudad: la torre recientemente completada de Gustave Eiffel.
—¡Ahórrenos la torre del señor Eiffel! —exclamó Oscar.
—Pero si es extraordinaria —protestó Fraser—. ¡Alcanza una altura de trescientos doce metros!
—¡Y aun así no nos acerca más al cielo! —dijo Oscar—. Déle la espalda a la Torre Eiffel y tendrá todo París ante usted. Mírela… y todo París desaparecerá.
—La Torre Eiffel es todo un fenómeno, Oscar —protesté—. No me lo negarás.
—No, si no lo niego —apuntó—. Y tampoco ustedes deberían ahorrarse la visita. Vayan a ver su torre. ¡Disfruten! Les dejo que vayan. Mientras ustedes escalan las alturas, me dedicaré a pasear por las estribaciones del Monte Parnaso…
—¿Y qué quiere decir con eso, Oscar? —inquirió Veronica, arqueando levemente una ceja—. ¿Tiene alguna diablura en mente?
—No —respondió él tranquilamente—, nada más lejos de mi mente. Me refería a que, mientras ustedes se dedican a inspeccionar la monstruosidad del señor Eiffel, yo iré a Montparnasse y daré un paseo por el cementerio. Hay una tumba que tengo interés en visitar. Presentaré mis respetos a una vieja amiga. Últimamente he pensado mucho en ella… y tengo una noticia que quiero compartir con ella. Por una vez, las palabras de Mercurio serán dulces tras las canciones de Apolo.